La semana pasada encontré en mi buzón la auditoria de guerra que le hicieron a mi abuelo en 1.939. Entre la documentación habían varios interrogatorios, una ficha clasificatoria y una sentencia. Documentos que revelan algunos secretos. Si quieres leer más…
Yo pase mi infancia en una casa vieja de El Molinillo, un barrio popular muy cercano al centro de Málaga. Su puerta no tenía timbre y llamaban golpeando un picador, que tenía la forma de la mano de Fátima. Una mañana gris de invierno de finales de los setenta, mientras jugaba con mis soldaditos junto a la puerta, sonaron los golpes secos de aquel picador. Al abrir el postigo vi a un señor con sombrero, de voz pausada y elegantemente vestido. Recuerdo que era la primera vez que yo veía un hombre con sombrero y que preguntó por mi madre mientras me miraba con una sonrisa. Ella lo hizo pasar sorprendida y, mientras yo continuaba jugando atento y lleno de curiosidad, estuvieron conversando. Al rato, él se marchó diciéndome que esperaba volver a verme pronto. En aquella época en la que el divorcio no existía, mi madre no sabía cómo explicarme, a mis ocho o nueve años, que aquel hombre, al que yo había oído decir que venía del extranjero, era su padre. Mi abuelo a quien yo no conocía y del que nunca nadie me había hablado.
Yo pase mi infancia en una casa vieja de El Molinillo, un barrio popular muy cercano al centro de Málaga. Su puerta no tenía timbre y llamaban golpeando un picador, que tenía la forma de la mano de Fátima. Una mañana gris de invierno de finales de los setenta, mientras jugaba con mis soldaditos junto a la puerta, sonaron los golpes secos de aquel picador. Al abrir el postigo vi a un señor con sombrero, de voz pausada y elegantemente vestido. Recuerdo que era la primera vez que yo veía un hombre con sombrero y que preguntó por mi madre mientras me miraba con una sonrisa. Ella lo hizo pasar sorprendida y, mientras yo continuaba jugando atento y lleno de curiosidad, estuvieron conversando. Al rato, él se marchó diciéndome que esperaba volver a verme pronto. En aquella época en la que el divorcio no existía, mi madre no sabía cómo explicarme, a mis ocho o nueve años, que aquel hombre, al que yo había oído decir que venía del extranjero, era su padre. Mi abuelo a quien yo no conocía y del que nunca nadie me había hablado.
Para entonces a mi me extrañaba que mi madre no llamara padre al viejo anarquista cariñoso que compartía su vida con mi abuela materna, como también me extrañaba que mi padre tuviera los dos apellidos de su madre y nunca hablara de mi abuelo paterno. Yo intuía que la juventud que habían vivido mis abuelas debía regirse por unas leyes y un tiempo muy diferentes a las de mis padres.
Con el paso de los años, descubriría que aquel hombre elegante no siempre había sabido estar a la altura de las circunstancias y quizás por ello, aunque lo volvería a ver en más ocasiones, no demasiadas, nunca pude dejar de sentirlo como un abuelo desconocido y lleno de secretos, que murió hace unos veinte años, cuando yo tenía una edad a la que no le importa demasiado el pasado y en la que no se hacían ciertas preguntas. La semana pasada en mi buzón encontré un sobre enviado desde un archivo de un tribunal militar. Contenía la auditoría de guerra de José Castro Peregrina, mi abuelo materno. La semana pasada comenzaron a desvelarse algunos de sus secretos.
Entre la documentación habían varios interrogatorios, una ficha clasificatoria y una sentencia.
El 31 de marzo de 1.939 acabó la guerra en los últimos frentes, entre ellos el de Almería. Ese día los soldados y los oficiales republicanos de la 85 Brigada Mixta, acantonados en Berja, dejaron de serlo, también de ser ciudadanos y se convirtieron en sospechosos, en delincuentes, pese a la mentira que vomitaba la radio de Franco: “Nada tienen que temer los soldados rojos que no se hayan manchado las manos de sangre; el perdón para los voluntarios y un abrazo para los reclutados”. Algunos no creyeron esas palabras y trataron de pasar desapercibidos, pero no les dejaron. El 8 de mayo, diez días antes del desfile de la victoria en Madrid, el gobernador militar de Granada, Rafael Lacal del Pérez de Ayala, firmó un edicto por el cual “todos los individuos varones residentes en la localidad procedentes de las zonas últimamente liberadas o de campos de concentración de prisioneros, están obligados a presentarse a la autoridad militar en el plazo máximo de 72 horas. El no acatamiento de la orden supondrá de inmediato la detención y la apertura en Consejo de Guerra.”
Unos días antes, el 25 de abril, Cuesta Monereo, jefe del Estado Mayor del Ejército del Sur, había dictado a los Gobernadores y Comandantes Militares una instrucción para el tratamiento y clasificación de los “prisioneros e individuos procedentes de la zona recién liberada” y establecía la ficha clasificatoria que habría de cumplimentarse en todos los casos. Esta ficha, aparte de los datos de filiación, demandaba la situación del presentado o prisionero desde el 6 de octubre de 1934, la unidad donde hubiera prestado servicios en el ejército republicano, especificando su empleo o graduación, el tiempo que estuvo en filas y si perteneció a los servicios de información o a las brigadas de guerrilleros. A este respecto, preguntaba la ficha al presentado quienes se habían destacado por su “desafección a la Causa Nacional”, durante su permanencia en zona republicana. A continuación, se le interrogaba en la ficha donde “le sorprendió el Movimiento”, su filiación política, si tuvo cargos directivos, si votó al Frente Popular y si fue apoderado o interventor en las elecciones de febrero de 1936. Después, la ficha recogía varias preguntas dirigidas a depurar su conducta política. Terminaba la clasificación especificando si poseía bienes, tanto él como sus familiares y donde, y preguntando sobre las personas que le conocieran y pudieran responder de su actuación y residencia.
La instrucción detallaba los pasos a seguir, con arreglo al siguiente procedimiento: Una vez hecha la anterior ficha clasificadora si de la misma resultase que el interesado tuviera responsabilidades graves, entendiendo por tales, los Jefes y Oficiales del Ejército Rojo, Comisarios políticos, dirigentes, apoderados e interventores del Frente Popular; individuos de las Brigadas de Guerrilleros y miembros del S.I.M. (Servicio de Investigación Militar, que fue el nombre de la agencia militar de inteligencia de la República durante la Guerra Civil) o del S.I.E.P.; (Servicio de Información Especial Periférico que fue creado en verano de 1.936 para agrupar a los republicanos que vivían en zonas ocupadas por los sublevados y que se habían echado al monte. Sus objetivos eran espiar y hostigar al enemigo realizando sabotajes), enemigos, propagandistas destacados y autores de crímenes, saqueos, incendios y detenciones…, se procedería a la inmediata detención en el Depósito Municipal, Cárcel de Partido o Prisión Provincial correspondiente, “dando cuenta inmediata a mi autoridad, mediante el envío de copia de la ficha respectiva y remitiendo la ficha original al Ilmo. Sr. Auditor de Guerra de este Ejército, quedando copia de la misma en la Oficina expedidora como antecedente. A la ficha original se acompañarán sendas certificaciones que en cuanto a conducta expidan el Alcalde, el Jefe Local de F.E.T. y de las JONS y el Comandante de Puesto de la Guardia Civil o de Policía Militar. También se remitirán al Sr. Auditor las denuncias que se presenten o posteriormente se vayan presentando respecto del individuo fichado”.
Una vez fichados y clasificados, los republicanos eran interrogados. El uso de la coacción, las palizas y malos tratos, fue generalizado. La farsa judicial militar llevó a condenar sin ninguna declaración testifical o prueba que acreditara lo que se señalaba en los informes, en los que destaca el lenguaje: se utilizaban diferentes calificaciones y adjetivos para las “personas de orden” y “los rojos”. El detenido es siempre un “individuo”, un “sujeto”, un “elemento”. El pueblo es la “turba”, la “masa”, la “plebe” e incluso la “horda”. Exaltado, pendenciero, ratero, extremista, borracho, parásito, etc., son adjetivos usuales para definir a muchos detenidos.
En los consejos de guerra se remarca que se trataban de sumarísimos y urgentes, pero los tribunales no tenían prisa en dictar sentencia y no les importaba el tiempo que llevara el procesado en prisión preventiva. Cuando finalmente se producía el fallo, éste se comunicaba al Tribunal Provincial de Responsabilidades Políticas, que debía estar formado por varios miembros entre los que obligatoriamente debían estar: jefes del ejército, funcionarios de la carrera judicial y militantes de la Falange. El origen es este tribunal hay que buscarlo en febrero de 1.939, poco antes de finalizar la Guerra Civil, cuando el nuevo Estado, en un intento de reorganizar y normalizar la situación política y eliminar cualquier resto de oposición, estableció mediante la denominada Ley de Responsabilidades Políticas una jurisdicción completamente nueva y excluyente de cualquier otra, que le permitiese legalizar la necesaria represión para su afianzamiento. Este tribunal se constituyó en Granada en julio de 1.939 y fue suprimido en 1.942. El motivo de la supresión: a la justicia franquista le resultaba imposible resolver el enorme volumen de expedientes incoados en estos tribunales especiales y no le quedó otro remedio que hacerlo a través de la justicia ordinaria.
En la vida de mi abuelo durante aquellos años volvió a cruzarse otra norma franquista. Ante el hacinamiento de las cárceles, donde cientos de miles de españoles purgaban sus pecados, el franquismo se vio obligado a iniciar medidas que pusieran en la calle a muchas personas. Así el 25 de enero de 1.940 Franco firma una Orden de revisión de penas. Se constituirán las Comisiones de examen de penas, que tenían como objetivo, partiendo de la consideración de que las circunstancias derivadas de la guerra habían tenido como consecuencia que los delitos de rebelión fueran sancionados con penas muy diferentes según los tribunales o el lugar geográfico, revisar las condenas impuestas para ajustarlas a las normas que ahora se establecen. Aunque el trabajo de estas comisiones se considera como un servicio urgente al que hay que dar preferencia y se arbitran diferentes medios para conseguirlo, sin embargo, también será un mecanismo lento que apenas significará algo más que un goteo de libertades, habitualmente con destierro y sometidos los libertos a un constante control policial o judicial.
Hoy sé que José Castro, pese a sus intentos de pasar desapercibido, fue detenido el 21 de Septiembre de 1.939 en Jayena, un pueblo del sur de la provincia de Granada de donde provenía su familia, y enviado a la prisión de Alhama (posteriormente estaría en la prisión de Granada y en un campo de concentración en Guadix). También sé que fue condenado a 12 años de prisión, una sentencia que posteriormente sería revisada y reducida a tres. Su delito: ser socialista y sargento de intendencia del ejército republicano. Pero su actividad no acaba aquí…
Su ficha clasificatoria aporta más datos sobre su vida durante la guerra. El consejo de guerra al que sometieron a mi abuela María pocos años más tarde (del que ya he hablado en este blog) también aporta información sobre la vida de José en los primeros años después de la derrota. Aún tengo claroscuros que creo que ya no podré despejar, porque he agotado todas las pistas, pero también tengo la seguridad de que mi abuelo y mi abuela, tuvieron una vida que merece la pena ser contada en una novela, la que ya muy pronto empezaré a escribir.
Nota.- En el reverso de esa foto aparece un sello, acompañando la firma de mi abuelo, que me hace pensar que se la envió a mi abuela cuando ella estaba en la cárcel. En ese caso fue probablemente lo último que recibió de él.
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