El azar caprichoso ha aparecido ya varias veces en
la historia de mi novela: Monte Muro, 27 de Junio, 6:30 de la tarde. En el
mismo lugar y a la misma hora en el que General Concha caía por un disparo, yo
miro la colina que sube al viejo caserío de Muro, pero hoy, a diferencia de
aquel atardecer, el sol resplandece en el cielo y sólo se escucha el sonido del
viento entre las hojas.
Hace ciento treinta y nueve años los campos estaban
embarrados por la tormenta y en la ladera habían quedado los cuerpos de los
soldados liberales, muertos en su intento por tomar la cima.
Durante los días 25, 26 y 27 de junio de 1.874, las
tropas liberales, al mando del General Gutiérrez de la Concha, lucharon contra
los carlistas que defendían las colinas que rodean Estella, la capital del
Pretendiente don Carlos. Sólo habían pasado tres meses desde el desastre de San
Pedro de Abanto y el tatarabuelo Antonio volvía a encontrarse en un infierno
parecido. Llevaban ya varios días sin comer: los convoyes que debían traer las
provisiones se habían perdido en mitad de la tormenta. La lluvia caía sin
cesar, llenando de agua las trincheras y de barro los campos donde se combatía
con fiereza. Otra vez tres días de batalla, otra colina que tomar a golpe de
bayoneta, otra ciudad que liberar para intentar acabar con una estúpida guerra
fratricida y nuevamente, en el instante decisivo, el Regimiento de Zamora se
encontraba en el peor de los lugares.
El propio Jefe de los Ejércitos, viendo las
dificultades en las que se encontraban sus soldados, galopó hasta la primera
línea de combate para intentar tomar la colina que subía al caserío de Muro
antes de que anocheciera. Era otra misión imposible: no podía alcanzar el
objetivo con los recursos que contaba. En vista de ello, decidió retroceder
para esperar al día siguiente, pero una bala perdida le costó la vida al
General Concha. En menos de cuatro meses de vida militar, el tatarabuelo
Antonio vivía una segunda derrota cruenta.
Otra vez oigo el silencio, el rumor del viento
rozando la colina, la quietud de los edificios imponentes que aún se alzan
desafiando al tiempo, la belleza de los campos al atardecer del comienzo del
verano. Otra vez el lugar decenas de veces imaginado toma cuerpo ante mis ojos.
También esta batalla quedo resguardada del olvido
por una novela: Benito Pérez Galdós nos la describe en uno de sus Episodios
Nacionales, en concreto en el volumen De Cartago a Sagunto:
“El General Concha dio a
sus edecanes breves y fulminantes órdenes. Éstos las transmitieron con la
velocidad del rayo al Brigadier Blanco y al General Reyes. Momentos después,
las masas de Infantería se lanzaban como avalancha impetuosa en dos columnas,
la una contra Murugarren, la otra contra el caserío de Muru. Eran doce los
batallones que avanzaban, seis en cada columna. Los carlistas, sólo en
Murugarren, tenían catorce batallones.
En lo más recio del
combate llegó un aviso del Brigadier Beaumont comunicando que las fuerzas de su
mando eran furiosamente atacadas por los facciosos, los cuales habían
abandonado sus trincheras para caer contra Abárzuza. Con ayuda de un mal
catalejo y por las explicaciones de mi espolique, yo me daba cuenta de estas
terribles peripecias. Los doce batallones que avanzaban contra Murugarren y
Muru fueron embestidos del mismo modo que la columna Beaumont. El choque fue
tremendo, como una pelea de gigantes furiosos. Al cabo, los nuestros
retrocedieron, acuchillados a la bayoneta.
Los treinta cañones
empleados en la altura escupían a torrentes la mortífera metralla. Concha, con
gesto de rabia y ronco acento imperioso, daba órdenes y más órdenes. La
formidable Artillería logró al fin contener el ímpetu de los valientes
realistas, obligándolos a buscar el refugio de sus trincheras. Por segunda vez
treparon nuestros soldados con increíble arrojo por las fragosidades de
Murugarren y Muru, y de nuevo fueron atajados en su avance. Descompuestos
retrocedieron hasta la carretera. Pero los cañones, vomitando fuego, pusieron
nuevamente a raya a los bravos batallones de don Carlos. En tanto, hacia
Zurucuáin y por las líneas Villatuerta-Arandigoyen y Murillo-Grocín, oíamos
fuerte tiroteo. Eran las columnas allí destacadas, que entretenían a una parte
de la legión absolutista hasta que se les ordenase realizar acción más
decisiva.
Atento a los incidentes
de la lucha, el General en Jefe ordenó que las columnas de Reyes, Blanco y
Beaumont se concentraran en una sola. La concentración tardó en efectuarse por
estar harto diseminadas estas fuerzas. Pasaba el tiempo, caía la tarde, la
artillería empezaba a sentir escasez de municiones, apuntaban en nuestro
Ejército síntomas de desaliento, y el combate seguía sin resultado práctico.
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