01 diciembre, 2014

El regreso a Lisboa

Recuerdo la primera vez que oí hablar de Antonio Muñoz Molina porque el lugar y el interlocutor forman parte de esos recuerdos que no se pueden olvidar. Fue la tarde de Nochebuena de 1990, en la casa que el poeta Luis García Montero tenía en la granadina Avenida Cervantes. Había conocido a Luis esa misma mañana en la barra de los Billares Enguix. Mi primo Ernesto Enguix le había citado allí con la intención de presentármelo: yo por aquel entonces era un veinteañero que soñaba con ser poeta y había releído infinidad de veces su Diario Cómplice, uno de los libros de poesía por lo que sigo teniendo hoy una admiración especial. Los billares de mis primos Ernesto y Paco estaban muy cerca de la Universidad y durante los últimos años del franquismo y los primeros de la democracia habían sido lugar para juegos recreativos, cafés, copas y conversaciones, pero también para reuniones políticas semiclandestinas o para esconder propaganda del Partido Comunista. Mis primos conocieron a Luis por ambos motivos.

Esa tarde especial en la que las personas normales se dedican a preparar la Nochebuena, Luis me recibió en su casa para hablar de poesía. Ya casi al final de la conversación, reclinado con comodidad en el sofá del salón y después de llevar un par de horas charlando sobre poetas, me preguntó si había leído algo de un novelista: Muñoz Molina. Yo entonces estaba tan obsesionado con los versos que apenas leía novelas, pero él me recomendó con insistencia un libro que Antonio acababa de publicar: El invierno en Lisboa.

Un par de meses después, debía ser una de esas primeras tardes de primavera, me senté en la cafetería de la Facultad de Derecho de la Autónoma de Barcelona. Recuerdo que fue junto a una de aquellas largas mesas apilables, rodeadas por enormes columnas de cemento y cristaleras que daban al césped del campus. Tenía una hora libre antes de enfrentarme a una larga clase de Derecho Civil y decidí avanzar con la historia que había llevado a Santiago Biralbo a Lisboa. Nunca fui a aquella aburrida clase. El siguiente recuerdo que siguió al sabor del cortado de las cuatro de la tarde fue el de las páginas acabadas del libro y una imagen: centenares de patas de las sillas giradas sobre las mesas y las limpiadoras fregando el suelo de una cafetería a punto de cerrar y casi en penumbras.
Desde ese día, en el que quedé prendado de una voz narradora que no sabía de dónde había salido, pero que me contaba, con una proximidad y de una forma fresca y diferente, una historia de amor, música y huida, he disfrutado mucho con la lectura de las novelas y los artículos de Muñoz Molina. Hace un par de años quise volver a aquella historia del invierno lisboeta, pero hay libros que cuelgan de un momento y unas circunstancias concretas y, de la misma forma que nunca he intentado revivir la desbordada pasión adolescente que me producían las aventuras de Julio Verne o Emilio Salgari, decidí que esa lectura debía quedarse como las sillas colocadas boca abajo de la cafetería donde la acabé.

Pero hay deudas que necesitan ser saldadas y ciudades a las que uno regresa, después de mucho tiempo, tan cambiado como sus circunstancias. Como la sombra que se va, la última obra de Antonio, me ha llevado de nuevo a la capital portuguesa para aprender muchas cosas.

Algunos escritores sustentan toda la trama en el frágil hilo de su propia imaginación y, cuando consiguen una punta de la que tirar, van desmadejando los sucesos a los que enfrentan a sus personajes con una pasión inconstantemente satisfecha. Otras veces, el valioso material de la realidad se presta como un tesoro inesperado para entretejerse con la ficción. Hay quienes pensarán que debe ser más difícil crear una novela desde la nada más absoluta, pero desconocen la dificultad que conlleva alzar el vuelo con la pesada –y a la vez maravillosa- carga de los hechos que les sucedieron a personas con nombres y apellidos verdaderos en unas fechas muy concretas.

Cuando decidí novelar la vida de mi abuela no podía imaginar que el azar pondría a mi disposición documentos que ni siquiera sabía que existieran: en el sumario del consejo de guerra se puede leer de forma confusa pero dramática los sucesos novelescos de su detención, tras una larga madrugada de disparos y muertes. En él se acumulan los telegramas, las diligencias, los atestados, las declaraciones que explican los detalles de su sufrimiento en un juicio sin garantías, que continúa luego a través de su expediente penitenciario para explicarnos su vida en la grisura de las cárceles franquistas, alejada de sus hijas.

Esos papeles, que me llenaron los ojos de lágrimas, me estaban aportando datos maravillosos que demostraban que la realidad puede ser mucho más novelesca que la ficción más elaborada, pero detrás del detalle más minúsculo existía una trampa literaria: las palabras escritas por los torturadores, los guardias, los diferentes eslabones del aparato judicial y penitenciario no reflejaban lo más mínimo lo que pasaba por la mente de mi protagonista.

“Es asombroso todo lo que se puede llegar a saber de una persona de la que en el fondo no se sabe nada, porque nunca dijo lo que más habría importado que dijera”

Una lista de acontecimientos no son nada si no sabemos ver la mente y el alma de la persona que los vive, un inventario de objetos son sólo puro atrezzo si no cobran vida con los personajes. Yo, que ando perdido desde hace demasiado tiempo en esas obsesiones de aprendiz de novelista, he disfrutado –y aprendido- mucho con Como la sombra que se va.


En la narración de la huida del asesino de Martin Luther King –sería difícil encontrar un personaje más transparente, más anónimo, más “muñozmoliniano” como James Earl Ray- uno puede descubrir la maestría necesaria para convertir la información en historia para una novela. Y si Truman Capote supo hacerlo de forma magistral en A sangre fría, gracias al conocimiento personal de los protagonistas, Muñoz Molina se tiene que conformar aquí con  el uso inteligente del material verídico que aparece en los informes policiales y con un arma -aún mas poderosa- que le permite dar luz a algunos vacíos: la imaginación.

Me apasiona esa insistencia en reconstruir los detalles mínimos, acumulados en un inventario prolijo de objetos auténticos: mapas, periódicos, maquinillas de afeitar usadas, monedas de escaso valor, gastados billetes de diferentes países…

Pero este libro no relata una única huída. Por la calles de Lisboa no sólo se esconde un asesino, también un escritor joven e inseguro que busca los paisajes que le ayuden a escribir la novela que tiene a medias en su cabeza, la que le va a cambiar su vida aunque en ese momento él aún no lo sepa; un novelista que regresa década después, ya famoso y consagrado, a encontrar nuevamente otros paisajes y se encuentra con la necesidad de confesar sus dudas, sus remordimientos.

Siempre me han deslumbrado las voces narradoras de Muñoz Molina, ese testigo que nos cuenta la historia desde una primera persona que no sabemos situar, pero que nos lleva por donde quiere, siempre muy cerca de los protagonistas. En este caso logra introducirnos en la mente del asesino, de la víctima, del escritor que fue y del que es hoy, de los personajes que los rodean a todos, saltando de uno a otro, alternando las diferentes miradas: “Escribir ficción es ver el mundo por los ojos de otro, oírlo con otros oídos”

Pero hay algo en este libro que tiene un gran valor, especial, diferente. En las clases de escritura y en los manuales de narrativa enseñan a construir personajes, a tramar historias, a contarlas de forma que atrapen al lector. Eso se puede aprender sobre todo en la lectura de los maestros, pero en ningún lugar explican cómo combatir “la costumbre del desánimo y el veneno de la inseguridad”, como tampoco enseñan a luchar contra el remordimiento. Antonio da aquí clases magistrales al respecto:

“Cada página acaba siendo un suplicio desganado”

“Ni un solo día en mi vida me he sentado a escribir sin una sensación abrumadora de imposibilidad y desánimo”

“Hay un remordimiento de todas las páginas que se han dejado de escribir, una contabilidad negativa de las palabras que habrían existido sobre el papel al final de una tarde precisa si en vez de haber  llevado al hijo al pediatra o haber acudido a un acto público uno se hubiera quedado trabajando”

Como expliqué hace un par de años en este blog, no hay mejor manual de narrativa que la lectura combinada de Madame Bovary, las cartas que Flaubert le enviaba a su amante, Louise Colet, mientras escribía esa novela y en las que le describía su sufrimiento durante el proceso creativo y el deslumbramiento que le produjo como lector a Mario Vargas Llosa, que relata en La orgía perpetua.

En Como la sombra que se va, la novela se funde con su proceso creativo y con el aprendizaje como escritor de un novelistas al que admiro porque su maestría es un espejo donde aprender que ofrece consejos maravillosos:

“Escribir era envolver a las personas y a los lugares en un celofán de belleza ilusoria, situarlos enaltecidos en una geografía fantástica”

“Equivocarse en un nombre es condenar a un personajes a la inverosimilitud”

“La novela es un ascua que ha de seguir brillando bajo la ceniza enfriada mucho después de que se hayan apagado las llamas, un tizón que uno ha de llevar consigo, encendido y secreto, como un nómada primitivo, mientras cruza por todo lo que no es el acto de escribir”

“Una novela es un estado de espíritu, un interior cálido en el que uno se refugia mientras escribe, como un capullo que va tejiendo hilo a hilo desde dentro, encerrándose en él, viendo el mundo exterior como una vaga claridad al otro lado de su concavidad traslucida. Una novela se escribe para confesarse y para esconderse. La novela y el estado particular de ánimo en el que es preciso sumergirse para escribirla se alimentan mutuamente."

"La imaginación narrativa no se alimenta de lo inventado sino de lo sucedido"

"La novela se hace con todo lo que sé y con todo lo que no sé, y con la sensación de ir tanteando sin encontrar nunca un contorno narrativo, preciso, porque cada historia lleva a otra en lugar de cerrarse sobre si misma."

Como ya no soy aquel veinteañero que soñaba con ser poeta -ahora mantengo el empeño, a veces ilusorio, de escribir una novela-  me gustan los libros que se convierten en un aprendizaje. Como la sombra que se va es mucho más que una novela, un libro para disfrutar y también para aprender.

3 comentarios:

  1. Acabo de terminar "El final de Sancho Panza..." de Trapiello, y mañana empezaré "Como la sombra que se va". He leído alguna crítica y dicen que es tan deslumbrante como "El jinete polaco". Fíjate que de AMM yo empecé leyendo "El invierno en Lisboa" pero no me deslumbró. Hasta que no leí "El jinete polaco" no me enamoré de este autor. Después situaría "Sefarad" y los cuentos de "Nada del otro mundo". "La noche de los tiempos" no acabó de convencerme. Con la nueva novela de AMM espero disfrutar como la primera vez.

    Sandra Suárez

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  2. Sandra:
    Tras descubrirlo en El invierno en Lisboa, leí El robinsón urbano y Diario de Nautilus, donde se recogían los primeros artículos que había escrito para un periódico de Granada, Ambos libros están llenos de marcas de rotulador amarillo, un amarillo ya muy gastado por el paso de los años. A mi sobre todo me gustan sus artículos porque condensan en pocas palabras ideas luminosas. Me acerqué a El jinete polaco con cierto resquemor por el Premio Planeta. Como la sombra que se va para mi es algo más que una novela porque no sólo cuenta una historia, sino también el sufrimiento, el oficio y las dudas que se necesitan para contarla. Es probable que la persona que sólo busque leer una novela no acabe de asimilar todo lo que la rodea, pero hay es donde quizás esté su grandeza. Yo he empatizado mucho más con la voz del escritor que con la del asesino y creo que el primero acaba siendo más protagonista que el segundo. Las novelas están llenas que asesinos que se esconden y me parece más interesante los escritores que salen de su escondrijo para mostrarlo. Espero que disfrutes de su lectura

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  3. Creo que si se sacaran los capítulos que hablan de la propia vida de Antonio (El viento de la luna, Ardor Guerrero, El Jinete polaco y ésta (llevo leídas 60 páginas), más muchos de sus artículos y muchas de sus entradas de su blog, tendría ya casi hecha su autobiografía.
    Como vislumbré, Como la sombra que se va, se va a convertir en una de mis favoritas.
    Magnífica reseña, José María.

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