Es para mi un honor y motivo de orgullo que Antonio Muñoz Molina, uno de mis escritores favoritos y una de las pocas personas a la que admiro, haya publicado mi cuento Bombones en su web
Estoy recogiendo las palabras dormidas en el cajón del olvido, los viejos poemas, los relatos, los diarios de mis viajes… , los quiero acompañar de algunas de las citas y las lecturas que más me gustaron.
Indice de contenidos
- Trabajo de investigacion para la novela (92)
- Esos libros maravillosos (66)
- Cajón desastre (49)
- Guerra Civil (43)
- Los personajes que no caben en mi novela (32)
- El proceso creativo (31)
- Desbandá (25)
- Guerra Carlista (19)
- Relato (17)
- Citas (13)
- La retirada (12)
- Diario de viaje (11)
- Guerra de Cuba (8)
- Poesía (7)
- Los Quero (6)
- 2ª Guerra Mundial (5)
- Brigadas Internacionales (5)
- Exilio Republicano (4)
30 diciembre, 2011
29 diciembre, 2011
La lista de los cuarenta nombres
Hace
unos días estuve hojeando un volumen gordo que languidecía en los estantes de
una librería. “Los últimos días de García Lorca” no tenía más interés que el de
su autor, Eduardo Molina Fajardo, por intentar exculpar a la Falange del
asesinato del poeta granadino. Antiguo falangista, el escritor se limitaba a
transcribir diversas entrevistas que realizó a varios de sus correligionarios
con el paso de los años. En la mayoría de ellas, los viejos camisas azules habían
olvidado muchos detalles y trataban de pasar como hombres de honor que no
participaron en la locura de la represión que se desató en Granada tras el 18
de Julio de 1.936.
Pero,
escondidas entre los varios centenares de páginas, aparece una lista, la de los
hombres fusilados en la ciudad durante los años que siguieron al “Glorioso
Alzamiento Nacional”. Resulta curioso, pero, mientras mi familia tuvo que
esperar muchos años, tras solicitarlo varias veces, para recibir recientemente el
documento que certificara la fecha de la defunción de mi tío abuelo Paco, el
libro, publicado en enero de 1.932 y reditado el año pasado, muestra un nombre
perdido entre otros miles: Francisco Álvarez López.
En
el mes de octubre de 1.936 las ejecuciones se habían reducido. Tras la locura
de finales de agosto y los primeros días de septiembre, en los que la cifra no
bajada de los cuarenta fusilamientos diarios en la ciudad de Granada, la
llegada del otoño hizo que las sacas fueran menos numerosas. Las cifras son
escalofriantes. Sólo en agosto había fusilado a 358 hombres, 298 en septiembre.
Durante esas semanas las familias sufrían por el destino de sus presos. El
Ideal, el periódico local, en su edición del primer día de agosto nos habla de
una “vibrante alocución” pronunciada por el capitán señor Salvatierra en la que
advertía “Si vuelven a venir aviones enemigos se tomarán represalias con los
individuos del F. Popular”. Una semana más tarde el titular del periódico
anuncia “Fusilamientos en represalia por el bombardeo”. Tres días después
enumera más ejecuciones: treinta. Bajo el titular aparece una justificación: el
presunto asesinato de doscientos sacerdotes en Madrid y otro titular “En
Barcelona el comunismo es absoluto”.
En
los seis días previos al veintidós de octubre solo se registraron las muertes
de siete hombres desconocidos en las inmediaciones del cementerio, pero esa
madrugada regresó el ruido del cerrojo para iniciar la temida ceremonia. Manuel
López Guerrero, José Molina López, Antonio Molina Delgado, Manuel Molina del
Haro y Gregorio Molina Hernández fueron los primeros en escuchar sus nombres en
la lista, los apellidos repetidos que probablemente delataban algún parentesco.
Habían sonado ya treinta y cinco nombres, cuando Paco oyó el suyo. Antes de eso
el corazón le debió dar dos vuelcos porque era el tercer Francisco que
pronunciaban esa mañana. Lo hacían muy despacio para dejar constancia clara de los
elegidos y de paso torturarlos con los silencios entre sílaba y sílaba. A las
seis de la mañana del 22 de octubre fusilaron a cuarenta hombres frente a la
tapia del cementerio. Fueron enterrados en las fosas 255 a 299 del patio de San
José.
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23 diciembre, 2011
La relojería interna de las novelas.
“No sé quien dijo que los novelistas
leemos las novelas de los otros sólo para averiguar cómo están escritas. Creo
que es cierto. No nos conformamos con los secretos expuestos en el frente de la
página, sino que la volteamos al revés para descifrar las costuras. De algún
modo imposible de explicar desarmamos el libro en sus piezas esenciales y lo
volvemos a armar cuando ya conocemos los misterios de su relojería”. Gabriel García Márquez.
De
entre los cientos de lecturas que me han apasionado a lo largo de los años,
nunca había encontrado una maquinaria de relojería más afinada como en la
última: A sangre fría de Truman Capote. Según los teóricos de la literatura con
ella se abrió un nuevo género: la novela testimonio, también llamada de no
ficción. Otros le atribuyen ese mérito al argentino Rodolfo Walsh con su libro
Operación Masacre, publicada seis años antes, en 1.957. Lo cierto es que
Stendhal ya bebió en 1.830 de la realidad para construir la ficción de Rojo y
negro, algo que también hizo Lorca en su Bodas de sangre, pero nadie lo llevó
al extremo de Capote.
A
sangre fría no sólo está basada en hechos reales, sino que los novela con una
minuciosidad que está presente en todas sus costuras. En 1.959 un matrimonio y
dos de sus hijos fueron brutalmente asesinados en un tranquilo pueblo de
Kansas. Capote, periodista en el New Yorker, se desplazó hasta allí con el
objetivo de cubrir el reportaje. Su personalidad excéntrica, cosmopolita y
homosexual no podía ser más diferente del carácter conservador y rural de sus
habitantes. A pesar de eso y tras meses investigando sobre el terreno, consiguió
establecer una relación de confianza con ellos, lo cual permitió que le
facilitaran hasta los detalles más mínimos. Truman construyó la obra a partir
de aquel material valiosísimo, pero en el que ningún otro había reparado.
Su
primera intención era escribir un relato breve. El crimen fue brutal, no había
móvil aparente y la policía no tenía pistas. Capote quería describir la
atmósfera de desconfianza que se había instalado en aquel lugar próspero,
perdido en el medio oeste. Pero el caso dio un giro cuando ya llevaba escrita
la mitad del texto y, después de varios meses, los asesinos fueron detenidos.
Entonces Capote, buceó en la personalidad de los criminales y de su entorno
como antes lo había hecho con las víctimas. Los visitó en la cárcel y llegó a
establecer amistad con los detenidos. Consiguió dibujar a la perfección a todos
los personajes, de forma que el lector acaba identificándose tanto con los
miembros de la familia Clutter, como con sus crueles asesinos. Capote llegó a hacerlo
especialmente con uno de ellos, Perry Smith, con quien compartía algunos
detalles de su biografía. Ambos tuvieron una madre alcohólica, sufrieron la
ausencia del padre y la inadaptación social.
Uno de los aspectos magistrales de
esta novela es el trabajo de los personajes. Nos los va presentando uno a uno,
simultaneando a los asesinados con sus verdugos, mientras nos describe el
entorno en el que se desarrollaron sus vidas. El primer párrafo es magnífico en
ese sentido: “El pueblo de Holcomb está
en las elevadas llanuras trigueras del Oeste de Kansas, una zona solitaria que
otros habitantes de Kansas llaman “allá”. A más de cien kilómetros al este de
la frontera de Colorado, el campo, con sus nítidos cielos azules y su aire puro
como el del desierto, tiene una atmósfera que se parece más al Lejano Oeste que
al Medio Oeste. El acento local tiene un aroma de praderas, un dejo nasal de
peón, y los hombres, muchos de ellos, llevan pantalones ajustados, sombreros de
ala ancha y botas de tacones altos y punta afilada. La tierra es llana y las
vistas enormemente grandes; caballos, rebaños de ganado, racimos de blancos
silos que se alzan con tanta gracia como templos griegos son visibles mucho
antes de que el viajero llegue hasta ellos.”
Capote no sólo nos describe a los
personajes, sino que consigue que veamos a través de sus ojos y entendamos como
piensan. Con ese objetivo utiliza muchos documentos reales que obtuvo en su
investigación y en su relación con ellos. Así, a lo largo de la obra aparecen
fragmentos del diario personal de uno de los asesinos, las cartas que les
dirigen sus familiares, los interrogatorios de los investigadores, las pruebas
periciales o incluso los detalles de una póliza de seguro. “El amo de la granja de River Valley, Herbert William Clutter, tenía
cuarenta y ocho años y, como resultado de un reciente examen médico para su
póliza de seguros, sabia que estaba en excelentes condiciones físicas.”
Otro
de los engranados mecanismos de relojería de la A sangre fría lo encontramos en
su trama y en la evolución de las escenas, en las que usa técnicas no sólo de
la novela, sino también del cine o del periodismo. Sólo después de presentarnos
con minuciosidad a los personajes, nos lleva a la fatídica noche en la que
sucedieron los hechos con la intención de contarnos apenas los primeros
momentos, porque el detalle de lo que ocurrió en la granja no lo sabremos hasta
más adelante. La trama se desarrolla a través de escenas breves y dinámicas que
ofrecen múltiples puntos de vista. Las ordena en una doble dirección: una sigue
a los asesinos en su itinerario hasta la granja y su posterior huida a lo largo
de todo el país, la otra sigue a la familia Clutter primero y luego a los
investigadores que tratan de esclarecer el crimen. Y ambas se entrelazan,
alterando el orden temporal con una naturalidad que hace que el lector no se
pierda en ningún momento.
Pero
uno de los aspectos que me tiene más turbado es la voz narradora a través de la
cual Capote nos cuenta la historia. Esa voz omnisciente que maneja todos los
detalles con precisión, que gira el tiempo a voluntad, que salta de un
personaje a otro y nos describe con la mayor minuciosidad posible loas paisajes
que ha visto con sus propios ojos. Esa voz que está siempre presente, pero que
nunca vemos, que pertenece a alguien que nos dirige en todo momento a donde
quiere, pero que nunca se rebela. Esa voz es la que consigue que, aunque haya
otras novelas que me han gustado más, en ninguna de ellas haya aprendido tanto
como en A sangre fría.
Finalmente,
también me gustaría incidir en algo que, como aprendiz de escritor, me interesa
mucho, El proceso creativo de la obra fue singular. Tras pasar meses
investigando y relacionándose con los personajes del libro, su autor marchó a
Europa con el deseo de alejarse de todo y poder escribirlo. Pero su sufrimiento
no había hecho nada más que empezar. Capote tuvo que esperar durante seis años
a los diferentes recursos y apelaciones que retrasaron la ejecución de la
sentencia. Por un lado, no quería que se produjera el ahorcamiento de dos
personas a las que conocía, pero por otro, era imprescindible para poder acabar
el libro. Ese proceso le traumatizó tanto que nunca volvió a escribir una novela.
Cuando
finalmente apareció publicada en 1.966, los teóricos de la literatura le
criticaron por construirla a partir de hechos reales más propios de la crónica
periodística. Consideraban que debía ser exclusivamente la ficción la materia
sobre la que podía alzarse una novela. Lo cierto es que Truman Capote diseñó uno
de los mejores mecanismos de relojería de la narrativa de todos los tiempos.
Tras el éxito arrollador de crítica y
público, algunos trataron de desarmar el libro con el objetivo de encontrar los
fallos que demostraran cómo en aquella ficción maravillosa, construida a partir
de la realidad de la realidad más absoluta, había mentido a la verdad.
Comprobaron que hasta el más mínimo detalle era fiel a la historia. Sólo había
una excepción, el encuentro que se produce en la última escena del libro, la
que acaba, no podía ser de otra manera, de forma espléndida: “Se fue hacia los árboles, de vuelta a casa,
dejando tras de si el ancho cielo, el susurro de las voces del viento en el trigo encorvado.”
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20 diciembre, 2011
Bombones
A
menudo me ofusca la escritura de la novela. Hay días en los que el desánimo se
convierte en el peor enemigo, la escasez de tiempo me derrota y la lentitud en
el avance me desespera. Entonces el enorme andamiaje que intento levantar se
desmorona y busco refugio en la brevedad de los artículos que publico en este
blog, que me ofrecen el oxígeno necesario para tomar fuerzas.
Uno
de los primeros consejos que les dan a los aprendices que luchan por
convertirse en escritores es tener siempre a mano una libreta donde atrapar las
ideas que se escapan al vuelo. Pero muchas veces, la mayoría, esas súbitas
inspiraciones no encajan en la trama de la novela y las descarto. La papelera,
ese objeto que Hemingway describía como el primer mueble en el estudio del
escritor, se va llenando con la incapacidad y la falta de oficio, pero algunas
de las ideas o de los personajes que no sirven para la novela pueden encerrar
la semilla de una historia simple, que puede encontrar vida en los párrafos
escasos de un cuento. A veces esos papeles arrugados por la desazón contienen
un relato minúsculo.
De
una de esas ideas nació “Bombones”. Fue
después de oír una charla de Antonio Muñoz Molina, en la que el maestro contó
cómo había encontrado en su vida cotidiana las historias que le sirvieron para
construir los cuentos de su último libro publicado, Nada del otro mundo. De
camino a casa, contento por haber podido hablar con él durante dos minutos -me
daba apuro ver la larga cola que esperaba- y con el ego por las nubes después
de escuchar sus palabras cuando le dije mi nombre para que me firmara una
dedicatoria -“¡Finalmente nos conocemos!”- una idea, que llevaba semanas
rondando mi cabeza, apareció en el parabrisas, entre las luces de los coches.
A
finales de octubre había visitado Málaga y, en el instante breve que se tarda
en girar una esquina, apareció ante mí el viejo descampado de mis juegos
infantiles, transformado ahora en un pequeño parque de columpios modernos, pero
mucho más pequeño de cómo yo lo recordaba. La infancia nos engañó en muchas
cosas, también en las dimensiones que guarda nuestra memoria. Esa idea seguía
flotando en mi cabeza cuando no pude resistirme a la tentación que me ofrecía,
después de la cena, una caja de bombones. Entonces las palabras de Antonio, el
recuerdo del descampado y la caja de bombones se cruzaron con otros muchos
recuerdos para engendrar este cuento breve.
_._
Bombones.
Mientras la fila se hacía cada vez más pequeña, Pedro pensaba en los bombones.
Su madre los compraba sólo una vez al año, lo cual siempre fue un inconveniente
para su talante goloso y un sufrimiento para sus incipientes conocimientos
matemáticos. Ése fue el motivo por el que nunca la gustaran las restas y, en
aquella época, prefiriera las parábolas del catecismo que multiplicaban los
panes y los peces.
Bombones. La
navidad venía precedida por una caja pequeña donde el surtido se disponía como
un rosetón de colores. Estaban acabando de elegir los equipos y él seguía allí
plantado, con la camisa blanca y los pantalones cortos, de un gris marengo diluido
por los muchos lavados, que mostraban sus rodillas huesudas y las pantorrillas
llenas de los moratones provocados por batallas anteriores.
La ceremonia
siempre era idéntica. Los dos mayores hacían de capitanes y se jugaban el
derecho a elegir primero. Par o impar. Los dedos dictaban el veredicto rápido y
a continuación comenzaba el instante tan temido de las decepciones, el que determinaba
el rango de cada uno dentro del grupo. Empezaban por el rubio porque sabía
driblar muy bien y metía muchos goles. Luego la cuestión estaba entre los
remates de cabeza del pecoso o la fortaleza de su primo y eso solía depender de
sus actuaciones en el último partido. Pero de lo que nunca había duda era que
él siempre se quedaba para el final, como los bombones de chocolate blanco que
nadie quería, o los de licor, que venían disfrazados bajo papeles de color
plata y sólo le gustaban a su tío.
Conforme Pedro
se iba quedando cada vez más abandonado, se negaba a ver la sonrisa que le
dedicaban los elegidos cuando salían de la hilera. El odiado destino de portero
le esperaba una vez más para ver cómo eran otros los que marcaban los goles. Perdía
la mirada en las montañas de abrigos que delimitaban una de las porterías
imaginarias, situada en el descampado de sus juegos infantiles. El pedregal se
escondía detrás del colegio, justo donde terminaba la ciudad y comenzaban las
huertas, el damero de cultivos donde se alineaban las lechugas y las tomateras que
tantos recuerdos les traían a los abuelos sobre su pasado de labriegos.
Como era el más chico y
la torpeza de sus pies con la pelota no prometía mejoras futuras sólo esperaba
un milagro. Suerte que sólo faltaba dos días para que vinieran los Reyes. Ya
imaginaba sus caras sumisas cuando apareciera con su balón nuevo de reglamento.
Ese año se había portado bien y Baltasar no tenía excusa, por mucho que su
padre se quejara de la falta de trabajo.
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19 diciembre, 2011
El tiempo de las legumbres
He vivido veinticinco años
lejos de mis padres, compartiendo días escasos de vacaciones y visitas siempre
breves. Con su llegada han regresado algunos recuerdos de la infancia y las comidas
se han llenado de platos de cuchara: gazpachuelos, pescado en blanco, “gisaíllos”
de carne, cazuelas de fideos, potajes, pucheros. Ha vuelto el placer nunca
olvidado de la casquería, esos segundos que parecen que pertenezcan al pasado
como los callos, el hígado a la plancha con ajo y perejil o los riñones al
jerez. ¡Y qué decir de los pescados! Uno de los mayores placeres cuando
visitaba Málaga lo vivía al cruzar el viejo arco árabe del Mercado Central y
pasear junto a los mostradores de mármol blanco donde los pescaderos exponían
su mercancía: boquerones, sardinas, salmonetes, almejas, jibias… tan
diferentes, tan humildes frente a los rodaballos, merluzas y rapes de los
mercados del norte. ¡Fresco! ¡Barato! ¡Niña, mira que bueno tengo hoy el pescao!
Los sabores recuperados de
mi niñez hablan de un tiempo de barrio, de personas modestas que raras veces
habían probado el bogavante, el centollo, los solomillos al foie y todos los lujos
de nuevo rico que se fueron apoderando de los menús de los restaurantes. Un tiempo
en el que no existían las cadenas de hamburgueserías americanas, los bocadillos
de cadenas industriales, ni los platos precocinados. Ahora que los cocineros se
han convertido en alquimistas que diseñan menús de nombres imposibles,
mezclados con técnicas propias de químicos extraños, que a algunos les permiten
disfrazarse de piratas para pedir por ellos precios aberrantes, yo disfruto como
nunca con un buen potaje de lentejas o de los callos que ha cocinado Laura, mi mujer
esta mañana de domingo.
Al parecer, la economía de
la crisis trae de nuevo los viejos menús casi olvidados. Yo espero que no
vuelvan las circunstancias que los acompañaron. Ahora algunos poderosos iluminados
hablan de instaurar minitrabajos para remontar la situación económica. Es lo
que hace décadas llamaban, con palabras más claras, un puto trabajo de mierda,
siempre a expensas de un patrón que sólo sabía conjugar un verbo: explotar. Explotadores
que se hicieron ricos levantando la dictadura.
Y es que con la llegada de
mis padres no sólo han regresado los platos antiguos, también los recuerdos aún
más viejos. Las sobremesas hablan de los tiempos de las fatigas, de las visitas
a los centros del auxilio social que instauró el franquismo, del frío y la
humedad que había debajo del puente del Guadalmedina, donde dormía mi padre
cuando era niño, del hambre de los hospicios de monjas que sufrió mi madre en los
primeros años de la postguerra. Ése era el destino que les esperaba a los hijos
de los republicanos, a esos rojos que no se merecían otra cosa.
Mi hija de seis años hoy ha sabido que existe la pobreza, que hay personas que no tienen casa, que no pueden ver los dibujos animados por la tele. Ha sabido que sus abuelos fueron muy pobres. Más tarde, cuando su mente infantil ya estaba por otras cosas, ellos han seguido contando cómo les quitaban las bellotas a los cerdos y las algarrobas a los caballos para poder llevarse algo a la boca, cómo comían peladuras de patatas, cáscaras de naranja para engañar al hambre. Después de una infancia tan triste, la juventud les supo a gloria. El tiempo de las legumbres empezó a quitarles el hambre. Los garbanzos duros, las lentejas con piedras, las habichuelas negras, llenaron sus estómagos de recuerdos, de recetas sencillas que necesitaban de una olla, mucho tiempo y una piza de cariño.
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14 diciembre, 2011
La última mitaílla
Ayer me
llamaron para decirme que la tía Trini había muerto. Yo la recuerdo ahora, cuando
era niño y acompañaba a mi madre a visitarla. “La visita del médico” la
calificaba ella en cada casa tratando de justificar su brevedad. En aquellos
viajes esporádicos a Granada había que repartir los pocos días entre una familia
“muy larga”. Entonces la vega aún cubría de campos la distancia que había entre
la ciudad y Churriana. Esos mismos terrenos son hoy una extensión más de
edificios y viviendas adosadas.
Desconozco el motivo, pero el
viejo caserón era siempre la última parada del desfile que nos llevaba por los hogares de los diferentes tíos y primos y, por tanto, la más breve. Mis ojos me
engañaban con el tamaño de la casa en la que mis bisabuelos José y Antonia
habían criado a sus ocho hijos. El frío secador de tabaco, donde los manojos de
hojas colgaban del techo del primer piso gracias a un entramado de sogas, o el
patio que había en la parte trasera de la planta baja, le conferían una
sensación de amplitud y de misterio que no eran reales. Allí vivían Antonia, la
mayor de los hermanos, con Trini, la más pequeña. La primogénita tenía tanto
carácter que no hubo quien lo aguantara y se quedó soltera, pese a los muchos
pretendientes que la rondaron. Compartió soledades y manías con la benjamina, que
fue atrapada por la locura desde muy joven. Entre ambas mediaban diecinueve
años, pero no lo parecía. Cuando entrábamos por la puerta, siempre abierta, que
conducía al patio y las encontrábamos allí, renegando una de la otra, yo las
veía igual de mayores. En mis primeras visitas, aquellas dos ancianas
desconocidas me producían algo de miedo. Con el tiempo descubrí que detrás de
su aspecto había dos mujeres que parecían hoscas, pero que guardaban ternura.
Antonia te abrazaba y te daba besos de esa forma tan exagerada que sólo tienen
las tías abuelas de acompañarlos con sonidos de labios.
Contaban que Trini en su
juventud había tenido actos de ira y que, para sujetarla, era necesaria la
fuerza de varios hombres. Sólo obedecía a su hermano Pepe que era el que mejor
sabía “manejarla”. Sobre ella había anécdotas curiosas: le gustaba beber
cerveza en una época remota de mi infancia en la que las mujeres no hacían esas
cosas. También aquella mañana de locura de hacía muchos años, cuando su madre
no se bastaba para hacerla entrar en razón y en uno de esos ataques se puso dar
golpes, incluso a una imagen del Cristo del Paño, que tanto veneraba la
bisabuela, no sin antes mirar a la imagen y decirle “¡Maricón! Tú tienes la
culpa de todo”.
Los orígenes de su locura fueron
un misterio. Yo oí diferentes versiones al respecto. Unos apuntaban a los
sufrimientos que la guerra ocasionó en la familia, otros que, durante esa
época, presenció muertes que le afectaron a sus sentimientos, algunos
explicaban que todo venía de más antiguo, cuando un joven que le gustaba se
suicidó arrojándose al tranvía.
En mi familia siempre le
encontraban explicaciones extrañas a las cosas que no sabían comprender. Así,
como en las novelas de realismo mágico de García Márquez, mi madre no abandonó
la clausura del convento por culpa de sus depresiones, sino porque una bicha le
picó en un pie y le provocó una disipela que la puso enferma de los nervios. Y
los problemas de columna de la tía Encarna venían motivados porque de niña se
cayó de lo alto de un caballo que, encabritado, se asustó por el ruido de una
ola. Y al primo Ernesto le dio un aire de chico. Detrás de esas explicaciones
se escondía una enorme ternura y cariño por todos ellos.
Ternura
era lo que me inspiraba Trini en las visitas posteriores, cuando me fui haciendo
mayor para entender su estado. Ella tenía esa mirada apacible que sólo tienen
los locos, ese eterno cariño infantil que sorprendía por la simpleza de sus
respuestas. Al hablarle, ella ratificaba siempre lo que le estaban diciendo “Eso
es. Eso es” solía decir mientras afirmaba con el gesto de la cabeza. Reconozco
que sólo la vi una docena de veces en mi vida y ya no recuerdo la última,
quizás hace más de eso más de dos décadas. Cuando pienso que su hermano Paco
murió en el año 36, fusilado por los falangistas frente a la tapia del
cementerio o que mi abuela María nos dejó en el 78 y que Pepe, Concha, Antonia
y Feliciana lo hicieron hace años, su existencia se convertía en simbólica,
lejana, sobre todo después de que Ángeles falleciera hace ahora unos meses.
No
obstante, las historias que me contaban sobre la familia, las que forman parte
de la trama de la novela que escribo, siempre me provocaron un extraño
sentimiento de pertenencia a algo que, en el fondo, estaba muy lejano por la
geografía y el tiempo. Cuando comencé a investigar y a escribir sobre aquellas
historias, ese sentimiento volvió fortalecido. En una reciente comida con primos
y tíos dije con vehemencia algo sobre luego he reflexionado con más
tranquilidad: “Desconozco el motivo porque es inexplicable y no tiene sentido,
pero nunca renunciamos ni a la tierra ni a la sangre”. El entorno geográfico y familiar
marcan nuestra infancia y nos acompañan, nos guste o no, encerrados en una
semilla a lo largo de los años. Ese extraño sentido de pertenencia aún se me
escapa cuando bromeo con mi hija de seis años sobre su carácter fuerte, pero
dulce y el pelo rubio y suave que caracteriza a muchas de las mujeres mitaíllas.
Ayer murió a los 87 años la última mitaílla de la segunda generación, pero somos ya más de un
centenar los descendientes de José y de Antonia y, aunque algunos apenas nos
conocemos y otros no nos vemos desde hace mucho tiempo, todos tenemos una
historia común y la tía Trini forma parte de ella. Descanse en paz.
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11 diciembre, 2011
Paisaje de otoño
A poco más de un centenar de
metros de mi casa hay un campo que me gusta mucho. A veces voy allí con mi
perro. Es una pena que, estando tan cerca, no vaya más a menudo. Desciende en
suaves pendientes hasta un pequeño arroyo que no siempre lleva agua. Los
árboles altos serpentean junto a su cauce y dibujan sus límites. El campo
cambia de estado de ánimo con las estaciones. A principios de verano los
trigales rubios, que ya han dejado atrás el verde de su juventud, ondean con el
viento. Ahora está roturado, dormido. La tierra está fragmentada en unos
enormes terrones de marrón oscuro, a la espera de que lleguen tiempos mejores.
Este otoño de lluvias no ha
sido frío y las hojas aún sobreviven en las ramas. Hojas de todos los colores,
que van del rojo intenso de los robles jóvenes al amarillo pálido de los
grandes álamos. La luz ambarina de la mañana de principios de diciembre se
refleja en las pocas hojas que le quedan a los chopos, los que delimitan al sur
los bordes del campo. Esas penúltimas hojas saben que ya no les queda mucho
tiempo. Las ramas más bajas ya están despobladas y los árboles comienzan a
parecer un armazón desnudo, a intuir la tristeza del invierno. Si supiera, me
gustaría pintar esas hojas altas que tintinean con el viento, que se resisten a
caer.
De regreso, veo las clapas
de tierra que los tractores han dejado pegadas al asfalto, como una tiña que
recuerda el carácter aún rural de la zona. Las aceitunas negras se arremolinan
en los bordes del camino, los escasos olivos comienzan también a desprenderse
de sus frutos. Y pienso que de mañana no pasa que compre leña para el invierno
que se avecina porque, más temprano que tarde, acabará llegando el frío del
Montseny.
30 noviembre, 2011
La historia sin memoria.
Cuando decidí escribir mi
novela, empecé una investigación histórica que debía llevar unos pocos meses y
me acabó ocupando más de un año. Mi año “sabático” lejos del mundo laboral, se
fue en jornadas diarias de más de ocho horas dedicadas a conocer algunos
detalles sobre la vida de mis familiares, pero también del contexto político
que les tocó vivir, desde una perspectiva muy local hasta otra totalmente
internacional. Una de mis mayores sorpresas fue comprobar cómo hay situaciones
que se repiten, casi de forma idéntica,
a lo largo del tiempo y cómo circunstancias de la política actual no son muy
diferentes a las que ocurrieron en aquellos años turbulentos del siglo pasado
que marcaron con sangre el destino del mundo.
Cuando el socialista Juan Negrín
llegó a la Presidencia del Gobierno de la Segunda República, en la primavera de
1.937, la guerra ya estaba perdida. El bando republicano se había desangrado en
disputas internas durante los primeros meses del conflicto y no había sabido
imponer la autoridad necesaria. Grupos de pistoleros habían dictado su ley en
las calles de algunos pueblos y ciudades y las milicias, tan repletas de
idealismo como carentes de preparación y armamento, no habían sabido hacer frente
a un enemigo mucho mayor, que contaba con preparación militar y el apoyo humano
y armamentístico de las potencias fascistas de Alemania e Italia. Durante los
primeros días, incluso horas, del golpe de estado, se sucedieron gobiernos
centristas sin carácter para abordar el terremoto social y político que estaba
sucediendo. Cuando se dieron cuenta que eran los sindicatos los que controlaban
la situación en la calle, colocaron en la presidencia del gobierno a Largo
Caballero, al que llamaban el Lenin español, un hombre de escasa preparación,
próximo a los sindicalistas.
ras la caída de Málaga y la
desbandada con la que se retiraron las tropas republicanas, desasistidas por
parte del gobierno, Azaña propuso a Juan Negrín para que se pusiera al frente
del mismo. Negrín era un médico eminente, fisiólogo, científico y poliglota
(dominaba el alemán –había estudiado medicina en la Universidad de Leipzig-, el
francés y el inglés) que tenía una enorme capacidad de trabajo. Aunque tarde,
se emprendieron las reformas necesarias para afrontar la guerra. Se estructuró
un ejército que intentara resistir al enemigo y se redujo el descontrol de las
calles. Pero el enemigo era mucho más fuerte y siguió avanzando. Las medidas
fueron criticadas con ferocidad por los anarquistas, que querían anteponer la
revolución a la guerra, y por los nacionalistas, más interesados en sus
egoístas intereses sobre competencias recién adquiridas que en la victoria común,
el único medio que permitiría consolidarlas. Sin el apoyo de las democracias occidentales
que, guiadas por Gran Bretaña, representaron una farsa de aparente neutralidad
y con la oposición de la izquierda y de los nacionalismos de centro, el
Gobierno del socialista Negrín tuvo que luchar con un enemigo demasiado
poderoso sin los medios necesarios.
Y así, frente a la
oposición, en algunos casos desleal, de algunos de sus socios (la actuación de
los nacionalistas vascos sólo puede calificarse de cobarde y vergonzosa), pero
también de miembros de su propio partido, Negrín impuso la consigna de
resistencia a toda costa. Al tratar de alargar la guerra, alargaba también el
sufrimiento del pueblo, pero era consciente, por la actuación de terror y
fusilamientos masivos que venía desarrollando el oponente, que la derrota
conllevaría una situación mucho más dramática.
Cuando ya no quedaba nada
que hacer en el territorio español y la retirada en el Ebro dejaba a Franco
abierto el camino hacia la victoria, Negrín y los republicanos pusieron sus
esperanzas en Europa. En septiembre de 1.939 el continente estaba al borde de
la guerra y su estallido a nivel internacional podía cambiar el curso del
conflicto en España. La política expansionista de la Alemania llevó a los nazis
a invadir los Sudetes, una región de la antigua Checoslovaquia, pese a las
advertencias de las democracias occidentales. No era el primer país que caía
bajo las fauces del nazismo, que anteriormente se habían anexionado Austria
mientras toda Europa miraba hacia otro lado. Con el objetivo de abordar la
situación de crisis se convocó la conferencia de Múnich. Allí los gobiernos
europeos, con Gran Bretaña y Francia a la cabeza, se rindieron a las
pretensiones del fascismo, sacrificaron a Austria y Checoslovaquia con la
intención de evitar el enfrentamiento con Hitler. Su cobardía fue castigada
apenas unos meses más tarde y le dio alas a los nazis que impusieron su ley
invadiendo toda Europa.
Tras los Acuerdos de Múnich,
a los republicanos españoles ya no les quedaba
ninguna esperanza. Negrín tomó medidas, encaminadas a buscar un acercamiento
con el enemigo, que anunció en un memorable discurso pronunciado en la Sociedad
de Naciones, pero Franco sólo se confirmaba con una rendición incondicional y
el exterminio del rival para poder así consolidar una larga dictadura.
Tras la derrota, la política
de resistencia se demostró justificada. Centenares de miles de españoles fueron
asesinados u obligados al exilio por parte de los vencedores. La figura pública
de Negrín fue vapuleada con mentiras por el franquismo que vertió sobre él una
campaña de calumnias. Pero los derrotados también necesitaban un chivo
expiatorio que fuera la diana de todas las críticas, alguien a quien culpar de
la derrota. El Partido Socialista fue enormemente injusto con él retirándole
incluso la militancia. No fue hasta el año 2.009, cuando los historiadores ya
habían desmontado, una por una, todas las falsas acusaciones que provocaron su
descrédito, cuando se le restituyó con todos los honores.
Siempre he tenido
predilección por los derrotados de la historia, los personajes cruelmente
maltratados por las crónicas, muchas veces de forma injusta. Durante las
últimas semanas se ha acentuado una campaña orquestada contra otro presidente
socialista a quien se le ha hecho culpable de todos los males del país. En un
mundo globalizado, donde los países europeos han cedido su capacidad de gestión
económica a organismos comunitarios, la mayor crisis económica en mucho tiempo
está poniendo a prueba a los gobiernos, que no saben cómo hacer frente a
estrategias de enemigos muy poderosos e invisibles que ahora llaman los
mercados. Tras meses sin querer afrontar el problema, meses de disputas
constantes, en los que todos sus rivales políticos han antepuesto los intereses
propios a los del país, abandonado por todos, un presidente socialista se vio
obligado a imponer medidas, que probablemente no compartía, con la misión de
combatir a un enemigo contra el que ya era tarde para luchar. Enfrente sólo
tenía rivales que pedían una rendición incondicional o que volvían a anteponer
sus intereses nacionalistas en momentos donde la unidad era más necesaria que
nunca. Y al igual que décadas atrás, volvieron a cometerse muchos errores,
errores que luego sus propios compañeros han tratado de olvidar como si no
hubieran existido. Tratando de ocultar los errores renegaron también los
aciertos de un presidente que ha acometido reformas sociales que reparaban
injusticias históricas. Hoy hay detalles pequeños a los que no le damos importancia,
el humo del tabaco que ha desaparecido de nuestras vidas, el matrimonio entre
personas del mismo sexo, el recuerdo de los olvidados por la memoria histórica,
el reconocimiento de los derechos de aquellos que viven de dependencia de
otros, los intentos por romper con un centralismo de siglos para reconocer lo
que nos diferencia como única manera de recordarnos lo que nos une y otras
muchas medidas que tal vez se quedaron a medias.
Zapatero y Negrín no se parecen en muchas cosas, la capacidad intelectual y de trabajo del segundo, no ha caracterizado al primero, pero, aunque tarde, ambos tomaron medidas para una lucha imposible en la que se quedaron solos. Y yo confieso (pese a todo y contra la moda imperante) simpatía por ambos personajes.
Ochenta años más tarde,
Europa vuelve a sacrificar a algunos países para satisfacer el expansionismo
alemán y en España otro presidente socialista es abandonado a los pies de los
caballos. La historia no tiene memoria, parece que los europeos y los
socialistas españoles tampoco. Espero que las similitudes acaben aquí. El
precio que hubo que pagar por los errores de entonces fue demasiado alto. Tras
la derrota de la República en España se inició una dictadura que duro más de
cuarenta años y sólo cinco meses después de inició la Segunda Guerra Mundial
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27 noviembre, 2011
La geografía de mi infancia
Es treinta y uno de octubre
en un tren que me aleja de Málaga. Atrás han quedado las huertas del Valle del
Guadalhorce, los pueblos blancos sobre las lomas suaves, rodeados de frutales, también los olivares, que se alinean
interminables sobre las colinas cordobesas y las dehesas de encinares antiguos
entre los que el ganado campa tranquilo. La noche se borra difusa en la
ventana, avanza deprisa como el vagón cafetería que empieza a dejar ya muy atrás
la ciudad de mi infancia, a la que no sé cuánto tiempo tardaré en volver. Esta
vez mis padres viajan conmigo, se mudan, se marchan para siempre a unos
paisajes menos cálidos y lejos queda la cuna donde estuvo mi origen, vacía sin
casa, sin cama propia a la que regresar.
En el vaivén del vagón
bailan los recuerdos. Hace dos días no pude evitarlo. Al caminar por las calles
de mi infancia, el corazón me atracó armado de una nostalgia pegajosa, de una
emoción, ahogada por décadas de distancia, que apenas necesitó un segundo,
girar una esquina, para volver del pasado como si nunca se hubiera ido. Allí seguía,
diferente, la diminuta calle Dos Hermanas, rota por la mitad desde que
derribaron mi casa. Han construido un pequeño parque infantil de columpios
modernos en el lugar del viejo descampado, el que entonces me parecía enorme y
ahora compruebo que, también en esto, nos engañó la niñez con sus dimensiones
tramposas y sus sueños incompletos, que se quedaron a medias. Y de repente lo
veo, al niño callado que escogieron el último porque era el más tímido, el más
chico, el mismo que, por esos azares tan extraños que a veces tiene la vida,
acertó a meter el pie, de forma fortuita, entre un bosque de piernas. Y veo
aquella pelota, creo que roja, entrando entre dos pequeñas montículos,
construidos a base de piedras y jerséis, que delimitaban una portería
imaginaria. Aquel fue el primer gol de mi vida, en un solar triste en el que
esa tarde, posiblemente de finales de verano, los coches decidieron no aparcar
y dejarnos un terreno para nuestros juegos.
Cerca, la calle Huerto
Monjas es hoy una sucesión de casas derribadas. El convento de las carmelitas
sigue en pie. Lo habitan trece ancianas, que esta mañana salieron a medias de
la clausura para despedirse de mi madre a través de una reja. Allí estaban
todas felices oyendo los poemas que María aprendió en un convento de la
provincia de Jaén donde tomó los hábitos en su juuventud, donde la internaron
de niña mientras mi abuela María malvivía en una cárcel franquista.
Apenas a un centenar de pasos, el cruce del
Molinillo está vacío en la tarde del domingo. Entonces los puestos ambulantes
extendían por las callejuelas cercanas la fruta, la verdura, las telas, los
huevos. Allí, un día, ahora la imagino de invierno, vi por primera vez a un
hombre vestido y sobre todo peinado de mujer. Vendía cupones para una rifa de
sábanas y saludó a mi abuela María con ese afecto de los que se conocen de
antiguo. Ella luego no supo explicarme, a mis quizás cinco años, las razones de
ese travestismo. El Mercado de Salamanca hace tiempo que malvive, al igual que
el resto del barrio, indiferente a la apatía de décadas de menosprecio por
parte de sucesivos consistorios municipales para los que la zona debe ser
invisible, pese a estar a cinco minutos caminando del centro. Abandonado por
todos, dormita en un sueño que parece una pesadilla. Ya nadie recuerda que sus
arcos neo árabes simularon un zoco argelino en una película -Mando perdido- que
interpretaron Claudia Cardinale y Anthony Quinn poco antes de que yo naciera. Cuando
era niño aún se recordaba el rodaje con la Cardinale que, según decían, llegó radiante
en un coche enorme y negro.
Al principio de la calle Ollerías cerraron
los bares, la zapatería de la esquina, la tienda de ultramarinos –aunque por
aquel entonces los productos que vendían ya no llegaban del otro lado del mar-,
la droguería, donde los dependientes vestían una bata azul, y hasta una tienda
de juguetes de la que ahora ya comienzo a tener dudas sobre su existencia real.
Sólo queda la panadería en la que siempre hacía cola, mientras me distraía
mirando los dulces del mostrador -la palabra pastel aún no existía en mi
vocabulario infantil-. Tampoco la tienda de los chinos, con su mercancía tan
barata como inútil, que ocupa el espacio donde antiguamente había tres tiendas.
Algunas casas han ido cayendo, han dado paso
a descampados llenos de escombros donde crece la basura y los ailantos, esos
arbustos que aprovechan el menor hueco para invadirlo de tristeza. Los vecinos
han ido marchando, envejeciendo, las familias de trabajadores modestos, de
obreros humildes ya no viven allí. Sólo quedan las viudas ancianas que no
pudieron o no quisieron marcharse y esa chusma gritona, ociosa, que nunca
trabaja y desparrama hoy su mala educación por el barrio.
Sigo caminando hasta la esquina con la calle
Alderete. Allí estaba la cafetería Maripepe, siempre llena de tenderos, de
repartidores, de vecinas que compartían la tostada, la alegría y el café con
leche. Al pasar por aquella puerta, mis ojos miraban con envidia a los que
desayunaban entre risas y palabras que sonaban desde lejos. A mí aquellas
tostadas con mantequilla me parecían más deliciosas que el pobre bocadillo que
me daban en mi casa simplemente porque era un espacio prohibido, donde nunca
había entrado. En aquellos tiempos de estrecheces, para nosotros era casi
imposible desayunar en un bar. La esquina del Maripepe ya no existe, el bar
tampoco. Ampliaron la calle estrecha y desparecieron las tostadas. A unos
cincuenta metros sobrevive “Los leones chicos”, su competencia, que siempre fue
menos más popular. Decían que era más caro. Los grandes ventanales sobreviven ahora
disfrazados de pequeñas ventanas, a través de las que se ve un camarero que
mira con aburrimiento a un par de clientes.
La churrería de Gregorio cerró hace décadas.
El edificio tapiado espera las fauces de las excavadoras. En el suelo frío de
aquel portal le dejaban dormir por las noches a una viuda de la guerra. Se
llamaba Dolores y era mi abuela. A mi padre le llamaban “Pepe aguas” porque el
único oficio que les quedó fue ponerse en la entrada del Cine Duque con un par
de botijos y unos cartones de tabaco y vivir de las propinas escasas y la mucha
hambre que aquellas mercancías tan sencillas les dejaban. La que han restaurado
es la Capilla de La Piedad, la que sacaba mi tío Fali en la procesión del
Viernes Santo.
El tren atraviesa las anchas autopistas que
se acercan a Madrid cuando me viene a la mente la Cuesta de Capuchinos. Lo
niños la bajaban con aquellos vehículos que construían con tres cojinetes y
cuatro tablas. En aquella época la pendiente me parecía enorme, se precipitaba
desde la iglesia de la Virgen de la Pastora, la que procesionaban en Mayo. En
lo alto de la cuesta se acababa el territorio de mi niñez, que se reducía
apenas a una docena de calles y a un par de plazas donde transcurría todo en la
vida. Antes de llegar a la cuesta se encontraba la fábrica de conservas de
pescado, en la que había trabajado mi abuela Dolores, ya en los sesenta, y el
portal mugriento, en el que se cambiaban tebeos viejos y novelas de oeste
llenas de polvo, las que escribían en Barcelona antiguos escritores
republicanos represaliados a los que el franquismo trató de negarles un futuro.
Me llevaba mi abuelo a escondidas porque a mi madre no le gustaba aquella
trapería que, según ella, estaba llena de chinches.
Esta vez no quise pasear por la antigua calle
Cauce “el Cau”, que ya ni siquiera conserva el nombre, ahora la llaman Juan de
la Encina. Allí se encontraba la corrala donde mis padres primero fueron
vecinos y luego novios. Esos conjuntos laberínticos de viviendas se agrupaban
en torno a un patio lleno de sábanas colgadas a secar y un lavabo comunitario,
que consistía en un agujero en el suelo que tapaba una puerta de madera. Cada
hogar se componía de una o dos habitaciones sin cocina, en las que se apilaban
familias numerosas. Hoy forman parte de un pasado muy remoto, como el grumo de
las natillas que se pegaban a la olla de mi abuela y otros lugares que se
perdieron en una esquina olvidada de mi infancia.
El primer parvulario, que estaba en la bajada
de la calle Dos Aceras, del que guardo el que creo es mi primer recuerdo: la
riña de la “seño” por no saberme limpiar bien el culo y aquellas dos mellizas,
muy cabezonas, que me miraban mientras reían y cuyas caras creí ver muchos años
más tarde en los rostros de algunos de los enanos pintados en las Meninas.
Mi primera escuela fue la de San Pedro y San
Rafael. Ahora sé que también en ella estudió Picasso. Se levantaba en la Plaza
San Francisco. Aún queda la fuente de Pomona, la diosa romana de la fruta, esculpida
en mármol de Carrara. Sobre el solar en el que se levantaba la escuela construyeron
lo único que parece importarle al actual Ayuntamiento. En la Málaga que se cae
a trozos florecen, al calor de los consistorios conservadores, las casas de
hermandad, esos edificios postizos, horribles, con campanarios simulados y
portones gigantescos, donde hoy se construyen los pasos que posesionan en
Semana Santa. A mí me gustaban más aquellos entoldados, levantados al aire
libre, junto a las tapias de las iglesias, que dejaban infinidad de rendijas a
través de las cuales, al llegar la primavera se podía ver el avance la
construcción de los tronos.
Muchos de los edificios que recuerdo ya no
existen. Tampoco mi casa. Era pequeña, pero tenía dos pisos y una escalera que
a mí me parecía inmensa en aquella época. Arriba, un pasillo oscuro llevaba a
las dos únicas habitaciones. El suelo alineaba azulejos blancos y negros, como
un damero sin fichas. A mitad del pasillo, justo a la altura de la puerta de mi
habitación había uno roto que bailaba. Yo siempre evitaba pisarlo para no
escuchar el ruido seco que tanto miedo me daba, un miedo injustificable que
duró mucho tiempo desde que pasó lo de aquella mañana.
Era invierno, hacía frío y llovía. Bajo el
calor de las mantas se oía el sonido de la lluvia golpeando los postigos
cerrados. Mi padre entonces trabajaba y se marchaba muy temprano. Un poco más
tarde lo hacía mi madre, que madrugaba los días alternos para fregar en una
funeraria. Esos días yo me quedaba solo y cada noche, en las oraciones que
entonces rezaba, pedía despertarme tarde, cuando mi madre ya hubiera llegado,
justo a tiempo para ayudarme a vestirme y darme el desayuno antes de ir al
colegio. Aquella madrugada oí pasos caminando por el pasillo. Al principio
pensé que sólo eran imaginaciones mías, pero cuando un pie pisó el azulejo roto,
un estruendo de pánico rompió el silencio y yo me escondí, todo lo que pude,
bajo las mantas. Unos días más tarde mi madre me contó que, por un motivo que
ya no recuerdo, no pudo trabajar ese día y regresó antes. A pesar de saberlo,
siempre le tuve miedo a aquel sonido, ese miedo inexplicable que sólo existe en
los recuerdos infantiles, esos que me asaltan muy de tarde en tarde y que, como
ahora, me inundan el corazón de nostalgia por un territorio que ya no existe,
una geografía, pobre pero honrada, que sólo pervive en mi memoria.
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15 noviembre, 2011
Dos años más tarde
La luz brillante de la tarde
de octubre se refleja en los campos, se vuelve intensa, dorada, conforme se
acerca la puesta de sol. El paisaje desfila a gran velocidad en la ventanilla
del tren que me lleva al sur. Se van sucediendo las huertas, los campos yermos,
los encinares, las llanuras donde ya no está el cereal y la primera oscuridad
de la noche refleja mi cara en el cristal. Detrás un paisaje, ya borroso,
empieza a confundirse con la anochecida. Dos octubres más tarde regreso de
nuevo. Esta vez no voy a que me expliquen las historias que quiero contar en mi
novela, pero los recuerdos empiezan a apelotonarse. Dos años después vuelvo
cargado de personajes cuyas vidas fueron desenredándose por sorpresa sin apenas
darme cuenta y que fui tomando de prestado, de forma apresurada, en este blog.
Y regresa María, la abuela
que no confesó ni frente a un pelotón de fusilamiento y pagó por ello con la
cárcel. Y Antonia, su madre, que lo abandonó todo por casarse con un hombre
pobre, veinte años mayor, del que se había enamorado. También su abuelo
Antonio, el teniente que volvió enfermó de la Guerra de Cuba, el que varias
décadas antes se alistó para luchar en la tercera Guerra Carlista para buscar
el bienestar de su familia. Y veo a mi madre, cruzando con apenas seis años
toda la ciudad de Granada después de que la guardia civil detuviera a la suya
entre golpes y patadas. Y a su hermana Resu, con la que compartió aquel tiempo
oscuro de internados, adoctrinamiento y hambre. Y a sus tíos Ángeles, Pepe y Concha
que, huyendo de la muerte, se la encontraron de cerca en mitad de una
desbandada. Y al hermano de éstos, Paco que fusilaron frente a la tapia del cementerio
un día antes de que cumpliera veinte años. Y a su padre Pepe, el gañán que le
hablaba a los animales y que aquella mañana le llevó una olla de potaje de col
que ya nunca llegaría a probar. Y regresa José, mi abuelo casi desconocido por
la distancia, que se echó al monte cuando acabó la guerra y luego, en los
momentos más difíciles, no supo ser tan valiente ni tan digno. Y los Quero,
aquella banda de hermanos que se negaban a rendirse tras la derrota.
También vuelve el teniente
de ingenieros, insensible al sufrimiento de la mujer embarazada de seis meses a
la que interroga. Y el falangista que se pasea orgulloso por su pueblo después
de haberlo sembrado de muerte. Y el enérgico teniente coronel de artillería que
tomó la radio de Granada la noche del “glorioso” alzamiento y juzgó a unos
pobres desgraciados que no podían defenderse, cuyo único delito era ser las
mujeres, los hermanos, las madres de los que han huido a la sierra. Y el general
que duda si sumarse al golpe de estado y cuando lo hace es ya tarde para salvar
la vida. Y el director de la prisión que frente a las presas alineadas en el
patio les dice no es un Ángel, ni un Caballero pero que de León tiene hasta el
rabo y que con él van a aprender lo que es la disciplina. Y a la subdirectora,
perteneciente a la Sección Femenina, donde le inculcaron los valores del odio,
los que un psiquiatra, amigo de los nazis, trata de justificar y un periodista -rencoroso
como también lo será su nieto, futuro presidente de un gobierno muy de derechas-
tratará de explicar.
Y Arthur, el periodista
húngaro que la noche antes de que entrara un enemigo salvaje decidió quedarse
en Málaga porque no quería seguir huyendo. Y Sir Peter, el zoólogo británico
que le dio cobijo y luego le salvó la vida. Y un fascista, famoso por alquilar
el avión con el que se inicio la maldita guerra, que quería matarlo. Y
Elisabeta, la rusa idealista que vino para ayudar a la República como
traductora y cogió el fusil aquel día que un avión enemigo ametralló a unos
niños sobre el asfalto de una carretera repleta de gente que huía. Y un periodista
deportivo, reconvertido en corresponsal de guerra, que seguía las noticas a un
centenar de kilómetros de distancia. Y su admirado general, que cada noche
vomitaba por la radio sus palabras de odio. Y Norman, el médico canadiense que
salvó tantas vidas en aquella carretera sembrada de muerte y su ayudante, que
pudo fotografiar ese horror y contarnos lo que vio con sus ojos asustados.
Y regresan los versos del
poeta que fusilaron en un barranco por decir que la burguesía de Granada era la
peor de España. Y su amigo, al que él llamaba el socialista de guante blanco,
el ministro republicano que murió exiliado en Nueva York, la ciudad que nunca
duerme, el congresista que dio voz, por primera vez en ese estrado, a los
pobres del Barranco del Abogado, que querían al menos mandar en su propia
hambre. Y Juan, el Presidente que se niega a rendirse por mucho que la derrota
sea evidente en los sótanos del castillo donde se reúne con lo que queda de su gobierno.
Y a Francesc, otro Presidente que quiso descalzarse frente al pelotón de
fusilamiento para pisar su tierra en el momento de la muerte. Y a un
independentista cobarde que pretendió llevarle la contraria mientras vivía
alejado de las bombas y del sufrimiento de su pueblo. Y a Manuel, un periodista
pequeño burgués de corazón republicano, que supo describir como nadie a los
extremistas de la guerra y murió de soledad en su exilio de Londres. Y a Gerda
la fotógrafa que quiso estar tan cerca que murió bajo un tanque en retirada. Y
a Robert, su colega, amante y amigo que guardó sus fotos en una caja que estuvo
perdida durante más de setenta años y que cambió el fotoperiodismo para siempre.
Y a Antonio, el poeta que murió de tristeza, al poco de cruzar la frontera,
recordando una patria que ya no existía, los días azules de su infancia.
Y me conmociona el valor de
los antiguos combatiente republicanos, que después de malvivir durante meses en
un campo de concentración, abandonaron aquella playa maldita para combatir de
nuevo al fascismo con una valentía encomiable, que les llevó a ser los primeros
en entrar en París con aquellos tanques que llevaban escritas los nombres de
pueblos y ciudades españolas con letras blancas. Y a Stefan, el austríaco
sensible que huyó de los nazis y acabó suicidándose cuando pensaba que el mundo
no se libraría del yugo de los asesinos. Y a Primo, el judío italiano que tuvo
el valor de contarnos el horror del que había sobrevivido tras cruzar toda
Europa para regresar a su casa
Vuelve el recuerdo del
director de un periódico republicano que murió desangrado en los primeros días
de la guerra, después de que un culatazo le incrustara los cristales de sus
gafas. Y del coronel cobarde que no supo dirigir sus tropas en mitad de la
desbandada. Y del general que murió en la primera línea de combate contra los
carlistas; del almirante que, tras intentar evitar sin éxito el suicidio de su
flota, se puso al frente de la misma y de otro general muy cruel que inventó
los campos de concentración y los llenó de mambises.
Y me vienen a la mente las
palabras del periodista inglés, que se alistó en unas milicias troskistas, sin
saber ni siquiera cuáles eran sus ideales, porque tenía muy claro que
defendiendo a la República defendía al mundo de la amenaza del fascismo.
Un montón de personajes se
confunden en la ventanilla del tren mientras la noche cerrada oscurece los
campos y sólo se desvanece cuando el vagón pasa a toda velocidad por alguna
estación donde nadie espera. Decenas de sufrimientos, de pasiones, de luchas se
desvanecen cuando la brisa tibia, casi cálida, de una Málaga otoñal me da la
bienvenida.
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14 noviembre, 2011
Las medallas el torturador
Cuando hace ahora dos años,
entre impaciente y cansado, acabé la investigación histórica que debía arrojar
luz a la novela, era consciente que volvería a ella conforme avanzara el
proceso de escritura, porque la búsqueda nunca finaliza y todo está abierto
hasta el final.
En la segunda escena del
primer capítulo aparece un personaje secundario. Como otras muchas cosas, el
azar me trajo su existencia. Cuando leí por primera vez el sumario de la causa
595, me sorprendió la frialdad con la que el teniente de ingenieros, que estaba
de guardia ese día, reflejaba los dramáticos sucesos relacionados con la
detención y posterior tortura de mi abuela.
Esas líneas despiadadas me
ayudaron a dibujar un personaje, uno de esos secundarios que aparecen sólo al
principio de la historia, de forma breve, pero que adquieren un protagonismo
inicial, inesperado, que logra fluir la acción. Pero, después del ímpetu los
primeros momentos, el teniente se diluyó en pocos rasgos imprecisos. Mi
imaginación lo creyó joven, recién salido de la academia y con ganas de
destacar entre sus superiores, todos ellos más zafios, pero con más galones por
sus méritos de guerra. Lo veía más bien como un muchacho de clase media
empobrecida, probablemente de una pequeña ciudad castellana. Y así se fue
diluyendo con el paso del tiempo. Sin duda yo mismo tuve gran parte de culpa.
No quiero escribir una novela maniquea. Durante la guerra, la mezquindad no
entendió de bandos y, por ello, sin darme cuenta fui indulgente, demasiado
benévolo, con ese personaje
El azar volvió a acercármelo
hace varias semanas. Estaba reescribiendo la escena con una desesperante falta
de habilidad cuando el mar de google volvió a arrojarme una botella en la playa
de mi proceso creativo. Las olas me llevaron a una web de condecoraciones
militares. El tono de algunos comentarios “el Alcázar nunca se rinde”,
indicaban que me adentraba en territorio enemigo para mi sensibilidad. Los
visitantes habituales del foro presumían de sus prendas, de los resultados de
su caza. Uno de ellos había adquirido recientemente las medallas de un
comandante de ingenieros, el hombre que, dieciocho años después de instruir una
causa contra mi abuela y una decena de personas, cuyo principal delito había
sido ayudar a los hombres que se echaron al monte, pasó a la reserva en
Alicante. Como si fuera un trofeo, allí encontré una fotografía de sus galones
y medallas. Cinco de esos metales lucían de la pechera de su uniforme la mañana
que interrogó a mi abuela María.
El teniente Medina -he
decidido intercambiar los apellidos reales de los personajes siniestros de mis
textos para no incomodar a nadie- volvió a tomar vida en aquella foto y en su
expediente militar, que recibí unas semanas más tarde. A sus cuarenta y un
años, haraganeaba en la Granada de posguerra, después de haber servido durante
más de veinte en el cuerpo de ingenieros. Con la mayoría de edad, abandonó su
pueblo, en la Tierra de Baños extremeña, para alistarse voluntario y marchar a
Madrid donde quedó inscrito en un Regimiento de Telégrafos. Allí puso todo su
empeño en ascender por el escalafón, pero, pese a varios rápidos ascensos
iniciales, en 1.920, cuando estaba a punto de alcanzar los galones de sargento,
participó en un altercado que le supuso la inmediata degradación a soldado. Una
noche, probablemente de juerga y borrachera, obligó al conductor de un tranvía
a cambiar su ruta para acercarle al cuartel.
Meses más tarde, marcha para
la Guerra de África con la 1ª Compañía Expedicionaria que organiza el gobierno.
Dos años después, recibe su primera condecoración, la Medalla Militar de
Marruecos. Envuelta por una corona de laurel, aparece la silueta de Alfonso XII
con el casco en punta de los lanceros de la Guardia Real. De su cinta verde
cinabrio, irá colgando en los años siguiente los pasadores de Melilla, Tetuán y
Larache. Por su participación en el desembarco de Alhucemas se le concede la
Cruz de Plata al Mérito Militar con distintivo rojo y el ascenso a suboficial
por méritos de guerra. Debía presumir de sus medallas, porque antes había
comprado una que no tenía ningún mérito, la del homenaje de los Ayuntamientos a
Sus Majestades Alfonso XIII y Victoria Eugenia. Cualquier civil que quisiera pagar
diez pesetas podía hacer gala de ella.
Tras la guerra en el Rif su
carrera se estanca, pero antes recibe su cuarta condecoración, la Medalla de la
Paz de Marruecos. De forma ovalada y enmarcada por dos ramas de olivos
sujetadas por un lazo que se unen en una media luna, dibuja un paisaje de
ciudad africana, iluminado por el sol con un nimbo radiado entre cuyos rayos se
lee la palabra Paz. Sobre ella posa una paloma exenta con las alas abiertas y
una rama de olivo en el pico y la corona real. La cinta, de muaré blanco, tiene
bordada una estrella de seis puntas y dos franjas con los colores nacionales.
Con la llegada de la
República, nuestro personaje se acoge a la llamada Ley Azaña, promulgada para
aligerar el obsoleto ejército del exceso de oficiales. Entonces decide
retirarse a Granada, ya que se había casado, dos años antes, con Francisca, una
granadina. El “Glorioso Alzamiento Nacional” le pilla en la ciudad marroquí de
Arcila y, sin dudarlo, se presenta voluntario para servir al nuevo régimen. Al
parecer su ardor guerrero ya no es el mismo de antaño y pasa toda la guerra en
retaguardia, prestando servicios de vigilancia de la línea telegráfica que iba
desde Tánger a la Zona Francesa y como instructor de la Falange en Larache. Por
esos servicios recibiría más tarde la Medalla de Campaña con distintivo de
retaguardia. Empavonada en negro con el borde y algunas alegorías en dorado,
donde aparecen hojas de laurel y robles, figura la Laureada en oro, siendo en
negro un sol naciente, en el cuadrante superior que representa a España, en
lucha con un dragón con una hoz y un martillo que representa al comunismo. La
cinta es con los colores nacionales y borde en negro.
Tras el final de la guerra,
causa baja durante dos meses en el ejército, al que reingresa sólo dos meses
más tarde para ser ascendido a teniente por antigüedad, un modesto ascenso poco
comparable al de algunos colegas que habían medrado con el conflicto bélico. A
partir de ese momento, se dedica a esperar su ascenso a capitán, prestando sus
servicios como instructor y juez militar en los juzgados de Granada. Es en ese
momento cuando su vida se cruza, de forma desgraciada, con la de mi abuela,
que, entre golpes y preguntas, debió ver el brillo de aquellas medallas.
Así, el teniente Medina, ese
personaje secundario que aparece en una esquina de la historia, y del que su
expediente militar destaca “la capacidad para las funciones administrativas, la
aptitud para los cargos judiciales” y cuya actividad profesional más distinguida
es “la movilización”, va cobrando de nuevo vida y una personalidad compleja,
mientras su creador se va olvidando de complejos maniqueos y construye una
trama más allá de la verdad, aunque sin engañarla del todo.
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