16 septiembre, 2009

Lanzarote

Lanzarote, Abril 2004

Escribo desde la frialdad comercial de un aeropuerto, esa pulcritud ordenada de tiendas y de bares, donde los pasajeros tristes empiezan ya a recordar los momentos recientemente vividos, ese feliz inventario de recuerdos y sensaciones que quedan como bagaje de unos días de finales de abril que, en Lanzarote, nos han sumergido en la luz y el color de la primavera, dejando por fin atrás el gris cansino del invierno madrileño. Es necesaria la luz en abril, como lo son las flores, los colores. El aire tibio y la línea del horizonte, dibujada en un mar de azul profundo, que apenas huele aquí a sal.


Esta isla es de una belleza primaria, simple, casi sobrecogedora. La primera mañana, aún con el sueño de la madrugada en el cuerpo, en ese estado algo irreal que produce la mezcla de excitación y el sueño del viaje, aterrizamos entre un mar de nubes, sin ver el contorno de las costas, con un cielo gris y oscuro con aires de tormenta, pero fue sólo un momento pasajero, la magia de los alisios que hace que el sol y las nubes se alternen en el día.

Desembarcamos de lleno en el paisaje lunar del Timanfaya, crestas de lava, colas de piedra líquida, solidificada en un momento lejano, escorias, dunas vírgenes nunca pisadas por huella humana…. Extrañas sensaciones que se agolpan en un momento y sorprenden agradablemente en una sinfonía de colores pardos, ocres, negruzcos, grises que toma la piedra y la arena, combinadas con paletas de color blanquecino, verde y carmín de algunos líquenes, le confieren al paisaje una perspectiva abstracta, desestructurada. El Timanfaya es un extraño museo natural, donde la piedra dibuja formas imposibles y el capricho de la lava se pierde entre geometrías de extraña belleza. El sonido del viento a lomos de un dromedario se mezcla con la risa fácil de algún turista monótono, pero hay que reconocer que el vaivén animal es una experiencia nueva para urbanitas como nosotros


El horizonte no tiene árboles, sólo algunos arbustos, de extraña belleza cuaternaria, sobreviven en estos ríos de lava, entre un silencio puro y antiguo crecen las aulagas. Si algo caracteriza a esta isla es la tranquilidad, la carencia de ruidos, esa belleza serena que relaja el espíritu, cautivándote desde el primer momento. La transición del estrés diario a ese sabor dulzón de los días de vacaciones se produce de forma rápida, invitándote a apurar casa sorbo de esas sensaciones tranquilas que vienes buscando.

El zumbido del geiser, el calor de la arena roja, la arquitectura de César Manrique integrada en el paisaje, pero sobre todo las formas, los colores, el silencio sobrecogen, como esas cepas semienterradas en los viñedos de Geria por curiosas construcciones de piedras amontonadas en medialuna, que llenan los campos de arenas oscuras con un mar de semicírculos que dibujan olas que no arriban a ninguna playa.



La fuerza paisajística de esta isla es extrema. El azar natural y la mano del hombre han dado forma a estos terrenos yermos y oscuros, sobre los que se alzan esa casa cúbicas de un blanco profundo que contrasta con la tierra. Y sobre el blanco, el color marrón oscuro de la madera, que se pinta en forma de postigos, puertas y ventanas. Es curiosa la querencia por la madera en una isla que carece de árboles, para dotar a sus casas de un orgullo añadido a su belleza y que, en algunas ocasiones, cambian el color oscuro de la madera por alegres verdes y azules de barcas de pesca, porque en estas aldeas de pescadores, algunos pintaban las puertas de sus casas del mismo color que sus barcas.

En una tarde gris de principios de mayo, con la cotidiana tranquilidad que produce el sofá en los domingos lluviosos, la lluvia renace el recuerdo aún cercano de Lanzarote, de su paisaje seco y yermo, de los hermosos nombres de sus pueblos: Haría, Yaiza, Punta Mujeres, Teguise… muchos de ellos parecen tener un marcado carácter femenino. El cielo nublado me trae el recuerdo de sus playas, la rara forma de Caletón Blanco, un arenal dorado que se introduce en un oscuro escorial de lava, al norte de la isla, cercano a la Graciosa, o la playa resguardada del papagayo en el sur, a la que se accede por caminos de tierra, en mitad de un parque natural.

La línea del horizonte, que se hace tan necesaria en este Madrid de edificios inmisericordes, es uno de los mayores placeres de Lanzarote: poderla contemplar continuamente, con un mar siempre azul muy próximo y una hermosa luz dorada que transmite paz. Por las mañanas esa luz te sorprende en la terraza del hotel, al fondo, entre la neblina, se dibuja la isla de Lobos y Fuerteventura y el sol se levanta reflejándose en los oscuros acantilados que dibuja la costa. Es agradable pasear oyendo el silencio roto por el trantrán del viejo motor de una pequeña barca de pesca. Aquí casi es posible parar el tiempo.

Recuerdo los sabores de la isla, el potaje canario y las papas arrugadas con mojo de un restaurante en Yaiza; el delicioso postre que comimos en el restaurante del Museo del Campesino, bienmesabe con helado de gofio; el arroz caldoso con almejas que cenamos en el bar del club de Puerto Calero, acompañado de un delicioso vino blanco de Lanzarote, el Bermejo, que es imposible encontrar fuera de la isla; la vieja , un pescado local de cierto parecido con el salmonete, los quesos de cabra… Ese inventario de sabores, paisajes, sensaciones de cuatro días tranquilos de abril, han sido un paréntesis para soñar la calma y llenar el alma de momentos agradables. Al final del camino, sólo esos momentos habrán valido la pena. Por eso lo escribo, para guardarlos, recordarlos y poder así volver a revivirlos.

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