19 agosto, 2010

La playa de la ignominia.

La semana pasada, mientras mis pasos caminaban por la arena mojada de una playa del sur de Francia, veía como el mar se encargaba de borrar mis huellas y como mi hija me acompañaba en el paseo por la orilla, jugando con la espuma de las olas que levantaba el viento. Miles de turistas franceses tomaban el sol y la brisa de la tarde de agosto, ajenos a lo que ocurrió en este mismo lugar hace ahora setenta y un años.

La playa de Argelés se convirtió a partir de enero de 1.939 en un campo de concentración, donde quedaron internadas más de cien mil personas que huían del avance de las tropas franquistas. Tras el derrumbe del frente cercano a Barcelona, comenzó la mayor diáspora de la historia española, la huida hacia Francia, como única salvación, para los republicanos derrotados: coches sin gasolina, abandonados en las cunetas; mujeres que iban perdiendo sus maletas; familias enteras caminando a pie sobre el barro; niños que resistían la agonía del frio del invierno bajo las mantas; hombres harapientos cargados con fardos; soldados a la deriva, taciturnos y abatidos, que, después de abandonar sus fusiles sobre pirámides de armas amontonadas en la frontera, parecían sólo muñecos de trapo, derrotados. A todos ellos les esperaban el gesto feroz de los gendarmes franceses, las bayonetas caladas de las tropas coloniales senegalesas, los alambres de espino, el frío y el hambre.



El cinco de febrero, el gobierno francés de Edouard Daladier, ante la presión de la opinión pública internacional, se vio obligado a abrir la frontera y permitir el paso de los refugiados. Apenas un mes más tarde, el informe Valière, realizado a petición del propio gobierno, estimaba la presencia de casi medio millón de exiliados españoles en territorio francés, la mitad de los cuales eran soldados, pero el resto eran mujeres, heridos, ancianos y niños. La población del departamento de los Pirineos Orientales casi se había doblado en pocas semanas. El desastre humano no tuvo la respuesta adecuada y las autoridades galas, impotentes y desbordadas ante la situación, decidieron internar a los republicanos en las playas de Argelés, a sólo treinta y cinco kilómetros de España.

Cercaron el perímetro con alambres de púas, dejando una única salida al mar. Sin electricidad ni agua, sin barracones, letrinas, enfermerías, cocinas…, aquellas personas tuvieron que sobreponerse a las desgracias y excavar refugios en la tierra, las llamadas “conejeras” y tiendas de lona, que les protegieran del frio viento invernal que asolaba la orilla. Los escasos víveres que habían conseguido transportar, se habían agotado por el camino y la alimentación era muy escasa, apenas consistía en mendrugos de pan, que les arrojaban desde camiones, y sacos de legumbres que tenían que cocinar con el agua salada del mar. La potable, que se distribuía en camiones cisterna, tan sólo alcanzaba para apagar la sed. Se vieron obligados a asearse y defecar en la orilla, convertidas en estercoleros. Escarbaron pozos en busca de un agua contaminada, que rápidamente extendió la disentería y el tifus. Los escasos médicos españoles trataban de curarlos con unas pocas aspirinas y pastillas de caldo de pollo. Con la bajada de las temperaturas empezaron a morir los más débiles. Bajos las carpas, las madres parían a sus hijos sobre la arena húmeda y luego los protegían del frio en cajas de cartón. Las mujeres jóvenes tuvieron que soportar el acoso y en ocasiones las violaciones de gendames y senegaleses. Muchas de aquellas personas repetían diariamente el mismo gesto: levantaban el puño en señal de protesta por el maltrato y las malas condiciones. Con ese ademán aparece inmortalizado su sufrimiento en algunas de las fotografías que les tomaron.



En marzo el fotógrafo Robert Capa, que había sabido reflejar a través de su cámara el sufrimiento de los republicanos durante la guerra civil, visitó el campo, que en aquel momento albergaba a más de ochenta mil personas. La descripción que hizo del mismo fue muy dura: "...un infierno sobre la arena: los hombres allí sobreviven bajo tiendas de fortuna y chozas de paja que ofrecen una miserable protección contra la arena y el viento".
Pese a las penurias, consiguieron alzar algunos barracones e incluso realizar actividades culturales que trataban de levantar el ánimo colectivo. La solidaridad era lo único que les quedaba para tratar de mantener una mínima dignidad. Finalizada la guerra civil, las autoridades francesas lograron persuadir a la mitad de los refugiados, que dieron credibilidad a la promesa de perdón de Franco y regresaron a España, la mayoría lo pagaron con la vida o con la cárcel. Las peticiones de integrar al resto en la vida civil en el país vecino fueron desoídas y permanecieron en la playa hasta que, seis meses después de abrirse el campo, estalló la Segunda Guerra Mundial y los nazis invadieron Francia. El campo fue acondicionado entonces para recibir a prisioneros judíos, gitanos y apátridas. Muchos de los hombres se vieron obligados a alistarse en los batallones de trabajo y luego no les quedó otra salida que volver a empuñar las armas. Volverían a enfrentarse al fascismo con honor y valentía, pero esa ya es otra historia que también merece ser contada.
El último invierno fue el más duro. Un frío glacial y la acumulación de penalidades elevaron la mortandad, especialmente entre los niños. La lucha por la supervivencia y la dignidad no decayó. Cuando trataron de deportar a África a los brigadistas internacionales que aún quedaban, las mujeres comenzaron una protesta que duró varios días. Poco tiempo después, las autoridades cerraban el campo.
La arena y el mar de la playa de Argelés hoy llena de turistas, aún guarda el sufrimiento, pero la memoria no puede ser sepultada y pervive en el recuerdo de los escasos supervivientes que aún quedan y a través de las palabras de sus hijos.
TV3 emitió el diciembre pasado un documental sobre el campo de concentración de Argelés. Los noventa minutos de duración recogen muy bien el drama que miles de personas sufrieron allí. Merece la pena verlo en


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