23 octubre, 2014

Maldita casualidad.

Anoche me fui a dormir con las últimas páginas de una novela de Ramiro Pinilla: Antonio B. El Ruso, ciudadano de tercera. Hoy, trágica casualidad, he leído en el periódico la noticia de su muerte.



Hace algunos años conocí a este escritor vasco por un texto breve que Ignacio Martínez de Pisón recopiló para un libro maravilloso, titulado Partes de Guerra, donde se trataba de dar una visión caleidoscópica de nuestra guerra civil a través la mirada de una veintena de narradores.

“Para los Altube la guerra comenzó a las cinco de la tarde, cuando Marcos entró en la cocina diciendo que se lanzaba al monte con la escopeta y que le envolvieran un bocadillo”. Así comenzaba el relato Julio del 36 y de seguida descubrí que acababa de conocer a uno de esos escritores por los que no puedo evitar sentir una enorme empatía.

Me gustan sus frases cortas, a veces incisivas como un cuchillo; la cadencia ágil de su narrativa, desnuda de artificios, que invita a seguir leyendo. Acabo de leer en diario El País un artículo hermoso de Fernando Aramburu en honor a Pinillla, su título: La prosa que no se nota, es la mejor manera de calificar su forma de narrar.

Escribir una frase brillante es más fácil de lo que parece, incluso escribir un párrafo magistral puede estar a la altura de un aprendiz de escritor cualquiera, pero lo verdaderamente difícil de una novela es que fluya como un río y que las palabras broten y se junten unas con otras y se alarguen durante páginas para contar una historia que no puede dejar de leerse. Es lo que me he pasado con la historia de El Ruso desde la primera frase:

“Me llamo Antonio Bayo, pero cuando madre me echó al mundo, una mujer que estaba allí dijo: “¡Leches, si es rubio como un ruso!”. Así que no vaya usted a Las Cabreras preguntando por Antonio, porque desde entonces todo el mundo me conoce por “el Ruso”.



A Ramiro Pinilla le gustaba contar las historias de las gentes sencillas que se enfrentaban a momentos de gran dramatismo con una naturalidad pasmosa: el joven que pide un bocadillo para marchar a la guerra, los soldados que detienen los disparos para oír la misa del domingo, o el joven Ruso que responde a los interrogatorios de los jueces con la verdad que le otorgaba el hambre y a las palizas de la Guardia Civil con las mentiras de la necesidad.

Para el lector es imposible no compartir el sufrimiento de el Ruso, sentir lástima por él, llegar incluso a saborear su hambre o los breves momentos de felicidad en mitad de una vida de desgracias, torturas e injusticias. Y cuando los personajes hablan, vuelan los diálogos con una naturalidad pasmosa, esa que, aunque no lo parezca, resulta muy, muy difícil de escribir.

En la literatura podemos encontrar a los que alcanzan el éxito con facilidad y a los obreros que trabajan duramente la palabra para conseguirlo. Ramiro Pinilla fue de los segundos. La fama y la consagración quizás le llegaron tarde, pero las palabras no entienden de plazos y la suyas nos quedarán para que podamos disfrutarlas muchos años. En mi lista de lecturas pendientes tengo varias novelas suyas. Cuentan que tardó quince años en escribir la historia de una saga familiar a lo largo de varias generaciones que dibuja en Verdes valles, colinas rojas. Sé lo duro que puede llegar a ser ese intento y lo admiro. Se nos fue el escritor. Nos quedan sus palabras.

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