05 noviembre, 2009

La guerra contra los carlistas del tatarabuelo

Cuando me contaban la historia de la familia, curiosamente el punto de partida siempre era la historia del tatarabuelo que luchó en la Guerra de Cuba. Sólo se trataba de un inicio porque, salvo su participación en esa guerra caribeña y lejana, nadie supo contar mucho más de Antonio López Martín.

Ayer recibí su expediente del Archivo Militar de Segovia y, como si fuera una carta que llega con un retraso de 125 años, la historia del tatarabuelo empezó a cobrar vida. Efectivamente, Antonio había luchado en Cuba con el grado de teniente, que era lo único que la familia había conservado del misterio de su historia, pero su vida había estado marcada por muchos acontecimientos y dos guerras.


Fue un joven que, a los veinte años, se alistó voluntario para luchar como soldado en la tercera guerra carlista. Posiblemente porque, en el entorno rural del que procedía, la carrera militar era la única salida para eludir la miseria del mundo campesino de su pueblo. Hoy que afortunadamente vemos la guerra por televisión en informaciones asépticas y políticamente correctas, me ha sorprendido descubrir las batallas en las que un joven e inexperto se vio envuelto y donde no faltaron las cargas de infantería a bayoneta calada entre la niebla de la pólvora y los cañones.

Después de luchar cinco años como soldado raso, la mayor parte de los cuales durante la guerra, Antonio emprendió una humilde carrera militar que le haría ascender por todos los grados más bajos del escalafón (obrero, cabo 2ª, cabo 1ª, sargento 2ª, sargento 1ª) hasta llegar a teniente, aunque para esto último sucediera, tuviera que presentarse nuevamente voluntario para otra guerra, esta vez la de Cuba. Pero antes de eso había pasado diecisiete años en diversas plazas militares como Granada, Alicante, Barcelona, Madrid, Chafarinas y sobre todo Melilla.

Hoy sé que el teniente maduro que regresó de Cuba y del que la familia hablaba como si fuera una persona importante y de respeto, al menos en el entorno campesino en el que todos luego vivieron, se había ganado a pulso sus galones. Y empezó a ganárselo en una guerra, la única que ha ganado algún miembro de mi familia acostumbrada a las derrotas. Una guerra victoriosa que, aunque consiguió desterrar para siempre al absolutismo de nuestro país, no pudo mantener una republica, en este caso la primera porque ese ha sido el destino de la familia: ver truncados lo sueños republicanos.

Estas son “las batallitas del tatarabuelo” contra los carlistas:

Antonio López Martín ingresó en el ejército el 11 de febrero de 1.874 a la edad de 20 años como soldado de 2ª voluntario del Regimiento de Infantería de Zamora nº 8, 2ª Batallón para participar en las campañas de la 3ª Guerra Carlista. En ese momento, la guerra, que ya duraba varios años, estaba en plena intensidad. Tras la renuncia de Amadeo de Saboya, se había proclamado la Primera República y se producía el tercer conflicto a lo largo del siglo entre los carlistas y los liberales. Los primeros defendían el absolutismo, la iglesia y los fueros y eran contrarios a cualquier progreso en las libertades. La guerra se libró básicamente en los feudos carlistas concentrados en el entorno rural de Cataluña, Navarra y el País Vasco, que curiosamente, pero no por casualidad, actualmente también son las zonas de mayor influencia de los nacionalistas.

El bando liberal había sido derrotado por los carlistas en Bilbao y se solicitaron refuerzos. El 27 de Febrero de 1.874 Antonio partió de Granada en un tren especial para formar parte del Ejército de Operaciones del Norte y llegó a Santander el 3 de Marzo. Cuatro días más tarde embarcó para Santoña y en Mayo formó parte de las acciones en San Pedro de Abanto.

A finales de Junio se dirigió al frente de Estella. El ejército republicano trataba de conquistar esta ciudad de manos de los carlistas. El día 26 se desplegaron en torno a ella, pero el ataque se detuvo por falta de aprovisionamientos, lo cual benefició al enemigo que, comprendiendo el movimiento envolvente, corrió hacia Abárzuza. El día 27 el ejército que había pernoctado a la intemperie, se encontraba rendido de fatiga, hambriento y empapado de agua por las inclemencias del tiempo. El General Gutiérrez de la Concha centró su ataque hacia las trincheras de Monte Muro, donde los carlistas habían concentrado sus defensas. La artillería comenzó el fuego a las 12 mientras la infantería tomaba posiciones para el ataque. Dos horas más tarde los ataques de infantería fueron repelidos en tres ocasiones. El humo era sofocante y no permitía ver las posiciones enemigas, por lo que el general ordenó tocar el alto el fuego. Cuando el humo se disipó, cinco batallones carlistas avanzaban para recuperar sus posiciones a golpe de bayoneta. El general se dirigió a Abárzuza para mandar en persona los cinco batallones que tenía allí situados. Al llegar a la pendiente de Monte Muro arengó a sus soldados y, cuando iba a subir a caballo para lanzar la ofensiva final, fue alcanzado por las balas carlistas, que inmediatamente lanzaron un ataque con el objetivo de capturarle. Sus hombres consiguieron repelerlo y llevarle hasta Abárzuza, donde llegó sin vida. Ante la desmoralización por la pérdida y la imposibilidad de mantener la batalla por las inclemencias del tiempo y la falta de provisiones, se determinó la retirada. Las bajas fueron de más de 1.500 hombres, siendo algunos heridos rematados en la retirada por los carlistas. El resultado de la batalla provocó un retraso del final de la guerra y al tatarabuelo le concedieron la medalla de Bilbao.

Luego participó en el ataque y la toma de Oteiza el día 11 de Agosto a las órdenes del general Domingo Morriones. Según el parte de guerra de dicho general, en la batalla tuvo a su mando a 10.500 infantes, 28 piezas de artillería y 800 caballos. El regimiento de Zamora, donde estaba encuadrado Antonio, fue el primero en recibir el fuego enemigo a las 11 de la mañana y una hora y media más tarde se encontraban ya a cincuenta metros de la trinchera enemiga. En el ataque final al pueblo de Oteiza ocupó el flanco derecho dispersando a los carlistas, la mayoría de ellos navarros. Este ataque no era una operación aislada, el objetivo de Morriones era llamar la atención del enemigo mientras un convoy de víveres y municiones llegaba a Vitoria.


En Septiembre, Pamplona llevaba tres semanas sitiadas por los carlistas, sin que nadie hubiera podido entrar en ella, con el consecuente desabastecmiento de su población. El tatarabuelo formó parte del convoy de víveres y municiones que Morriones consiguió llevar desde Tafalla. En Enero de 1.875 formó parte del avance que consigue levantar definitivamente el bloqueo de la ciudad y la toma el 3 de febrero del pueblo de Puente la Reina. El 24 de Junio le fue concedida por sus acciones en trincheras la Cruz sencilla del Mérito Militar con distintivo rojo. Posteriormente intervino en la toma de Aoiz realizada por el general Reina y estuvo destinado en Huarte y en los montes de Esquinza.

En 1.876 participó en la campaña de Logroño y formó parte de las acciones realizadas en Tolosa. El 13 de febrero formó intervino en la batalla del puerto de Elgueta, de donde consiguieron desalojar a los carlistas que contaban con 12 batallones más artillería. Terminada la campaña pasó a Vitoria y se acantonó en Haro, donde fue licenciado al final de la guerra de forma ilimitada y se le abonó un año de servicio que extinguía su empeño, mitad en activo, mitad en la reserva. En esa situación pasó el año 1.877 en el que terminó sus obligaciones como soldado e inició su trabajada ascensión como oficial.

He podido recopilar esta información gracias al Archivo Militar de Segovia que me ha facilitado el expediente de mi tatarabuelo y al libro La Guerra Civil en España de 1.872 a 1.876 escrito por Juan Botella Carbonell, Un libro que fue publicado en 1.876 !! y al que podéis acceder en el siguiente link: http://www.latinamericanstudies.org/book/La_Guerra_Civil_en_Espana_de_1872-76.pdf

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30 octubre, 2009

El regreso de Cuba.

Ahi va el segundo ejercicio que he realizado para el curso de narrativa.

La luz tenue de noviembre se colaba por los visillos, Antonia aprovechaba la última claridad del atardecer, junto a la ventana, para seguir bordando sus pájaros. Hacía dos semanas que había empezado la tarea y quería tenerla lista para cuando llegara su padre. Unos gorriones de colores azules y anaranjados parecen piar sobre unas ramas, rodeados por un marco verde de hojas. Ya sólo le faltaba lo más sencillo, tenía que acabar de darle las últimas puntadas a sus iniciales. En la casa y especialmente en su corazón, reinaba una alegría y una excitación desbordante, que contrastaba con el desánimo que se veía en las caras de todos desde hacía meses.


Estaban a la espera de la llegada de su padre, que regresaba de Cuba después de haber luchado en una guerra muy lejana. Aunque su madre había tratado de ocultarle su preocupación, Antonia, a sus diez años, ya tenía edad para entender que se había pasado demasiado tiempo sin tener noticias de su marido y que, ante el silencio de las autoridades militares, trataba en vano de encontrar su nombre en los periódicos, que llevaban tres meses publicando la lista diaria de los repatriados que llegaban a la provincia. Había oído sus conversaciones con su familia y con las vecinas y había podido entender su preocupación y compartirla. Desde el verano todo el mundo hablaba del desastre, de una derrota inesperada que después todos creían que había sido inevitable, pero acabada la guerra, llevaban varios meses en París negociando una paz que no llegaba y su padre no había regresado todavía.


En septiembre empezaron a llegar los primeros barcos repletos de heridos y fue entonces cuando el país se enteró del estado lamentable en el que volvían sus soldados, del sufrimiento que contaban sus historias de hambre, fiebres y fatigas. Poco a poco el goteo de nombres fue aumentando, los nombres sueltos del principio fueron convirtiéndose en largas listas agrupadas por unidades: el regimiento de San Fernando, el de la Reina, el batallón de La Habana, el de Simancas, la infantería de marina, que siempre llegaban en un tren mixto o a veces en un tren correo y siempre eran recibidos por la comisión de la Cruz Roja, pero nunca en aquellas listas aparecía el teniente de 1ª de Administración Militar que su madre estaba buscando.


Cuando por fin se confirmó el regreso, todo fue felicidad en la casa. Faltaba poco para Navidad y toda la familia estaría junta después de mucho tiempo. Su padre se marchó a la guerra hacía ya más de tres años, aún recordaba el beso que le dio antes de irse y la sonrisa que le ofrendó al salir por la puerta. Ese día la vega estaba radiante, la luz era preciosa y el país entero celebraba con algarabía la marcha de sus soldados hacia la victoria. Ahora que estaba acabando el otoño y se acercaban los días fríos y cortos del invierno, los soldados regresaban de la derrota entre el desaliento y la tristeza.


Pese a la festividad con que otros rodearon su despedida, descubrió a su madre llorando. Feliciana era una mujer de carácter, religiosa y conservadora que siempre había tratado de ocultar sus preocupaciones, el problema es que así también fue paulatinamente ocultado sus sentimientos y Antonia recordaba cada vez con más ternura las caricias de su padre. Cansada de la severidad, de las misas, los rosarios y los bordados, ella también quería estudiar para ser maestra, como su hermana, le gustaba vivir en ese pequeño pueblo de la vega granadina y jugar con sus vecinos, la mayoría hijos de campesinos con pocos recursos, aunque con ello no hacía otra cosa que enfadar a su madre, que siempre le insistía que una señorita, hija de militar, no debía perder tanto tiempo mezclándose con gentes sin más recurso que el trabajo de sus manos.
Estaba dando las últimas puntadas a la tela cuando los gritos anunciaron la llegada y los pájaros se quedaron sobre una silla cantando en sus ramas. Rápidamente acudió a besarlo, pero entre abrazos descubrió que su padre había cambiado, volvía mucho más delgado y parecía más viejo, llevaba en sus ojos la inevitable desdicha del fracaso.

El silencio de los primeros días fue sustituido por los sonidos de las conversaciones y pudo entender la derrota de su padre. Aunque el retraso acumulado de las pagas enfadaba a Feliciana e incomodaba una economía familiar, que sin grandes lujos, no había conocido hasta ese momento la necesidad, él quiso llevar a su hija a Granada con la excusa de encargar en la confitería Los Alpes dulces para la navidad que se acercaba y concederle a Antonia el capricho que llevaba tanto tiempo deseando, contemplar los escaparates de La China, que se anunciaba como el establecimiento de tejidos y novedades más famoso de la ciudad, y dejar volar su imaginación con sus esclavinas de pañete bordadas, sus ricos cheviot de pura lana, sus astracanes, ratsimires, pelerinas y nubes de madroño y sayas. Pero luego entendió que el verdadero motivo del paseo era otro, su padre necesitaba contarle su furia a un amigo militar que pudiera entenderla.

Y mientras Antonia jugaba junto a la puerta con otros niños desconocidos, su padre en la habitación vecina fue contando que había ido a Cuba a colaborar con la organización del abastecimiento y sólo pudo administrar el hambre y la carencia de unos soldados, que no estaban preparados para la guerra, que tuvieron que enfrentarse a ella porque eran pobres y sus familias no tenían los trescientos duros que costaba la redención, ni los medios para arrojarse a las fauces de las empresas crediticias que aparecieron por todo el país para venderles cara su salvación. Había ido para luchar contra los mambises y no para agotar de hambre a sus mujeres y a sus hijos, con estrategias de un general insensible a la desgracia humana. Pensaba que se enfrentaría a los fusiles, pero el enemigo había sido la manigua con sus mosquitos y su fiebre. Los periódicos y los políticos engañaron al pueblo y éste alborozado los despidió hacia una victoria imposible. Luego los yankees acabaron lo que los cubanos habían comenzado y sus barcos fueron demasiado poderosos para los nuestros. Fueron obligados a salir del puerto, con el valor como única arma, por un gobierno que estaba muy lejos para conocer lo que de verdad estaba ocurriendo y solo pretendía anticipar el final menos deshonroso posible, aunque ya fuera tarde para salvar la honor. Los buques fueron embarrancando uno a uno, heridos por la flota enemiga que los esperaba al final de la estrecha dársena. Luego vendría la eterna espera del repatriado, las más dos semanas del largo viaje en un barco hacinado de hombres sin futuro.


Tras despedirse de su amigo, de regreso a casa, la cara de su padre cambió cuando vio a un soldado con harapos mendigando limosna en mitad de la calle. En otro tiempo él se habría indignado, le habría acusado de no ser digno de su uniforme, pero ahora ya no era el militar entusiasta que se había marchado a Cuba y sólo pudo mirar a otro lado, aunque eso le dolió aún más porque era lo que todo el país estaba haciendo, tratando de esconder su dolor entre el olvido. Y es que después de la guerra algo había cambiado en las vidas de los habitantes de la vega.
Seis años más tarde Antonia dejaría las comodidades de su casa para casarse con un gañán, veinte años mayor que ella, pero de una bondad infinita que siempre le acompañaría. José sólo había heredado de su padre el apodo que en el futuro también llevarían sus hijos: mitaílla, esa curiosa unidad de medida con la que aquel viejo campesino pedía en el bar el anís que le calentaba del frío de la vega. Y en su nueva pobreza Antonia recordaría aquellos días duros del regreso de su padre y siempre tendría la misma respuesta cada vez que oía alguna queja de boca de sus ocho hijos. La frase ha sobrevivido al tiempo y pervive en la memoria de la familia: más se perdió en Cuba. Lo que ella no sabía entonces es que aún es posible llegar a perder más.

La luz de noviembre vuelve a entrar por la ventana, la habitación de mi hija está ahora en calma, las hojas descuidadas del jardín le susurran otro otoño a la mañana. En la pared unos gorriones anaranjados y azules siguen piando una larga historia: la del tatarabuelo que regresó de Cuba con una derrota, la de la bisabuela que bordaba pájaros y perdió un hijo en otra guerra, fusilado por unos canallas que sólo hablaban palabras de odio y de venganza, la de la abuela abandonada por todos que parió en la cárcel a su hija y a su amargura, la de madre que se crió en la noche azul de los hospicios y clausuró luego su pena en un convento, la historia que algún día, cuando encuentre las palabras, quiero contarle a mi hija para que no se duerma en el cajón del olvido.

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29 octubre, 2009

La pista falsa

Yo sigo insistiendo y presentandome al consurso de microrelatos de la Cadena Ser, pero el exito sigue tambien siendo esquivo. El de esta semana:
“El hombre lucía una inquietante sonrisa”. La frase apareció manuscrita en un papel dentro del bolsillo del cadáver. Entonces no sabíamos si lo había escrito el asesino o la víctima, pensamos que se trataba de una pista y analizamos con detalle lo que nos quería contar con esas palabras. Dejaba claro que no era una mujer, ni probablemente un viejo. Imaginamos un hombre de mediana edad. Completamos el retrato robot sabiendo que sonreía y nos quedaba por descifrar el motivo que generaba esa inquietud. Nos equivocamos. Ahora sabemos que el personaje nos engañó y él es el hombre que sonríe porque este cuento no tiene final.
Decía Ray Bradbury en su libro El arte zen de escribir que "al lector se le puede hacer creer el cuento más improbable si, a través de los sentidos, tiene la certeza de estar en medio de los hechos". Aqui el personaje se apropia de la libertad que aconsejan los manuales de escritura hasta el punto de tomarle el pelo al escritor y a los lectores. Parece que no he conseguido el objetivo, seguiré intentándolo.

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26 octubre, 2009

La tortura

He comenzado el curso de narrativa de la Escuela de esritura. El primer ejercicio trataba de plasmar un sentimiento concreto (que me habia tocado aleatoriamente) en un texto breve de menos de un folio. A ver si averiguais de cual se trata.

En la quietud de las paredes grises, desconchadas, la espera es breve. La puerta vuelve a abrirse y Roque entra con sus botas, sus correajes y su camisa azul arremangada, uniformado para continuar con la tortura. Aún lleva el olor del cigarro, que se mezcla ahora con el sudor de toda la noche, impregnando el aire del pequeño cuartucho con un hedor de amenaza. Coloca la pistola sobre la mesa como quien manda un último aviso y nuevamente comienza a golpearla con la rabia de quien lleva tres días sin conseguir su propósito.

Ni si quiera el amago de fusilamiento hizo que hablara. No se rindió ante el pelotón que la apuntaba amenazándola con hacerle perder lo poco que le quedaba. No entiende de dónde saca las fuerzas para resistir su silencio, con su marido huido y apartada de sus hijas, debería haberse desmoronado desde el primer momento y haberle contado algo hace ya tiempo. Necesita información que le lleve a alguna parte, que destruya, de una vez por todas, la resistencia de los que se esconden por los barrancos, de aquellos que no quieren enterarse que han perdido la guerra y alargan su lucha inútilmente. A Roque le desespera ese mutismo. Le cansa que, en el último momento, siempre se le escapen por los tejados y las alcantarillas, que el rumor de sus acciones vaya extendiéndose por toda Granada y su osadía esté convirtiéndose en una afrenta. El enemigo está vencido y no puede tener héroes. No soportó esa actitud durante el conflicto y menos ahora que la gloriosa victoria los ha puesto a todos en su sitio.

La calma tensa sólo ha sido un preludio para descargar nuevamente su furor brutal sobre su cara. Vuelve su sofoco, su cara enrojecida por la impotencia, la sangre que se sube por el cuello mientras no deja de golpearla con desprecio. Su víctima no entiende el odio que ve en sus ojos, el motivo de esa sed de venganza, el dolor que siente en su cuerpo por culpa de su cólera enfebrecida. No quiere que otros compartan su suerte, bastante tienen con tratar de sacar adelante a sus familias después de la derrota, con enmudecer su humillación y su tristeza. Los que le han obligado a callar durante los tres últimos años, ahora quieren que hable, que confiese los nombres de otros para que también sufran su venganza.

Roque se impacienta. Pregunta, golpea, grita, pero el interrogatorio está yendo hacia un callejón sin salida y, después de tantas horas, se le están acabando las opciones, siente como si su debilidad la hiciera más fuerte y eso le indigna por encima de todas las cosas. No comprende cómo esa mujer, embarazada de tres meses, le está ganando la partida.

Mi abuela María fue detenida en Noviembre de 1.941 estando embarazada de tres meses. En la ficha aparece como profesión “su sexo”, como si una mujer no pudiera hacer otra cosa que las labores domésticas de su casa. La causa contra ella la inició el teniente José Matamoros Mora el 24 de Febrero de 1.942. Su número es la 525 del legajo 820. Fue torturada. El 14 de abril de ese año nacía mi tía en la prisión de Granada. Su hija estuvo con ella hasta Octubre de 1.943 que fue cuando cumplió los 18 meses de vida. Poco antes de esa fecha, mi abuela preguntó por su sentencia, la respuesta que recibió fue condena de muerte. Fue una mentira y un signo más de tortura. En realidad fue sentenciada, con otras diez personas, el 27 de Enero de 1.944 a 10 años de prisión por ser cómplice de huidos a la sierra. Su marido había colaborado en alguna medida con los hermanos Quero, ejemplo de maquis, antes de que los maquis existieran en España (pero esa es otra larga historia). Fue indultada el 29 de Noviembre de 1.947. Ella es la verdadera protagonista y la mayor heroina de la novela que estoy preparando. Quiero agradecer a Juan Hidalgo Cámara, que sin conocerme de nada, me ha facilitado su ayuda para obtener esta información.

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18 octubre, 2009

El Valle de Lecrín

Como la esperanza es lo último que se pierde, me he vuelto a presentar esta semana al concurso de microrelatos de la Cadena Ser. Ya sabeis: a partir de una frase incial ya determinada (esta vez: Cielos, como brilla hoy el valle) y, en un máximo de cien palabras más, hay que construir una historia.

Cielos, como brilla hoy el valle. El torrente murmura las frías aguas de febrero. Liberados de los fusiles, las patatas calman el hambre de nuestra huida. Tuvimos suerte de alejarnos de aquella carretera maldita. Aún recuerdo las caras despavoridas de las mujeres y los niños en desbandada, el batallón motorizado de los italianos en el resuello, portando ese entusiasmo de los que acaban de entrar en guerra. La felicidad del miliciano siempre es breve. Imagino lo que están pensando esos falangistas, pero no lo que sentirá quien encuentre en una fosa mi cadáver y el de diecisiete compañeros. Esa otra espera durará más de setenta años.
Quiero agradecer a mi primo, Ernesto Rosales, que me explicara esta historia sobre como la Asociación Granadina para la Recuperación de Memoria Histórica recuperó el pasado verano los cuerpos de 18 milicianos fusilados sin juicio y enterrados en una fosa común. Tambien a mi mujer Laura, por su crítica siempre constructiva. Si quieres saber más sobre esta historia puedes leer:

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15 octubre, 2009

La represion en Granada en los meses posteriores al golpe de estado de 1936

Ahi va la segunda entrega sobre otros de los hechos históricos que pretendo narar en mi novela.

Mi tío-abuelo Francisco Álvarez López fue detenido a los pocos días del golpe de estado. Como todas las mañanas, fue caminado con unos amigos desde su casa en el pueblo de Churriana de la Vega hasta Granada, donde trabajaba como tornero en un taller mecánico. Era un hombre apuesto, al que le gustaba vestir bien, por lo que acostumbraba a ir elegantemente vestido hasta Granada y en unos lavabos del centro de la ciudad, cambiaba sus ropas por el modesto mono de trabajo. Esa mañana sin embargo no lo hizo y cuando lo detuvieron, encontraron entre su documentación su carnet de las juventudes socialistas.

Parece que ese fue el motivo por el que ingresó en prisión. Lo cierto es que antes de la guerra se había distinguido por su apoyo a los más débiles. Así, durante una huelga de los jornaleros que reclamaban mejores condiciones de trabajo y, ante la presión de los caciques del pueblo, que utilizaban el hambre de sus familias para acabar con la misma, mi tío Paco hizo repartir pan a los jornaleros que había en la plaza. Eso lo destacó como enemigo en un pueblo tan reaccionario como el que vivía. Francisco Álvarez también compartía nombre y apellido con el alcalde republicano de su pueblo. Más tarde también compartió su destino.


Mientras estuvo detenido, salió varias veces de la cárcel con un pelotón de trabajadores forzosos. En una de las salidas, mi tío-abuelo Salvador Enguix (que más tarde sería teniente del ejército republicano y caería herido en la batalla de Teruel, siendo apresado y recluido en un campo de concentración mientras la república lo daba por muerto), le propuso escaparse con él a Valencia. Ese día guardaba el pelotón un militar que era familia lejana y que durante todo el rato miraba hacia otro lado, invitando a la huida. Paco se negó a escapar porque no había cometido ningún delito y no creía temer por su vida.

Para entender mejor su historia es bueno conocer el entorno político y jurídico del momento. Tras el triunfo del golpe de estado el 20 de Julio de 1.936, la ciudad de Granada quedó aislada del resto del territorio nacional. Inmediatamente se puso en marcha de forma sistemática el uso del terror como arma de guerra y se detuvieron a miles de personas. El clima de violencia social que se venía desarrollando en los años previos a la guerra y el miedo a que las milicias obreras y campesinas retomasen la ciudad, originaron el inicio de los asesinatos masivos entre la población detenida en la cárcel. En la mente de las autoridades que formaban el aparato represor existió un elemento común: la aniquilación física de todas las personas con ideologías y principios diferentes a los sublevados.

El procedimiento más generalizado fueron las “sacas” de presos y su ajusticiamiento en los paredones del cementerio. Existieron para tal fin listas confeccionadas en el gobierno civil, pero también actuaron con total impunidad grupos de incontrolados o “escuadras de la muerte”. El saldo aproximado de esta barbarie fue de 10.000 asesinatos. Muchos de ellos fueron obreros y campesinos, militantes de base de sindicatos y partidos que se habían significado en la lucha por las conquistas sociales durante los años anteriores.

Pese a que el nuevo régimen convirtió desde el primer momento el catolicismo como el estandarte de la cruzada, comparando su victoria con la Toma de Granada por los Reyes católicos en 1.942 y organizando procesiones y misas multitudinarias sin descanso, la brutal represión motivó incluso las protestas del Arzobispo de Granada, Agustín Parrado, hacia el gobernador militar de Granada, el falangista Valdés Guzmán.

Los sublevados cambiaron el orden jurídico a su antojo hasta llegar al surrealismo. De entrada en sus bandos militares establecían una inversión perversa juzgando como rebeles a los que defendían el orden constitucional establecido. Hasta ese momento ningún civil podía ser juzgado por un tribunal militar, a partir de entonces cualquier persona podía ser sometida a un procedimiento militar. Así el 27 de Agosto de 1936 se publicó el Decreto nº 64 donde se ratificaba la preeminencia de la justicia militar sobre la ordinaria y se determinaba en la práctica se abrieran expedientes con largas listas de sospechosos y denuncias.

Llegaron incluso a realizar la mayor aberración jurídica posible: la retroactividad de las leyes. Es decir, podían juzgar con las nuevas leyes, los hechos ocurridos antes de la publicación de las mismas. El decreto 108 de 13 de Septiembre de 1.936 declaraba “fuera de la Ley todos los partidos y agrupaciones políticas o sociales que, desde la convocatoria de las elecciones celebradas en fecha 16 de febrero del corriente año han integrado el llamado Frente Popular, así como cuantas organizaciones han tomado parte en la oposición hecha a las fuerzas que cooperan al movimiento nacional”. A partir de ese momento, la simple pertenecía a un partido o a un sindicato podía conllevar la acusación de asociación ilícita y la apertura de un consejo.

Mi bisabuela Antonia buscando la forma de excarcelar a su hijo, consiguió que otras personas leales al nuevo régimen firmaran un documento certificando que Francisco no había cometido ningún delito. En la última visita le pidió a su madre que le llevara para comer cocido de col. El documento y la comida llegaron tarde: a las 6 de la mañana del día 22 de Octubre de 1.936 fue fusilado en las tapias del cementerio de Granada junto con otras 80 personas. Había nacido el 25 de octubre de 1.915. Le faltaban 3 días para cumplir 21 años. Su partida de defunción establece como causa de la muerte un escueto y frío “por arma de fuego”.


Esta información ha sido publicada el 26 de noiembre de 2.009 en la web http://www.todoslosnombres.org/ una web cuyo objetivo es dignificar la memoria histórica de miles de andaluces y que recomiendo su visita.

14 octubre, 2009

La "desbandá" de Málaga

Como ya sabéis, estoy haciendo un trabajo de investigación histórica, de cara a escribir una novela que dignifique la memoria histórica de mi familia en general y de mi abuela en particular. Iré incluyendo en el blog aquella documentación que me estoy preparando y que creo que puede ser interesante.

La “desbandá” que se produce tras la caída de Malaga en carretera hacia Almeria en febrero de 1.937 es quizás la mayor catástrofe humana de la Guerra Civil. Sin la repercusión en los medios ni en los libros de historia, que si tuvieron otras desgracias como el bombardeo de Guernika o el éxodo final a Francia, ha pasado desapercibida en la memoria. Ambos bandos además trataron de ocultar el hecho. Si analizamos los periódicos en la semana posterior a la caída de Málaga - aconsejo consultar la hemeroteca de ABC que está disponible en internet y que en sus ediciones de Sevilla (nacional) y Madrid (republicana) -, vemos que mientras los primeros, en un lenguaje florido y pomposo típico del NODO, se limitan a loar las gloriosas hazañas de sus soldados, los segundos, en su intento de evitar la desmoralización en territorio republicano, se centran en denunciar la intervención de tropas italianas en la caída de la ciudad y apenas dan noticias sobre el drama humano que estaba teniendo lugar: más de 100.000 personas (en su mayoría mujeres y niños) que huyen caminando más de 200 kilómetros mientras la flota nacional los bombardea desde la costa y los aviones italianos y alemanes los acribillan.


Hay 2 páginas web que describen muy bien este hecho. La primera contiene además videos con entrevistas a personas que tuvieron la desgracia de vivir este hecho. La segunda contiene mucha documentación al respecto.
http://servicios.diariosur.es/lahuida/main.html
http://www.malaga1937.es/documentacion.html

También recomiendo un libro:
Carretera Málaga-Almeria (febrero de 1.937) de Jesús Majada y Fernando Bueno, Caligrama ediciones

Y una exposición donde se recogen las únicas fotografías que hay de la tragedia:
Norman Bethune. La huella solidaria.
Actualmente (Octubre y Noviembre de 2.009) está en el Centro de Exposiciones de Benamádena, pero es itinerante y ha recorrido ya diversas ciudades.



En youtube podemos encontrar tambien 2 videos muy interesantes:

La conquista de Málaga y la huida hacia Almería. Febr. 1937. 1ª Parte

La conquista de Málaga y la huida hacia Almería. Febr. 1937. 2ª Parte

Es cierto que durante el Gobierno de la República se cometieron en Málaga fusilamientos y tropelías y eso es execrable y no debe dejar de denunciarlse, pero para aquellos que quieren dar una visión igualitaria de la contienda y optar por una postura equidistante y falsamente neutral, Anthony Beevor, uno de los historiadores más reconocidos a nivel internacional, en su libro “La Guerra civil española” cifra en 1.500 los fusilados en Málaga durante el periodo republicano tras el 18 de julio. En la primera semana, tras la toma de la ciudad, calcula unas 3.500 personas ejecutadas por los fascistas. Desde el 15 de febrero de 1937 hasta agosto de 1944, 16.952 personas fueron condenadas a muerte y fusiladas en Málaga. No debemos olvidar que Carlos Arias Navarro, al que todos recordaremos su voz llorosa anunciando la muerte de Franco y conocido como “carnicerito de Málaga” fue la persona que como fiscal militar estuvo al frente de esa represión.

Mi abuela María muy probablemente vivía en ese momento en Motril, que cayó tambien a los pocos días en manos nacionales, por lo que tal vez huyera a Adra o La Rábita (donde nacío mi tía Encarna sólo unos meses despues) y debió presenciar esa huida. Sus hermanos Pepe, Concepción y Ángeles, que días antes habían iniciado una novelesca huida de su pueblo en las cercanías de Granada, tuvieron la intención inicial de llegar a Málaga, pero, a la vista de los acontecimientos, se dirigieron a Motril y posteriormente a Adra, por lo que muy probablemente tambien se vieron involucrados.

Creo que estos hechos merecerán un capítulo de la novela.


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27 septiembre, 2009

La carta

Después de ir colgando en el blog cosas que escribí hace muchos años, por fin algo escrito esta semana para el concurso de microrelatos de la cadena Ser. Las reglas son a partir de la primera frase que dan ellos, esta semana “Creen que es alergia, pero es amor” y con un máximo de 100 palabras más, construir una historia. Espero que les guste a ellos y tambien a vosotros…

LA CARTA.

Creen que es alergia, pero es amor. Durante los últimos días, los milicianos han estado librando escaramuzas entre los campos de trigo, presintiendo el inminente ataque de las tropas nacionales. Su joven capitán tiene los ojos llorosos, pero ninguno imagina lo que esconde sus pensamientos. Todos confían que la valentía y el arrojo que ha demostrado en el combate les guíe por última vez, por eso nadie sospecha que la causa no está en las espigas, sino guardada en un bolsillo de su guerrera: “He reescrito, hijo mío, mil veces esta carta. No sé cómo decirte que María murió hace tres semanas en un bombardeo”.

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25 septiembre, 2009

¿Otra novela sobre la guerra civil?

Aunque los últimos tiempos, la guerra civil se ha vuelto un tema recurrente en la literatura española y han aparecido múltiples libros, que han tratado de reflejar la contienda desde variados puntos de vista, a riesgo de ahogarme en una moda quizá pasajera, he decidido comenzar a escribir una novela sobre la guerra. Y hay varios motivos para ello.

El primero porque es una idea que lleva muchos años rondando mi cabeza. Aunque llevo muchos años sin escribir y ni siquiera tengo idea de por dónde se empieza una novela, creo que ha llegado el momento para darle forma esas historias, que desde niño me fueron contando y me parecían inverosímiles e interesantes como el mejor libro de aventuras.

El segundo motivo es porque sigue existiendo una desmemoria histórica colectiva, pero también individual, de muchos personajes reales que vivieron vidas y circunstancias de novela que nunca habrían deseado vivir. Aunque se escriban cientos de libros sobre el tema, ninguno de ellos contará la historia de mi familia en general, ni de mi abuela en particular. Y me siento con la obligación moral de contar esas historias para que no se pierdan el olvido, legándolas a las nuevas generaciones de mi familia y a todos aquellos que tengan interés en conocerlas.

Conforme más me adentro en esta aventura, más convencido estoy de que esta historia lleva años esperándome y que, pese haber renunciado a la escritura durante un tiempo demasiado largo, esa renuncia no por ello era una derrota final, sino que ha necesitado del tiempo y del momento para comenzar a ver la luz. Y aunque haya dedicado mi vida a otros oficios que pagan la hipoteca y sustentan la vida cotidiana, (oficios a los que muy probablemente la necesidad y la realidad me devolverán en breve), en lo más profundo, nunca había renunciado a la posibilidad ser un escritor.

Al empezar a escribir esta novela quiero disfrutar del placer de la escritura, aunque nada me librará del miedo al fracaso y al pánico a no estar a la altura. Quiero escribir la novela que me gustaría disfrutar como lector y pretendo ser fiel a la historia, sin que me ate más allá de la libertad creativa que voy a necesitar.

Hoy empieza un viaje que no sé a dónde me llevará, ni cuánto tiempo durará, pero en el que estoy seguro que disfrutaré de muchas sorpresas. Desconozco si tendré el valor de llegar hasta el final y si el resultado del mismo tendrá la calidad necesaria, pero creo que, de alguna manera u otra, siempre recordaré este día, el de la partida.

23 de Septiembre de 2.009

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17 septiembre, 2009

La pasión por los libros

Hacía tiempo que pensaba, preocupado, que la prisa de la vida me había inyectado esa enfermedad extraña que hace perder la pasión por los libros.

Pero en esta tarde larga de octubre descubrí, mientras me iba quedando sin la luz del día, angustiado porque no quería abandonar la lectura para ni siquiera encender una luz, que no había perdido el gusto por desgranar las palabras hasta poder oírlas, lo que ocurre sólo con los pocos libros que no se leen escritos, sino que te sorprenden en tu propio susurro de placer por la literatura, tampoco me había olvidado de la capacidad para inventar las imágenes que me producía, ni la sensibilidad ante el olor suave del papel de esas páginas impresas…

Simplemente se trataba que llevaba demasiado tiempo sin leer una maravilla.

Escrito al acabar de leer Memoria de mis putas tristes de Gabriel García Márquez

16 septiembre, 2009

Lanzarote

Lanzarote, Abril 2004

Escribo desde la frialdad comercial de un aeropuerto, esa pulcritud ordenada de tiendas y de bares, donde los pasajeros tristes empiezan ya a recordar los momentos recientemente vividos, ese feliz inventario de recuerdos y sensaciones que quedan como bagaje de unos días de finales de abril que, en Lanzarote, nos han sumergido en la luz y el color de la primavera, dejando por fin atrás el gris cansino del invierno madrileño. Es necesaria la luz en abril, como lo son las flores, los colores. El aire tibio y la línea del horizonte, dibujada en un mar de azul profundo, que apenas huele aquí a sal.


Esta isla es de una belleza primaria, simple, casi sobrecogedora. La primera mañana, aún con el sueño de la madrugada en el cuerpo, en ese estado algo irreal que produce la mezcla de excitación y el sueño del viaje, aterrizamos entre un mar de nubes, sin ver el contorno de las costas, con un cielo gris y oscuro con aires de tormenta, pero fue sólo un momento pasajero, la magia de los alisios que hace que el sol y las nubes se alternen en el día.

Desembarcamos de lleno en el paisaje lunar del Timanfaya, crestas de lava, colas de piedra líquida, solidificada en un momento lejano, escorias, dunas vírgenes nunca pisadas por huella humana…. Extrañas sensaciones que se agolpan en un momento y sorprenden agradablemente en una sinfonía de colores pardos, ocres, negruzcos, grises que toma la piedra y la arena, combinadas con paletas de color blanquecino, verde y carmín de algunos líquenes, le confieren al paisaje una perspectiva abstracta, desestructurada. El Timanfaya es un extraño museo natural, donde la piedra dibuja formas imposibles y el capricho de la lava se pierde entre geometrías de extraña belleza. El sonido del viento a lomos de un dromedario se mezcla con la risa fácil de algún turista monótono, pero hay que reconocer que el vaivén animal es una experiencia nueva para urbanitas como nosotros


El horizonte no tiene árboles, sólo algunos arbustos, de extraña belleza cuaternaria, sobreviven en estos ríos de lava, entre un silencio puro y antiguo crecen las aulagas. Si algo caracteriza a esta isla es la tranquilidad, la carencia de ruidos, esa belleza serena que relaja el espíritu, cautivándote desde el primer momento. La transición del estrés diario a ese sabor dulzón de los días de vacaciones se produce de forma rápida, invitándote a apurar casa sorbo de esas sensaciones tranquilas que vienes buscando.

El zumbido del geiser, el calor de la arena roja, la arquitectura de César Manrique integrada en el paisaje, pero sobre todo las formas, los colores, el silencio sobrecogen, como esas cepas semienterradas en los viñedos de Geria por curiosas construcciones de piedras amontonadas en medialuna, que llenan los campos de arenas oscuras con un mar de semicírculos que dibujan olas que no arriban a ninguna playa.



La fuerza paisajística de esta isla es extrema. El azar natural y la mano del hombre han dado forma a estos terrenos yermos y oscuros, sobre los que se alzan esa casa cúbicas de un blanco profundo que contrasta con la tierra. Y sobre el blanco, el color marrón oscuro de la madera, que se pinta en forma de postigos, puertas y ventanas. Es curiosa la querencia por la madera en una isla que carece de árboles, para dotar a sus casas de un orgullo añadido a su belleza y que, en algunas ocasiones, cambian el color oscuro de la madera por alegres verdes y azules de barcas de pesca, porque en estas aldeas de pescadores, algunos pintaban las puertas de sus casas del mismo color que sus barcas.

En una tarde gris de principios de mayo, con la cotidiana tranquilidad que produce el sofá en los domingos lluviosos, la lluvia renace el recuerdo aún cercano de Lanzarote, de su paisaje seco y yermo, de los hermosos nombres de sus pueblos: Haría, Yaiza, Punta Mujeres, Teguise… muchos de ellos parecen tener un marcado carácter femenino. El cielo nublado me trae el recuerdo de sus playas, la rara forma de Caletón Blanco, un arenal dorado que se introduce en un oscuro escorial de lava, al norte de la isla, cercano a la Graciosa, o la playa resguardada del papagayo en el sur, a la que se accede por caminos de tierra, en mitad de un parque natural.

La línea del horizonte, que se hace tan necesaria en este Madrid de edificios inmisericordes, es uno de los mayores placeres de Lanzarote: poderla contemplar continuamente, con un mar siempre azul muy próximo y una hermosa luz dorada que transmite paz. Por las mañanas esa luz te sorprende en la terraza del hotel, al fondo, entre la neblina, se dibuja la isla de Lobos y Fuerteventura y el sol se levanta reflejándose en los oscuros acantilados que dibuja la costa. Es agradable pasear oyendo el silencio roto por el trantrán del viejo motor de una pequeña barca de pesca. Aquí casi es posible parar el tiempo.

Recuerdo los sabores de la isla, el potaje canario y las papas arrugadas con mojo de un restaurante en Yaiza; el delicioso postre que comimos en el restaurante del Museo del Campesino, bienmesabe con helado de gofio; el arroz caldoso con almejas que cenamos en el bar del club de Puerto Calero, acompañado de un delicioso vino blanco de Lanzarote, el Bermejo, que es imposible encontrar fuera de la isla; la vieja , un pescado local de cierto parecido con el salmonete, los quesos de cabra… Ese inventario de sabores, paisajes, sensaciones de cuatro días tranquilos de abril, han sido un paréntesis para soñar la calma y llenar el alma de momentos agradables. Al final del camino, sólo esos momentos habrán valido la pena. Por eso lo escribo, para guardarlos, recordarlos y poder así volver a revivirlos.

Minneapolis

Escribo desde la penumbra de una habitación de hotel, mientras un sol rojo se pone en el horizonte de Minneapolis. La vista desde la ventana de la planta decimosexta del hotel Marriott se diluye en un gris brumoso. Hace apenas poco más de una hora, un sol dorado se reflejaba en los cristales de los rascacielos jugando a un juego de espejos infinitos que iba mostrando la silueta distorsionada de los edificios vecinos. El semicírculo gris de la autopista dibuja una hoz entre los edificios y a la izquierda, bajo los puentes, discurre el Mississippi. El viento apenas mueve una bandera de barras y estrellas en el edificio contiguo.


El sol se ha puesto totalmente. Pasan dos minutos de las nueve. Una extraña sensación de desamparo y cansancio de va apoderando de mi hasta aturdirme en un sopor despierto. El vuelo ha sido como siempre largo. Mi cuerpo siente que es bien entrada la madrugada y que debe quedar poco para amanecer, pero mis ojos lo contrarían con una puesta de sol. Que extraña se hace la noche en una habitación de hotel con el desvarío del horario. Quieta y callada la luz se va apagando y, como en un cuadro de Hopper, con la misma sensación de soledad y desamparo, las calles se vacían y las luces verdes de neón giran en la esquina de abajo, enmarcando un anuncio que no alcanzo a leer. Enfrente, un antiguo edificio de ladrillo, poblado de ventanas, te transporta a un paisaje onírico de película americana. En el fondo Minneapolis se parece a aquellas películas de bajo presupuesto, donde unos coches enormes cruzan la ciudad vacía como las almas en pena de los cuadros de Delvaux.

Minneapolis es una ciudad en mitad del medio oeste, pero recuerda a la imagen que tenemos de todas las ciudades americanas, siempre semidistorsionada por el cine. La geometría no se dibuja en horizontal, la vertical de los edifcios tiene aquí su importancia. Desde abajo sube un rumor sordo, pero continuo, del aire acondicionado.

Aún no son las seis de la mañana y la ciudad despierta bajo el mismo cielo nublado. El sol debe estar saliendo detrás de los rascacielos porque los tonos dorados empiezan a apuntar por el este. Desde la habitación se ve la inmensa extensión plana de edificios y árboles que hay al norte de la ciudad. Justo debajo se extiende Warehouse District, a la izquierda, como una inmensa tortuga blanca, Target Center, donde juegan los Timberwolves y la primera avenida, que concentra una buena parte de los restaurantes y bares de la ciudad.

Me espera el sopor aburrido de dos días de sesiones en un convención comercial anual, donde descubriré lo cuidada que tienen la dentadura los norteamericanos y la importancia que conceden a sus sonrisas.

Minneapolis, Junio 2.006.

01 septiembre, 2009

Córboba

(Apuntes de un viaje a Córdoba en 2.003).

Escribo desde un patio cordobés con olor a jazmín y fuente callada, donde ayer el rumor del agua gorgoteaba y hoy el silencio es el sonido más hermoso. Pocos sonidos son tan musicales como el agua de una fuente en un patio tranquilo, En un trozo de cielo, que apresan las paredes, miles de golondrinas viran en sus continuos vuelos, dibujando curvas que nos les llevan a ninguna parte, pero que distraen la mirada. La fuente de piedra está callada. En su círculo de agua tranquila flotan geranios, jazmines y unas pequeñas flores malvas. Un naranjo, un platanero y una palmera rodean la fuente junto a unos bancos de hierro.



Córdoba aún conserva restos del calor del verano que hace ya un par de semanas que se perdió entre sus días. Esta tarde de domingo que camina hacia la mitad de Octubre aún es cálida en el hotel Conquistador. La habitación 302 del tercer piso tiene una pequeña ventana que abre junto a la mezquita. Esta mañana al levantarnos, el sol comenzaba a brillar en la amarilla piedra arenisca y, apenas a una decena de metros, sobre una puerta lateral del edificio, se dibujaban varios arcos ciegos de dovelas blancas y rojas con albanegas de motivos florales.




En su interior, la mezquita es un bosque de columnas cercenadas por construcciones cristianas que rompen con la sencillez. Sobre las columnas, un juego de dobles arcos de herradura abren los espacios, que destruyen las paredes de capillas cristianas de recargados angelotes y platos de oro convertidos en custodia. Carlos I fue quien autorizó la construcción, sobre la mezquita, de la catedral. Dicen que lo hizo sin conocer la belleza que estaba a punto de destruir y que, años más tarde, cuando descubrió su error, expresó su arrepentimiento.


Córdoba es el sueño de un exiliado que vino de oriente y cruzó desiertos durante cinco años, huyendo de los asesinos que habían exterminado a su familia Omeya. Nieto de califa, tuvo que buscar el anonimato para sobrevivir a la persecución de los abbasies, que habían tomado el poder en Bagdad. Contempló el exterminio de su familia y, acompañado sólo por su liberto, alcanzó esta tierra de la que llegaría a convertirse en emir. Abd-al-Rahmán era su nombre y fue el fundador de una dinastía que embelleció Córdoba, una ciudad que se convertiría al final del primer milenio en la más poblada e importante de su tiempo. Una ciudad cuyo poder caería luego con estrépito en pocos años.

La visita a Córdoba deja el recuerdo gastronómico de los sabores locales, sabores de recetas antigua y simples, elaboradas con un estilo casero, que hace muy agradable el placer de degustar las naranjas “ picás” con bacalao, el salmorejo, el pisto, el estofado de rabo de toro, la sangre encebollada o los flamenquines en mitad de un ambiente popular.

Una de las sensaciones más agradables de Córdoba es callejear por la judería, perderse en el zoco, encontrarse unos pocos metros más allá en la Sinagoga y maravillarse por las paredes de estucos blancos de motivos florales, asomarse a la intimidad que deja al descubierto alguna puerta entreabierta que enseña su tesoro: el frescor de un patio lleno de macetas, ahora ya mustias en este otoño que llega.

El Guadalquivir se convierte en un río de aguas pantanosas y de cañaverales cuando se acerca a Córdoba. Es una paisaje de lodos y aguas embarradas donde nadan los patos, arbustos sobre los que revolotean las aves y una antigua noria árabe, la Albolafia que hace mucho que dejo de girar, pero se resistió a la estupidez de la católica reina Isabel que ordenó desmantelarla porque su ruido no la dejaba dormir, mientras se alojaba en los cercanos alcázares y planificaba como exterminar la cultura islámica que había prosperado durante ocho siglos en lo que entonces ni siquiera se llamaba España.

Esta ciudad guarda la decadencia de los lugares que llegaron a ser grandes, pero que tal vez nunca acabaron de creérselo. Una ciudad donde el judío Maimónides o el musulmán Averroes encontraron la tolerancia necesaria para difundir saber en mitad del oscurantismo medieval que asolaba Europa, pero que también acabó obligándoles a exiliarse a Marrakech a uno y al otro a El Cairo, anunciando la intolerancia que integristas como almohades y almorávides traerían consigo y que intentaron bajo la fuerza de las armas conservar un esplendor que ya nunca volvería a ser tan bello. Una ciudad donde Zyrab, otro exiliado de Bagdad, en este caso por ensombrecer a su maestro, compuso bellas músicas y trajo la modernidad de nuevas costumbres.

31 agosto, 2009

Pablo Neruda

Pablo Neruda escribió Veinte poemas de amor y una canción desesperada a la edad de 20 años. Creo que es uno de los mejores libros de poemas, describe el amor con la mirada apasionada y fresca de la juventud. Describe un amor que, pese al desgaste de los años, todos deberíamos de tratar de conservar con esa frescura.

Para que tú me oigas
mis palabras
se adelgazan a veces
como las huellas de las gaviotas en las playas.



He ido marcando con cruces de fuego
el atlas blanco de tu cuerpo.
Mi boca era una araña que cruzaba escondiéndose.
En ti, detrás de ti, temerosa, sedienta.



Me gustas cuando callas porque estás como ausente.
Distante y dolorosa como si hubieras muerto.
Una palabra entonces, una sonrisa bastan.
Y estoy alegre, alegre de que no sea cierto.



Ya me veo olvidado como estas viejas anclas.
Son más tristes los muelles cuando atraca la tarde.
Se fatiga mi vida inútilmente hambrienta.
Amo lo que no tengo. Estás tú tan distante.



Es tan corto el amor, y es tan largo el olvido.
Porque en noches como ésta la tuve entre mis brazos,
mi alma no se contenta con haberla perdido

30 agosto, 2009

Lisboa

(Notas apuntadas en mi diario de viaje en Lisboa a Marzo de 2.001)

La primera mañana en una ciudad que no conoces siempre viene acompañada de desorientación. Un intento inútil por encontrar puntos de referencia, decidir el orden de las visitas, diseñar el recorrido en el extraño espacio de un plano. Todas las ciudades tienen su epicentro y en Lisboa es Rossío, que es como se conoce popularmente a la Praça de Dom Pedro IV. Aquí se han celebrado corridas de toros, festejos, desfiles y hasta autos de fé de la Inquisición. Ahora es una concurrida plaza de edificios pombalinos, repleta de cafeterías. Está toda levantada por las obras y la estatua de Dom Pedro, el primer emperador del Brasil independiente, está completamente oculta tras unas lonas. Visto así, el Rossío no tiene el más mínimo encanto, como tampoco lo tienen las vecinas plazas de restauradores y la de la Figuera, ambas con el vientre al descubierto por las máquinas.

La Baixa entera parece estar en obras. Las cuadrículas de calles alineadas que contruyó el Marqués de Pombal tras el terremoto y que unen el Rossío con la Praça do Comerço, están mojadas por la lluvia y desangeladas en una maña de domingo de tiendas cerradas, con las sonrisas de los maniquíes dando un ambiente a la ciudad casi fantasma. Los lisboetas parecen haber desertado de su ciudad por unas horas. En los primeros momentos, la ciudad sorprende por una quietud extraña.

Al final de la Baixa, junto al río, se abre la Praça de Comerço. Aquí daba recepción a los visitantes ilustres y cuentan que el esplendor de la plaza era la primera mirada deslumbradora de la ciudad. Hoy, sin embargo, medio cubierta por la bruma atlántica, se dibuja gris y fría. Debe ser muy diferente la visión desde el Teixo o desde luego, no me siento embajador. En el centro de la plaza, como no podía ser de otra forma en Lisboa, hay una estatua ecuestre de un rey, cubierta por la patina verde del tiempo.



Subimos al eléctrico que es como aquí llaman a los tranvías, para dirigirnos a la Alfama. Siempre he pensado que hay dos cosas que le dan encanto a una ciudad: los tranvías y los ríos. Lisboa tiene ambos, aunque el río parece casi mar. Viajar en tranvía es perderte en el tiempo, sentir que vuelves a la época de tus bisabuelos. Las horas pasan más lentas y cansadas entre las cuestas. Desde un punto de vista práctico, no parece ser un gran medio de comunicación. No resistiría sus largas esperas si llegase tarde al trabajo, pero es fantástico para conocer la ciudad. Entre paradas, semáforos y atascos tienes tiempo a admirarla entre las ventanas de madera del tranvía.

Con la subida del tranvía por las callejas el tiempo se ilumina y el sol aparece tras una curva junto a la Sé, la catedral lisboeta. Serpenteado entre calles estrechas que suben hasta el Castelo, descubrimos la Alfama, el antiguo barrio de origen musulmán. En la cima, desde el Miradouro de Santa Luzía el sol se muestra ya por completo y, con la luz, la ciudad cambia y alegra el espíritu. El estuario del Teixo se muestra en su esplendor y la ciudad abajo parece que empieza a entrar en calor, el puente colgante de tonos rojos, los muelles, que aquí llaman docas

Dicen que en Lisboa hay más ropa tendida en las calles que en los armarios y al final va a resultar ser cierto. La Alfama es un mar de sábanas blancas secándose al sol después de la lluvia, una extraña visión de paredes gastadas, de brasas apagadas con olor a sardina y escalones que bajan.

Siempre es en el último día del viaje cuando tienes la sensación de que comienzas a tomarle el pulso a la ciudad. Siempre a la hora de la partida es cuando empiezas a encontrarle el rumbo a las calles, para, sólo algunas horas más tarde, darte cuenta de que has vuelto al rutinario conocimiento de tu geografía urbana.

Lisboa es una ciudad de paladar difícil. No es un amor a primera vista como puede serlo Venecia o París. Cuesta horas, días enamorarte de ella. La sensación de abandono, las paredes tristes, las esquinas gastadas, las eternas obras son una primera bocanada difícil de digerir. Pero cuando atraviesas la ciudad con el eléctrico 28 y vas desgranado el Barrio Alto, el Chiado, la Alfama, Graça... desde la ventana del tranvía, empiezas a sentir que es como aquellos tragos donde lo importante no es el sabor inicial, sino el buen gusto que deja en la boca.

Y el sabor de Lisboa es diferente. Subirse en sus elevadores es un placer que no encuentras en otras ciudades más deslumbrantes. Cuando ves como la Praça Restauradores se pierde en la curva de la Calçada de Gloria y empiezas a vislumbrar la luz del atardecer en las murallas del Castelo de Sao Jorge, por encima de los tejados, sientes que definitivamente la ciudad te ha atrapado. Desde la ventana del elevador de Gloria la ascensión te embriaga, parece como si Pereira fuera a salirse de la novela de Tabuchi y empezar a sudar la subida. En esta cuesta, el funicular serpentea entre las siluetas humanas y los coches aparcados salidos de las calles laterales y los hombres, vistos desde la altura del funicular, parecen más pequeños, menos importantes. La subida merece la pena, no ya sólo por el propio elevador, sino porque la meta es el Miradouro de Sao Pedro de Alcántara, desde donde la panorámica del Castelo y la Alfama es inmejorable, sobre todo con la puesta de sol del atardecer. Sobre la silueta de la colina también se dibujan el monasterio de Graça y la blanca iglesia de Sao Vicente de Foora, con sus torres simétricas construidas fuera de las murallas.

Lisboa es la ciudad de las siete colinas. Sólo así se entiende que haya tantos elevadores, pues no está sólo el de Gloria, también Bica, Santa Justa y Lavra. El de santa Justa es una curiosa construcción de hierro, diseñada por un discípulo de Eiffel, que une la Baixa con el Barrio Alto, cerca de la iglesia do Carmo, la que destruyó el terremoto de 1755 y se muestra hoy en ruinas, sin techo y abierta al cielo como un cadáver olvidado. Resulta extravagante ver juntas en el paisaje lisboeta a la iglesia y al elevador, la dejadez de la piedra y la arrogancia del hierro, lo antiguo y lo moderno.


El elevador de Bica sube hasta el Barrio Alto desde el río, justo detrás del mercado de 24 de Junio. Tras dejar atrás los olores de los puestos de comida, en mitad de una lluvia pegajosa, aparece de repente el elevador, oculto bajo el arco de una fachada que lo esconde. Estrecho y oscuro, apenas cabe una decena de personas, sube entre la lluvia, junto a las casas de la cuesta, que están tan próximas que casi puedes tocar sus puertas y, a través de sus ventanas, puedes ver la intimidad de los lisboetas, se muestra ante la mirada indiscreta del turista, que aparece como un invitado sorprendido entre las cortinas. Al inicio de la subida, la electricidad deja de funcionar y, durante unos breves segundos, el funicular queda suspendido en el espacio. Las bromas del conductor y las risas de una pasajera cincuentona acompañan el momento. Abajo queda el río Teixo, sus aguas casi grises, se reflejan entre la estrecha obertura de la cuesta.


En la Rúa Garret, corazón del Chiado, en la plaza junto a la cafetería A brasileira, la estatua de Pessoa sentada en una mesa te observa. A su lado, un indigente borracho apura, uno tras otro, tragos de un vino barato en un vaso de plástico recortado sobre una antigua botella de agua. La escena es impagable. Un mariquita medio loco corre de un lado a otro gritando sin cesar y haciendo proposiciones a algunos paseantes desconocidos. Al fondo de la plaza, un grupo de ricos presumidos entran sobre una larga alfombra roja en una fiesta de inauguración de una tienda de Hermés. La escena se vuelve más surrealista: Pessoa, el borracho barbudo, el mariquita loco y los ricos con sus trajes, corbatas y vestidos sacados de un pase de modelos. La vida en esencia, pobreza, locura y riqueza toda mezclada entre la gente que pasa.

El café A Brasileira sigue recordando a Pessoa, mesas de madera oscura y espejos dorados. No hay cafetería antigua que se precie que no refleje el paso de los años en sus gastados espejos. Seis perros tumbados al sol en la entrada de la iglesia de Santa Catalina duermen la tarde en una siesta tranquila mientras un anciano camina con una bolsa en la cabeza. Son escenas extrañas que sólo aquí pueden verse, en la última tarde en Lisboa, que traen recuerdos del viaje: el color de la piedra del Monasterio de los Jerónimos, extrema riqueza ornamental de estilo manuelino; el sonido de la lluvia arrojándose por las gárgolas del claustro; los carros dorados de bodas reales, cueros y terciopelos gastados del Museo de coches; la Torre de Betlem brillando con el sol tenue del agradecer, mostrándose altiva entre las olas; el sabor de la canela de los pasteis do nata de la Antiga Confeitaria de Betlem; el olor de las tiendas de café y de bacalao; esa melancolía atlántica a la que llaman saudade…

22 julio, 2009

A Eva In Memoriam

La ausencia es más dura cuando no permite el reencuentro. Escribí estos poemas en abril y noviembre de 1.990 al conocer, desde la distancia tardía del teléfono, la muerte de mi amiga Eva a sus 19 años, en un accidente de moto.

Todas las calles de abril gritan tu nombre,
y se visten de epitafio absurdo,
los tópicos han dejado de servir
porque tus ojos dormidos,
ese mar de infinito azul,
se han cerrado para siempre.
No queda lugar para las palabras,
sólo para los recuerdos
y el tuyo me pesa como la rabia
de los días que no pasan.
Tu muerte duele como diecinueve
puñales clavados en el asfalto.




Te recordaré prendida
a los bordes del pasado,
eclipsada lentamente
en el feroz abandono del tiempo,
cuando el desorden buscaba
algún ídolo inédito,
que alzara una penúltima
tregua con mi adolescencia,
cuando buscábamos conjuros torpes
para amarnos en la herida
de los besos imperfectos.
Ahora te siento lejana,
muerta en la nostalgia de aquellos años
Hay recuerdos que perfilan cansancio,
que gritan tu nombre breve
entre pasado y futuro,
en mi presente perplejo,
a los demonios fríos de la muerte.
Hoy tus formas se dibujan
en la ávida sombra del olvido,
van llenando de pañuelos
el cristal absurdo de la distancia.



Lo escribiré en la lluvia,
en la ausencia de tu nombre
y trenzaré tu recuerdo
entre los residuos de la memoria,
ahora que andarás muy lejos
jugando al escondite con la vida
y esa palidez eterna
de tus ojos tan azules
formen, en algún rincón,
un vestigio del reino olvidado.



Siempre vuelven aquellas sensaciones
con sabor a tierna palabra de amor
a beso aprendiz de portal oscuro,
será la cercanía del invierno
o el frío eterno que siento en las manos,
o aquellos viejos recuerdos
que regresan sólo de vez en cuando,
pero el café me ha sabido distinto,
un sabor dulce que se torna amargo
y he sentido tu muerte más cercana.




Hoy la tarde de noviembre
se ha disfrazado de pereza extraña
y el tedio gris de las horas de clases
me trae el aroma de la jacaranda
de aquel otro curso en el sur,
cuando los apuntes del instituto
dibujaban tu rostro
y la vida no tenía más sentido
que nuestro encuentro a las siete.




Recuerdo aquel año feliz
cuando las horas pasaban muy lentas
y, perdido entre frases de latín,
yo olvidaba la pizarra del aula,
esperando que acabaran las clases
y llegaran las siete para verte.

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13 junio, 2009

El viento entró desnudándote el alma

Escrito en el invierno de 2.004, esperando a Paula.

El viento entró desnudándote el alma
de aquellas hojas marchitas
que abandonó el otoño
perdidas en nuestra cama.
Sembró tu barriga de una incipiente
maternidad presentida,
acomodándose en el tenue espacio
que deja un abrazo,
donde el fruto esperanzado
se sumerge en las tranquilas
aguas de nuestro cariño,
esperando algo bueno de la vida.

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Quemé noches de naufragio

Poema escrito en Junio de 1.998 para ser leido el día de mi boda.


Quemé noches de naufragio
esperando tu mañana,
gasté todas mis botellas
con papeles de esperanza.

Nadie respondió a la cita
hasta que apareció tu alma,
y entendiste mis mensajes
como si tú los firmaras.

Miro tu cuerpo desnudo,
buque varado en mi cama,
con la proa hacia poniente
y el mar rompiendo en tu espalda.

El mar no cabe en un vaso,
ni el amor en mil palabras.
Deja que te hablen mis manos
Cuando el corazón se calla.
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20 mayo, 2009

Ángel González

Yo tenía dieciocho años cuando varios poetas me asaltaron el alma. Ángel González fue el último de ellos. Siempre recuerdo aquel curso en el instituto en Málaga, el aula apartada, cuyas ventanas daban al pequeño jardín con la jacaranda, estaba siempre reservada para la sensibilidad de los de letras. Aquel curso de COU descubrí a Ángel González y a la poesía de la generación del 50. Un poco hastiado de los poetas de planes de estudio de cursos anteriores, él tenía la frescura que hablaba de la vida y del amor de una forma sencilla y cotidiana. Lo que escribí en aquellos meses no dejó de ser una mala imitación de sus poemas.

Un hombre lleno de febrero
ávido de domingos luminosos,
caminando hacia marzo paso a paso

-

Yo sé que existo
porque tú me imaginas.
Soy alto porque tu me crees
alto, y limpio porque tu me miras
con buenos ojos,
con mirada limpia.

-

Yo no sé si me explico, pero quiero
aclarar que si yo fuese
Dios, haría
lo posible por ser Ángel González
para quererte tal como te quiero,
para guardar con calma
a que te crees tu mismo cada día

-

Inventario de lugares propicios al amor.
Son pocos.
La primavera está muy prestigiada, pero
es mejor el verano.
Y también esas grietas que el otoño
forma al interceder con los domingos
en algunas ciudades

-

Escribir un poema se parece a un orgasmo:
mancha la tinta tanto como el semen.

-

Cuando tengas dinero regálame un anillo,
cuando no tengas nada dame una esquina de tu boca,
cuando no sepas que hacer vente conmigo
pero luego no digas que no sabes lo que haces

-

Todo lo consumado en el amor
no será nunca gesta de gusanos.

-

Escribir un poema: marcar la piel del agua.

-

Esto es un poema.
Aquí está permitido
fijar carteles,
tirar escombros, hacer aguas
y escribir frases como:
Marica el que lo lea.

15 mayo, 2009

Poesía erótica

En el año 93 me sorprendió escribir poesia erótica. Me salió de una forma extrañamente natural y me resultó extremadamente dificil que las palabras apenas insinuaran, no sobrepasar la línea, pero dibujar imágenes suficientemente reveladoras. Muchos años después volví a releer aquellos poemas y afortunadamente la mayoría de ellos murieron en la papelera. Con algunos trozos he ido hilvanando en las últimas semanas lo que ahora aquí expongo, lo que aún estoy trabajando.

Hay un árbol plantado en mitad de cuerpo,
tus labios son palomas
posadas en sus ramas,
un mar de espumas desbordadas.


-
En tu entrepierna mis labios
son dos esclavos ciegos
que enmudecen despacio
junto a las algas muertas
en la orilla de tu sexo.

-

La proa de mi nave enfila la niebla.
La furia de tus ojos desata la tormenta.
Dos suspiros flotan ahogados.
El placer es un barco sin rumbo,
tus pechos dos ánforas piadosas, exquisitas.
Un faro arroja luz en la borrasca
de oscuras caracolas.



-

Mi historia fue una lenta
transhumancia de cuerpos
hasta llegar a tu secreto de amapola.
Hoy escancio los licores afrutados
que en tu cuerpo tomaron refugio
y, entregado a tu grupa,
despeño mis armas de antiguo cazador.

-

En tu ensenada de musgo,
ese hermoso triángulo de corales,
hundo el ancla cetácea de mi barco.
Navegante ancorado,
con el mástil desnudo de ropajes,
desembarco en el médano sembrado
de tus jugos marinos,
devorador de espumas,
donde las aguas lamen las arenas.


-

Somos dos amantes ciegos
que en la blancura del lecho
dibujan la geografía del mundo,
porque es tan hermoso amarse despacio,
con la mirada con la que conversa
el deseo cuando solo reina el silencio
y mis dedos corsarios roban caricias
en el escenario de tu cintura.

-

Las sábanas, casi desvanecidas,
que ocultan mi cansancio
son la superficie de un abrazo,
el testigo callado
del vértigo efímero que estremeció
el sonido gutural de la noche.

-

El tiempo es un epitafio que deshoja fantasmas
en una noche larga e inútil
como la ceniza de un cigarro olvidado,
mientras apuro los minutos
como se apuran las verdades
que siempre fueron mentira
y el deseo me recuerda el sumidero
tentador de tu escote,
laberinto de locos extravíos.

-

Hay plumas que trazan la arista
dura de un lamento
y, en cada gota de tinta,
las palabras dibujan alabastro entre tus piernas.
Quiero plasmar el aprendizaje de tu piel
en un manifiesto de hombre enamorado,
describir tu cuerpo en una línea,
que el perfil de la caligrafía
se asemeje a tu espalda dormida
.

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