26 octubre, 2011

La maleta mejicana 1.


El ascenso del nazismo produjo una diáspora en Centroeuropa, muchos judíos huyeron de sus países y buscaron refugio en París, que, a principios de los años treinta, hervía de vida y se convirtió en el hogar de cientos de intelectuales y artistas exiliados. La mayoría de ellos sobrevivían en la miseria, compartían pequeños apartamentos alquilados, dormían en pensiones baratas y pasaban largas horas en los cafés sin apenas consumir lo que no podían pagar. En ese momento, las cafeterías parisinas se convirtieron en el centro de la vida cultural,  de la esperanza y del miedo.

En una foto tomada en la primavera de 1.936 podemos observar una pareja joven, sentada en la terraza de una café de Montparnasse. Comparten una sonrisa cómplice que nos desvela su amor. Ella, con un peinado “a lo garçon” y una boina oscura que sombrea sus ojos, entorna la mirada seductora. Coqueta con esa ropa humilde, primaveral, se nos presenta atractiva, moderna. Él gira ligeramente la cabeza para dedicarle una mirada tierna, parece un hombre seguro, con esa fortaleza interior que tienen los antihéroes de las películas en blanco y negro. Ella es alemana, nació en una familia de origen polaco y se llama Gerta Pohorylle. André Friedmann es húngaro, ambos son judíos y sobreviven como fotógrafos mientras se aman en el París de antes de la guerra. En un primer plano aparecen unas copas vacías, ocupan una esquina de la imagen, detrás un camarero con chaqueta blanca pasa fugaz y un rostro de hombre, del que apenas podemos ver detalles, lee un periódico. Pese a la falta de recursos a que les obliga el exilio, parecen felices. En ocasiones tienen que empeñar su única propiedad, una cámara Leica que siempre consiguen recuperar. Comparten lo poco que tienen, sobre todo los ideales, con un grupo de amigos, inquietos ante el avance de los nazis.



Sólo unos meses más tarde, con el estallido de la Guerra Civil en España, ambos deciden marchar a Barcelona. Durante casi un año fueron testigos del horror que provocaban los bombardeos fascistas y el hambre. En todo ese tiempo recorren, junto a su amigo y colega, el polaco David Szymin “Chim”, las líneas del frente y la retaguardia para retratar la vida de un país moribundo y se convirtieron es testimonio de su sufrimiento, sus fotos explicaron al resto del mundo lo que estaba sucediendo en nuestro país. Nos guardaron para siempre los rostros famosos, pero también anónimos, la mirada ampulosa del general Líster con ese aspecto tan soviético que le otorgaba la enorme y pesada capa y la gorra de plato, las que posiblemente fueron las últimas fotos que le tomaron a Federico García Lorca, donde podemos ver cierta preocupación en su cara mientras conversa con un amigo poeta, la vehemencia de la Pasionaria, rodeada de hombres que la miran, subyugados por sus palabras, en mitad de un discurso, los retratos de varios corresponsales que luego se convertirían en escritores famosos… pero también los rostros de desconocidos, de soldados que duermen en las trincheras a la espera de un combate, de una campesina que amamanta a su hijo al mismo tiempo que escucha al as consignas sobre la reforma agraria en un mitin, los niños que observan con curiosidad a las tropas que desfilan ante sus ojos, las madres que espera junto a una reja en la puerta de la morgue para saber si dentro se encuentran los cuerpos de sus seres queridos…

Pero de todas las imágenes, una serie me impresionó sobremanera. En ella, Gerta duerme sobre una cama de sábanas entreabiertas, arrugadas, envuelta en un pijama de rayas finas que parece muy cómodo. En mitad del horror de la contienda, André quiso guardar para siempre ese momento íntimo de ternura de su amada que vive un sueño plácido. Poco después, en Julio de 1.937, mientras cubre la Batalla de Brunete montada en el estribo de un coche que transporta heridos, un ataque rasante de la aviación provoca una huida precipitada y un tanque republicano golpea el automóvil, haciéndola caer bajo sus cadenas. Gerta muere pocas horas más tarde cuando estaba cerca de cumplir veintisiete años. Su cuerpo es trasladado a París donde encuentra sepultura.



Unos meses antes, aún en la capital francesa, decidieron cambiar sus nombres por Gerda Taro y Robert Capa, pensaron que si se inventaban un ficticio fotógrafo estadounidense podrían cobrar más por sus fotografías y no se equivocaron. La obra de ambos fotógrafos y amantes se confunde durante un tiempo en que la firman de forma conjunta. Capa, desesperado tras la muerte de Taro se vuelca aún más en su trabajo y cubre como fotoperiodista algunas de las batallas más cruentas de la contienda, como la Teruel en mitad del frio extremo del invierno. Ante el triunfo de los franquistas decide volver a Paris con tres cajas que contienen los negativos que ellos y Chim habían tomado durante la guerra. Más tarde, con los nazis a las puertas de la capital francesa consigue a través de Pablo Neruda, entonces embajador de Chile, un salvoconducto que le permite huir a los Estados Unidos. Se marcha, pero antes le pide a un amigo que proteja los negativos. En ese momento no sabía que iba a tardar años en regresar. Con los alemanes aun resistiendo en sus calles, entra la ciudad a lomos de un tanque. El vehículo tiene escrito en letras blancas la palabra Teruel, le acompañan otros  con las inscripciones Guadalajara, Ebro, Belchite. Son los valientes soldados de La Novena al mando de Leclerc, la mayoría de ellos antiguos combatientes republicanos españoles. Ellos son los primeros en entrar en la capital, un detalle que luego la historia olvidará a lo largo de varias décadas.

Capa, que había sido el único fotógrafo que desembarcó con las tropas en las playas de Normandía, era ya  famoso. Nunca encontró las cajas con los negativos. Él no sabía, nadie sabía que cruzaron el Atlántico con el equipaje de un diplomático mejicano. Robert Capa o lo que es lo mismo André Friedmann moriría en 1.954 cuando una mina estalló a sus pies mientras cubría otra guerra, esta vez en Indochina. Desde entonces su fama merecida no ha parado de crecer, Gerda Taro y su obra caían, en cambio, en el olvido. Años más tarde se reconoció la labor de ambos y de otros fotógrafos españoles y extranjeros que cubrieron la Guerra Civil Española, ellos cambiaron el fotoperiodismo. Las cajas con los negativos aparecieron en 2.007 en Ciudad de México. El domingo yo pude ver esas imágenes, forman parte de la exposición “La maleta mexicana” que se expone hasta mitad de enero en el MNAC de Barcelona. Sigo impresionado por aquellas fotografías, con el miedo, el hambre, la lucha, el amor que Taro, Capa y Chim nos legaron, nos guardaron para que no durmieran en el cajón del olvido.



11 octubre, 2011

La eterna estupidez


Es muy difícil escribir una novela sobre un tiempo que pasado que ocurrió bastantes décadas atrás y sobre el que no se tiene la experiencia sensorial de lo que se ha vivido. Objetos, costumbres, palabras, ideas que hoy forman parte de la cotidianeidad no eran habituales hace setenta años o simplemente no existían, otras en cambio han ido desapareciendo, pero hay algo que permanece inalterable: la estupidez humana.

Antes de empezar a escribir la historia de mi novela dediqué un año a tratar de conocer la época en la que transcurría. La tarea se desveló mucho más difícil conforme fui ampliando el periodo y el ovillo se fue deshilachando en múltiples historias. Dediqué muchas horas a leer las ediciones de periódicos a lo largo de algunos momentos muy concretos, leyendo las crónicas diarias podía conocer mejor cómo evolucionaban los acontecimientos. La perspectiva es muy diferente a la que nos ofrecen los libros de historia que, juegan con la ventaja, de analizar todos los episodios en su conjunto cuando ya se conoce el final.  La primera sorpresa que me ofreció ese acercamiento a la historia fue ver como hay circunstancias que se repiten y conductas y políticas de abordarlas que, por desgracia, se realizan de la misma forma.

Durante el otoño de 1.898, el pesimismo cundió entre la prensa y los políticos. La pérdida de las últimas colonias despertó al país de un sueño imperial que se había acabado mucho tiempo antes, pero no fue hasta que la burbuja explotó y la armada española fue destrozada en una sola mañana por la estadounidense cuando el país quiso ver una verdad que había negado durante demasiado tiempo. Se destapó entonces una enorme crisis, no sólo económica sino moral: el país en el que la mayoría creían vivir era más débil de lo que querían aceptar. Fue en esa situación cuando la burguesía catalana, que se había enriquecido como la que más con la guerra de Cuba y el comercio con las Antillas, dio auge a políticas nacionalistas que tan de moda estaban en la Europa de finales del siglo XIX.

Cuando se leen los periódicos de la primavera del 36 se puede observar cómo fue en aumento la espiral de violencia de las palabras, que se tradujo luego en el estallido de la guerra en las calles. El lenguaje incendiario de unos y otros estaba diseñado conforme a un plan establecido, la irrupción de los medios de propaganda, la megafonía, el amarillismo de una prensa al servicio de la subjetividad, la deriva hacia el extremismo de los políticos, todo eso ha quedado en las hemerotecas y aún hoy, más de siete décadas después puede ser leído por todo aquel que quiera ser consciente del momento. Pero la lectura detallada de los periódicos de los meses previos a la guerra y los que siguieron al inicio de la barbarie rebelan otra sorpresa frente a la visión que ofrecen algunos manuales de historia: los hechos transcurrieron no por la fatalidad de un destino escrito, sino por el encadenamiento de muchas circunstancias. Cuando miramos el estallido de la violencia desde la perspectiva actual, nos parece que era inevitable, como una plaga a la que estaban condenados nuestros antepasados, pero fueron las actuaciones de una minoría de extremistas los que provocaron el desastre en la mayoría que trataba de vivir sus quehaceres cotidianos con normalidad.

En los últimos años, y especialmente en los últimos meses, cuando leo algunos de los periódicos de este país, cuando escucho algunas de sus radios, tengo la misma sensación de pesimismo y hundimiento moral que me provoca la lectura de la prensa del otoño de 1.898, también la crispación buscada, la violencia verbal, la total falta de respeto por el adversario político que se destilaba en la primavera del 36. La lucha por los cambios de poder no se limita ya a la confrontación de miradas entre la izquierda y la derecha, sino también entre nacionalistas que parecen muy diferentes, pero que defienden la misma estupidez, que siempre se repite. Durante años el Partido Popular y su caterva de medios de comunicación, lo que vulgarmente se conoce como “caverna mediática madrileña”, han venido gritando su anticalatanismo con el objetivo de ganar votos en el resto de territorios. Han criminalizado el hecho diferencial porque son incapaces de entender que este país se ha construido a lo largo de los siglos gracias a las diferencias y a pesar a los intentos siempre brutales de unificación (Inquisición, expulsión de religiones, absolutismo cerril frente a los avances liberales…). Durante los últimos meses la histeria de los medios de comunicación catalanes ha alcanzado niveles parecidos a los que con tanta insistencia ellos desprecian. Así en las últimas semanas he leído expresiones como rendición frente al terrorismo, terrorismo económico, declaración de guerra a la lengua, golpe de estado a las instituciones, agresión a la cultura, ataque al hecho diferencial… y últimamente la palabra favorita de algunos políticos: desafección.
Todos simplificado a la niñería infantil “si no me dejas jugar con mis reglas me llevo el juguete” o de la amante falsamente despechada “como no me quieres de la forma que me gustaría, me voy”. En las últimas semanas, la estrategia ha dado un paso más. Bajo la forma del desliz de unas palabras dichas sin intención en un entorno determinado, se esconde una estrategia calculada de forma fría y premeditada: voy a insultar al otro para recibir luego sus insultos y poder justificarles a los míos “veis, lo que os vengo diciendo, como no nos quieren lo mejor es que nos vayamos, salvo que nos den todo lo que estamos pidiendo”.

Los nacionalistas de todo tipo (y los españolistas los primeros) retroalimentan la espiral en beneficio propio y en perjuicio de una mayoría silenciosa que calla, como también calló en el 36 cuando se vio desbordada por los acontecimientos. Ayer Durán i Lleida volvió a poner de manifiesto su incapacidad intelectual de la que últimamente no cesan de hacer gala los líderes de los partidos nacionalistas catalanes y hoy, mientras los medios de Catalunya defendían a capa y espada lo indefendible (el amarillismo esta mañana de RAC1 me parecía tan irritante como el de la COPE o Intereconomía,  medios todos ellos que considero on un insulto a la verdad y a la inteligencia) desde Andalucía usaban la munición para responder a los disparos y darle así más balas a sus adversarios.

Y la mayoría empieza a moverse, a derivar con sus sentimientos viscerales, promovidos desde el falso desliz, hacia posturas más extremas. En un momento de profunda crisis en lugar de buscar la necesaria unidad de acción, se encienden las más bajas pasiones patrióticas o regionales para que unos políticos que no tienen otros argumentos puedan subir como la espuma. Todo eso parecería que se mueve en el plano teórico de las discusiones entre políticos, o en los graznidos de las tertulias radiofónicas, pero el problema, por desgracia, es mucho más real porque está minando la convivencia.

Hace unos días, mi hija, que acaba de cumplir seis años, me dijo muy seria que no le gustaba que le hablara en castellano porque debíamos hablar sólo en catalán  ya que era la única lengua de nuestro país y era el idioma más importante. Yo le expliqué que ella era muy afortunada porque tenía dos idiomas y que mientras yo le hablaba en castellano, su madre lo hacía en catalán, que ningún idioma es más importante que otro, y que cuantas más lenguas conociese podría hablar con más gente. Ella me insistía que no era verdad y cuando le pregunté quién le había dicho esas tonterías, me dijo que un compañero de su clase que sólo habla catalán, uno que precisamente le pega a menudo cuando ella se niega a seguirle en sus juegos. Un país que a través del entorno social y familiar enseña el fascismo ideológico, el estalinismo lingüístico a un niño de seis años es un país muy enfermo.  Si unos y otros seguimos jaleando desde las vísceras la espiral de violencia con las argumentaciones y las palabras tenemos un futuro muy negro. Tras las crisis del 98, una profunda corriente revisionista y un espíritu de modernización recorrieron el país más allá de las divisiones nacionalistas y se inició un auge cultural y económico como no se había vivido en mucho tiempo que nos llevó a la considerada época de plata. Tras la locura que se inició en el verano del 36 vino una guerra atroz y una larga y negra dictadura. Ojalá tomemos ejemplo, pero me temo que la estupidez es eterna.


06 septiembre, 2011

Los escenarios de mi novela (y 7): La última cueva de los Quero.


Quiero finalizar el itinerario, que inicié días atrás por los escenarios de mi novela, en el lugar más sorprendente, el más imprevisto. A menudo el azar nos presta una ayuda inestimable que no esperamos. Lo he podido ir descubriendo en la investigación histórica que me ayuda a dar cuerpo a mi novela. Un conjunto de pequeñas casualidades me fueron desplegando una historia maravillosa, parcialmente inesperada cuando empecé a tirar del hilo que me llevó a un gran ovillo de personajes que se cruzan.

El azar volvió a ayudarme cuando visitaba las tapias del cementerio de Granada (ver entrada del día 25 de agosto). Mientras miraba los olivares cercanos, se acercó un hombre, de barba blanca y brazos dibujados por tatuajes antiguos. Vestía unas botas, camiseta y pantalones de aire militar. El recelo inicial dio paso a una conversación reveladora sobre una cueva que, según nos contaba, fue el refugio más secreto y más escondido de los hermanos Quero. El hombre, antiguo guarda forestal, nos explicó que, en sus jornadas de vigilancia para la prevención de incendios, había pernoctado muchas veces en ella. Un viejo pastor conocido por Antonio, “el de los pelúos”, le confesó, hace ya varias décadas, que hasta allí les llevaba víveres a los guerrilleros.

A la tarde siguiente iniciamos una excursión con el objetivo de encontrarla. En los momentos de mayor peligro, cuando la guardia civil les amenazaba de cerca, los guerrilleros abandonaban sus refugios en el Barranco del Abogado y se internaban, a través del Llano de la Perdiz, por los caminos de la sierra, buscando lugares más recónditos donde ponerse a salvo.

Al norte de Cenes de la Vega, un pueblo que cruza la carretera de sube hasta Sierra Nevada, se encuentra el Canal de los Franceses, un conducto que suministra agua a Granada. Fue construido a finales del siglo XIX por orden de un rico industrial francés que había adquirido la concesión que le permitía la explotación de la riqueza aurífera de la zona. La existencia de oro estaba ya documentada en el siglo I a. C. por Plinio el Viejo, que nos habla de las minas que explotaban allí los romanos. No podemos olvidar que el río Darro, que pasa muy cerca, se llamaba Dauro, derivado de Dat Aurum “el que da oro”. El canal se construyó con el objetivo de llevar el cauce del río de Aguas Blancas con el que diluir las tierras rojizas que encerraban las diminutas láminas doradas. La fiebre del oro se extinguió hace mucho tiempo, pero la obra continua en pie y, durante un buen trecho, acompaña el camino a la cueva.

Un centenar de metros más abajo se encuentran las ruinas de Jesús del Valle, un enorme cortijo levantado por los jesuitas en el siglo XVI, entre los cerros de San Miguel y Los Pinos, al noreste de los montes de la Alhambra. El edificio se encuentra en un lamentable estado de abandono, pero guarda un gran valor histórico, ya que es uno de los mejores ejemplos de explotación agrícola y ganadera realizado por la Compañía de Jesús. Al parecer, una gran compañía constructora de Granada ha venido especulando con él durante los últimos años  con la intención de convertirlo en un hotel de lujo.

La hacienda-cortijo de Jesús del Valle
El camino se interna entre quejigos, encinas y pinares, serpentea la colina que se levanta a su izquierda. Los montes cercanos dibujan largas líneas de olivos y a los lejos de perfilan las cumbres de la sierra. El atardecer de agosto olía a romero y a tomillo. Tras una caminata en la que cargamos con mi hija de seis años, estábamos a punto de abandonar la búsqueda y volver sobre nuestros pasos. Sólo la tozudez y el empeño de mi primo Pepe Enguix permitieron que alcanzáramos nuestro objetivo. Cuando todas las sendas se perdieron en el interior de los arbustos, él decidió seguir adelante y, apenas a un centenar de metros, encontró no sólo la cueva, sino también a Paco Rodríguez, al viejo guarda que nos había indicado cómo encontrarla y que duerme en ella algunas noches.

Escondida entre la maleza, en un paraje conocido como la Umbría de la Viña, aparece la entrada. Se observan los restos que aún dibujan el vano de la antigua puerta construida en el muro, hoy derruido, que la cerraba, dejando apenas un hueco destinado a la salida de humos. En su interior, acondicionados en varios niveles, aparecen las superficies donde se ubicaban las camas. El hueco es pequeño y apenas podía albergar a cuatro o cinco personas. Tenían otro escondite cercano donde dejaban los caballos. 


Entrada a la cueva
Desconozco si mi abuelo durmió en el refugio alguna noche. La partida de guerrilleros alternaba los refugios entre sus acciones constantes. Quizás allí se escondieron los Quero después de los trágicos hechos ocurridos en el Barranco del Abogado en la madrugada del 23 de febrero de 1.942, que he contado en varias ocasiones en este blog. No sé si mi abuela María conocía el lugar, por el que los guardias civiles le preguntaron durante horas de tortura en el Cuartel de las Palmas. La pista de mi abuelo se pierde después de aquella madrugada. Según algunos testimonios orales, pidió ayuda a un viejo amigo falangista, que lo puso en un tren, al parecer  con destino a Alicante. Después de la derrota, la cárcel y el riesgo continuo, abandonó sus actividades guerrilleras, también a su mujer, encarcelada  por haberle ayudado, y a sus dos hijas de seis y cuatro años. La tercera nacería en la cárcel dos meses después.


En el interior de la cueva cabían varias personas
Mi abuela María, mi abuelo José nunca contaron lo que pasó, sólo algunos detalles ambiguos. Ambos murieron cuando yo era un niño y hoy tengo decenas de preguntas sin respuestas, pero sus historias no dormirán en el cajón del olvido.

Nota.- Quiero manifestar mi agradecimiento a Paco Rodríguez por su amabilidad y por facilitarnos las indicaciones que nos permitieron encontrar la cueva. También a mi primo Pepe Enguix, no sólo por su empeño en localizarla, sino también por su compañía a lo largo de los tres días que nos llevó este itinerario por los escenarios que cobrarán vida en la novela, pero que, sobre todo, forman parte de la historia de nuestra familia.




04 septiembre, 2011

Los escenarios de mi novela: 6. La calle Elvira.


En 1.935 mis abuelos abrieron una lechería en la calle Elvira. Fue al poco tiempo de casarse. José madrugaba para recorrer con su yegua los pueblos vecinos y recoger la leche. María atendía el establecimiento y, con su habitual afán por la limpieza, tenía las cántaras siempre resplandecientes. El negocio, que debió coincidir con su embarazo y los primeros meses de vida de mi madre, no duró demasiado tiempo. Al estallido de la guerra, apenas un año después, habían fijado su residencia en Jayena. Desconozco los motivos del traslado, pero la espiral de violencia que se desató por el centro de la ciudad, durante los meses previos al conflicto, invitaba probablemente a una mudanza.


Puerta Elvira

La calle Elvira era la calle más larga y más importante de la Granada musulmana. En aquella época era conocida como la Zanaqat Ilbira. El origen de su nombre hay que buscarlo en su orientación a Madinat Ilvira, la primitiva corá o capital, situada en las cercanías del pueblo de Atarfe, que cedería su lugar en el siglo XI a la Alcazaba Qadima del Albaicín, que fue el primer núcleo de la Granada actual. De ella partía una intrincada red de callejuelas que la conectaban con el resto de la medina. Su recorrido se iniciaba en la Puerta de Elvira, la principal vía de acceso a la población, donde aún se conserva el magnífico arco nazarí, y alcanzaba la ribera del río Darro. Hasta la inauguración de la Gran Vía en 1.892, la calle Elvira fue la arteria más importante de Granada y donde se centraba buena parte de su actividad comercial. A partir de ese momento inició una lenta decadencia que la ha llevado a su situación actual, convertida en una vía de bares, puestos de comida rápida y botellón. El probable lugar donde estaba la lechería lo ocupa hoy un Donner Kebab

Gran Vía a principios s. XX

Hace una semana visité la calle de noche. Lo hice de forma apresurada debido a mi marcha de la ciudad a la mañana siguiente. Fuimos a la heladería de Los Italianos (cría fama y échate a dormir) de la cercana Gran Vía y decidí acercarme. Allí sigue la Puerta de Elvira, imperturbable al ruido que llega de los bares,  de los coches que, pese a su estrechez, la siguen transitando. Es una de las zonas que más me gustan del Granada, aunque la noche no sea el mejor momento para conocerla.


Trataba de imaginar el local pequeño donde instalaron el modesto negocio, la vivienda sencilla que ocuparon en el piso superior, el brillo de las cántaras, el olor a limpieza del local. Me preguntaba cómo sería allí la vida, en los meses previos a la guerra, para una pareja de recién casados con una hija pequeña. Tenían toda una vida por delante y quizás no imaginaban las desgracias que les esperaban sólo unos meses más tarde. Durante la guerra,  en aquella calle se encontraba un burdel al que acudían los falangistas y los miembros de las escuadras negras, después de haber cometido sus asesinatos. Algunos llegaban con la camisa llena de sangre y los brazos cubiertos de relojes.

Plaza Nueva en 1905

Allí, al pie del Albaicín, junto a Plaza Nueva, tan cerca de la Carrera del Darro, de la cuesta de Gómerez por la que antes se accedía a la Alhambra, entre helados, terrazas, bares y el ruido de la gente, yo imaginaba el bullicio de sus tiendas, de la lechería, de las personas que la transitaban para comprar, pero también los gritos, las risas estruendosas, crueles de aquellos asesinos. Y de los versos de Lorca…


Calle Elvira

Granada, calle de Elvira, 
donde viven las manolas, 
las que se van a la Alhambra, 
las tres y las cuatro solas. 
Una vestida de verde,
otra de malva, y la otra, 
un corselete escocés 
con cintas hasta la cola. 


01 septiembre, 2011

Los escenarios de mi novela 5. El Hospital San Juan de Dios de Granada


En la mañana del 24 de febrero de 1.942, el teniente de ingenieros José María Matamoros Mora recibió, en el Negociado 1ª 3ª, donde se encontraba el juzgado militar de guardia, un telegrama del Teniente Coronel de la 23ª División del Estado Mayor. En él le ordenaba incoar diligencias previas para esclarecer los hechos ocurridos el día anterior en una cueva del Barranco del Abogado, donde se habían producido dos muertos y un herido. Matamoros era ese día el instructor militar de guardia en  plaza.

Tras visitar el lugar de los hechos y realizar el levantamiento de dos cadáveres, se dirigió al Hospital de San Juan de Dios con la intención de interrogar a Ramón Casares Raya, un joven de diecinueve años que había sido ingresado con heridas múltiples de metralla en la cara, distintas fracturas y traumatismos de pronóstico grave. El interrogatorio fue imposible porque, según consta en el sumario, “el herido se encuentra en completa incoordinación de ideas y con pérdida total de la palabra”. Ramón moriría dos días más tarde.

Había imaginado al instructor recorriendo los patios del Hospital, subiendo sus escaleras hasta llegar a la Sala San Gabriel, donde se internaban a los enfermos más graves y quería recorrer aquellos escenarios. Hace algunos días pude hacerlo.

La historia del edificio, al que algunos califican como el segundo hospital más antiguo de Europa, es bien curiosa. A mediados del siglo XVI un portugués llamado João Cidade Duarte, que había formado parte de las tropas de Carlos V que combatieron en Fuenterrabía contra los franceses y en la Viena sitiada por el turco Solimán, malvivía en la ciudad de Granada vendiendo libros cerca de la Puerta de Elvira. Le sobrevino una vocación religiosa que provocó que fuera encerrado por locura en una celda del Hospital Real de Granada. Allí conoció la situación en la que malvivían los internos, agravada por un incendio, y decidió dedicar su vida a subsanarla. Para ello creó una orden de caridad y, tras dos hospitales más modestos, se alzó el Hospital de San Juan de Dios de Granada sobre el terreno conocido como la Almorava, que ocupaba el demolido Monasterio de San Jerónimo. Joao sería santificado años más tarde.

Tras la sobria portada, nos encontramos en el primer patio con una pequeña decepción: el estado del edificio. La Diputación ha transferido recientemente la propiedad a la Orden de San Juan de Dios y será restaurado en breve con fondos públicos. El dato me resulta curioso, pero no me sorprende. Lo considero una muestra más del poder de la jerarquía católica sobre la política laica. Un tejido mallas verdes cubre el primer patio y estropea cualquier foto posible que abarque toda la perspectiva. Las paredes están desnudas de los cuadros que las cubrían. Alguien ha marcado con grandes letras, muy relamidas, los títulos de las pinturas ausentes. Loa azulejos gastados de la parte baja de los muros, los frescos casi borrados que envuelven los arcos, el artesonado renacentista del zaguán quedan como testigos de su esplendor.



Pregunté por el antigua sala de San Gabriel al guardia se seguridad que encontré en la puerta. Me respondió que desconocía el dato. En los últimos meses han ido desmantelando todos los servicios médicos que allí se prestaban y no había nadie que pudiera aportar ningún dato. En ese momento entraron dos monjes, acompañados por un grupo de hombres rubios y piel muy clara, que hablaban en una lengua del este. Uniformados con los abalorios de la Jornada de encuentro del Papa con la juventud que se iba a celebrar días más tarde en Madrid, llegué a la conclusión de que eran seminaristas polacos. Estuve tentado de preguntarles a los monjes, pero las expresiones integristas de sus caras y la de sus acompañantes no me invitaron a hacerlo.

El segundo patio se encuentra en mejor estado. Sobre su suelo se levantó un quirófano con el techo de cristal para que los alumnos de la facultad de medicina, que entonces albergaba el hospital, pudieran presenciar las intervenciones. Del mismo no queda ningún resto, ya que la facultad se trasladó a una nueva sede en 1.944.




Pese al estado de abandono, el edificio me pareció muy hermoso. Sorprende que un entorno en el que sobresalen las arquerías, los patios, las fuentes, las palmeras, los cuadros y azulejos de las paredes… convivieran todos aquellos elementos con el uso para la medicina. Imagino que el teniente de ingenieros tenía otras preocupaciones en su cabeza y no prestó mucha atención a la belleza cuando, en las últimas horas de la mañana del 24 de febrero de 1.942, caminaba por aquellos pasillos con la intención de realizar un interrogatorio que aún no sabía que era imposible.



30 agosto, 2011

Los escenarios de mi novela 4. El Hospital Real de Granada


El cuatro de marzo de 1.942 el director de la prisión de Granada, Zacarías Pérez Rodríguez, solicitaba el traslado a la Maternidad de mi abuela, la reclusa María Álvarez López. Acompañaba el documento con un certificado, firmado el día anterior por el médico de la prisión, Rafael Fernández Martínez, donde declaraba que había entrado en su noveno mes de embarazo. El escrito no recibió respuesta por lo que, varias semanas más tarde, ya en el primer día de abril, dirigió una nueva solicitud, en la que volvía a requerir la autorización para ingresar a María, que se encontraba próxima a dar a luz. Los tres documentos forman parte del sumario del consejo de guerra que siguieron contra mi abuela y varias personas más, acusadas de colaborar con la guerrilla de los hermanos Quero.



La Maternidad estaba situada entonces en el Hospital Real de Granada, un magnífico edificio que mezcla elementos góticos, renacentistas y mudéjares. Sus paredes están llenas de historia. Tras la conquista del reino nazarí por parte de los Reyes Católicos, se emprendieron numerosas obras, entre ellas la construcción de un nuevo hospital. Con ese objetivo eligieron unos terrenos en las afueras de la ciudad, se trataba de un ejido (campo de uso común para el municipio) que anteriormente albergó un cementerio musulmán. Las obras, detenidas a la muerte de Fernando, fueron finalizadas por su hijo Carlos V y en ellas participaron los artistas más importantes de la época. Estaba destinado a los enfermos sifilíticos, pero después del cierre del Maristán, el antiguo hospital musulmán de Albaicín, también a los enfermos mentales. De ahí que uno de sus patios tenga el nombre de “los inocentes”. Con la Desamortización de Mendizábal, pasó a depender de la Diputación, que ubicó allí el Asilo de Ancianos y la Casa de Dementes. Hoy es la sede central de la Universidad de Granada.


Patio de los mármoles
La semana pasada quise conocer el lugar donde mi abuela dio a luz a su tercera hija el 12 de abril de 1.942. Resulta una paradoja que, en aquellos primeros años de dictadura en los que el sueño se había extinguido por completo, el nacimiento coincidiera con el onceavo aniversario de la Segunda República. María recibió palizas desde el momento de su detención y, ante su negativa a confesar donde se refugiaba su marido y el resto de miembros de la guerrilla, fue puesta frente a un pelotón que simuló su fusilamiento para tratar de averiguarlo sin éxito. Por ello, María, que temía ser fusilada en cuanto diera a luz, trató de retrasar el momento cuanto pudo. Según las narraciones orales de mi familia, que han transmitido la historia durante generaciones, fue su hermano Pepe el único que pudo acompañarla en aquel instante  y el que le pidió que se tranquilizara y se dejara ir porque no podría evitar lo que viniera.

El parto fue bien y nació una niña hermosa. El director de la prisión quiso tocar la cabeza del bebé cuando su madre regresó con ella entre sus brazos. No podía creer que, después de los sufrimientos por los que había pasado su madre, la pequeña estuviera tan sana. Era un hombre muy supersticioso y, para él, tocar aquella niña significaba compartir su buena suerte.

Dentro del itinerario que hace unos días me llevó por algunos de los escenarios de mi novela, estaba la visita al escenario en el que transcurre una escena que traté de esbozar hace algunos meses. En ella imaginaba las alas blancas de las monjas de San Vicente de Paul que gestionaban esas instituciones, en muchas ocasiones lejos de las enseñanzas de piedad y amor de Jesucristo, andando por una habitación reducida, pero muy iluminada.


Exterior del edificio desde el Triunfo

El edificio es imponente. Cuesta imaginar allí una escena tan dura y a la vez tan hermosa. La portada plateresca de piedra de Elvira; la planta de cruz griega, que une los cuatro patios simétricos y sobre cuyo crucero de alza el cimborrio; la altura de las columnas de sus patios; la constante presencia de los yugos y las flechas esculpidos en piedra… yo no iba buscando nada de eso. Me quedé impresionado por los elementos arquitectónicos, pero lo que yo quería encontrar era algo más sencillo: la habitación donde estaba el paritorio en los primeros años de la postguerra. Tras preguntar a algunas de las pocas personas que allí trabajaban en mitad del periodo vacacional de agosto, recibí respuestas contradictorias. El uso actual del Hospital Real es ahora muy diferente. Uno de los guardias de seguridad que se encuentran en la antigua Portería Mayor, me indicó un estrecho pasillo que se encontraba a sus espaldas y que conducía a una pequeña sala, ocupada en la actualidad por grandes cajas de maquinaria. Según había oído, era en aquella sala, situada en una de las esquinas del edificio, donde podía estar el lugar que yo estaba buscando

Pasillo que lleva al presunto antiguo paritorio
Crucé aquel pasillo bajo, de piedra. Vi la sala triste, húmeda, la pequeña ventana enrejada por la que se colaba con dificultad la intensidad de la luz de agosto, tan diferente a los hermosos jardines que hay al otro lado del muro y cerré los ojos.


Exterior de la ventana
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28 agosto, 2011

Los escenarios de mi novela: 3. La huida

Los primeros meses de la guerra fueron muy duros para mi familia. Mis abuelos llevaban poco tiempo viviendo en Jayena, un pueblo del sur de la provincia granadina, cuando se produjo el golpe de estado. Fue el único lugar en toda su comarca donde se alzaron los insurgentes, lo cual obligó a mi abuelo a buscar refugio en Málaga. Reconquistado por milicianos anarquistas veintiún días después, les ofreció cierta tranquilidad durante varios meses. En Churriana, la situación del resto de la familia era muy diferente. El triunfo de los fascistas en Granada y sus localidades cercanas llenó las calles de locura, ajustes de cuentas y asesinatos. La represión fue atroz. Durante las primeras semanas, el hecho de que el territorio controlado por los sublevados fuera una pequeña mancha alrededor de la capital, rodeada por la “zona roja”, hizo que la eliminación sistemática del enemigo alcanzara niveles de espanto.

Tras el fusilamiento de mi tío abuelo Paco a finales de octubre, el resto de sus hermanos estaban expuestos a la misma suerte. Una madrugada de invierno, mi tía Ángeles esperaba a algunos compañeros en un lugar de Churriana, conocido como "el puente del palo". Era el punto habitual donde se encontraban los amigos y vecinos para compartir el camino que les llevaba al trabajo. Aunque había un tranvía, los itinerarios no alcanzaban todos los lugares y las frecuencias eran escasas, más aún a esas horas tan tempranas. Además el poco dinero del que disponían lo gastaban en necesidades básicas. Ángeles trabajaba en la fábrica de tabaco que aún existe en Maracena y que, en aquella época del año, funcionaba a pleno rendimiento después de que hubieran recogido las hojas de tabaco de los campos. Mientras esperaba allí, la vio un hombre que venía de Granada que conocía el sufrimiento de la familia. Por ello, le avisó que un camión de falangistas estaba en la vaguada del Genil, un lugar obligado de paso, deteniendo a todos los que llegaban.


Ángeles se escondió entre un maizal que aún guardaba sus altas cañas desde el otoño. Allí permaneció oculta durante largas horas hasta que, con la oscuridad de la noche, regresó a casa. Vivía con sus padres y con su hermana menor, que por sus edades no corrían peligro, pero tanto ella, como el resto de sus hermanos mayores debían huir. Su padre, José, un campesino tranquilo y pacífico que nunca tuvo problemas con nadie ni había manifestado ideas políticas, no estaba dispuesto a ver morir a más hijos. Por ello, junto a otro de ellos, Pepe y a un vecino, “el chico Pericas”, la escondió en un serón de su carro de bueyes, lo cubrió de estiércol y, antes de que amaneciera, se dirigió al olivar que tenía junto al campo de aviación cercano a Churriana. Según las diferentes versiones, entre las personas que iban escondidas, también estaba otra de sus hijas: Concha.


Río Dílar.

Junto a la ribera del río Dílar, mi bisabuelo se despidió de sus hijos. Los besos y los abrazos, casi furtivos, debieron ser muy tristes. José regresó a su casa mientras a ellos les esperaba un largo camino a pie. Atravesaron Las Gabias, la Grande y la Chica y, en las últimas horas del día, alcanzaron La Malahá. Un poco más lejos de allí cruzaron la línea del frente y se encontraron con las primeras tropas republicanas, que contaban con el refuerzo de equipamientos rusos. Muchos años más tarde, Ángeles les contaría a sus hijos la sorpresa que le produjo ver la mantequilla de color azul, sin duda de origen soviético. Después de descansar unas horas y alimentarse, continuaron caminado. En aquel momento ellos aún no lo sabían, pero poco tiempo más tarde aquellos soldados, que les facilitaron la primera ayuda, fueron arrollados por el avance nacional.

En de 1.937 las posiciones franquistas se habían estabilizado. Durante los meses anteriores aseguraron el corredor que separaba la capital granadina de Córdoba y Sevilla y sólo quedaba la provincia de Málaga y el sur de Granada como una isla republicana cercada por tropas fascistas. Apenas días después de que mis tíos abuelos iniciara su huida, las tropas enemigas iniciaron su ataque por la mismo lugar. El pasado mes de marzo, cuando se produjo la muerte de mi tía Ángeles, escribí un artículo que intentaba describir parcialmente ese momento

A las tres de la mañana del 22 de enero una columna, formada por gran número de camiones, partía de la Carrera del Genil y el Paseo del Salón de la capital granadina. Al mando del Coronel Antonio Muñoz, estaba formada por distintos cuerpos: un tabor de Larache, un batallón de Lepanto, dos compañías de milicias, dos escuadrones, dos baterías y una sección de zapadores. La orden, dictada horas antes por el Gobernador Militar de Granada, el General González Espinosa, era clara: “la marcha se hará lo más rápidamente posible, a fin de lograr el objetivo principal (Alhama) en una jornada. Caso contrario, las columnas armonizarán su desplazamiento a fin de coincidir ante este objetivo”. Al mismo tiempo, partía otra columna de Loja, formada por los primeras tropas enviados por Mussolini a Franco, que se iban a enfrentar con un equipamiento moderno, del que carecían los republicanos, a sus primeras acciones militares en nuestro país.

Alhama era un objetivo militar deseado durante semanas por González Espinosa porque el avance aliviaría la presión sobre la capital granadina, pero Queipo de Llano no lo permitió hasta la llegada de los refuerzos italianos. Aunque la información que contaban sobre el terreno adversario indicaba la escasez de armas, la presencia de refuerzos, formados por el 2º Regimiento de Infantería de Marina que había salido de Cartagena con la misión de auxiliar Málaga y que se encontraban en la zona, retrasó la decisión. Su conquista era el paso previo para lanzar la ofensiva final que permitiese la captura de la capital malagueña sobre la que querían desplegar una pinza desde tres frentes, la propia Alhama por el este, la costa occidental en Marbella y Antequera por el norte.

Mientras la otra columna encontraba la resistencia inicial de la aviación republicana, la que avanzaba por el mismo camino que andaban mis tíos llegó a La Malahá antes del amanecer y con las primeras luces del alba entraban en Ventas de Huelma. No alcanzaron sus objetivos en el plazo señalado, pero Alhama y toda la comarca no tardaría en caer. Las tropas franquistas entraron en Jayena el día 25 y la situación que encontraron fue descrita por Ángel Gollonet en un libro panfletario, titulado “Rojo y azul en Granada” y escrito a mayor alabanza del nuevo régimen, de la siguiente forma: La carretera y las calles aparecían llenas de remolachas tiradas en el barro. Recogieron la cosecha para poder sembrar trigo. Y como no disponían de fábricas donde moler la remolacha, la tiraron. Un almiar de paja estaba ardiendo. Fue incendiado el día antes, al conocerse la proximidad de las fuerzas nacionales. En las puertas de las casas estaban arrancados los troncos de las parras. El pueblo estaba desierto. Los ganados y las aves de corral corrían libremente por el campo. Junto a la carretera había un coche quemado. No se lo pudieron llevar y lo inutilizaron. La aceituna fue recogida, pero aún había sacos llenos abandonados en el campo, que fueron seguramente recogidos el día antes”

No sabemos cuál era el destino de mis tíos. Probablemente buscaban refugio en casa de mi abuela o trataban de alcanzar Málaga, la ciudad más cercana que aún defendía la legalidad republicana. Lo cierto es que, poco más tarde, toda la zona fue conquistada por enemigo, y se vieron obligados a continuar huyendo, esta vez rodeados por una marabunta que escapaba, presa de pánico, de todas las poblaciones malagueñas. Su huida desde Jayena se realizó a través de la “carretera de la cabra”, la antigua cañada real que unía la ciudad de Granada con la costa y a través de la cual los pescadores suministraban su mercancía a la capital, por la que emprendió su marcha, siglos atrás, el último rey nazarí Boabdil. El camino serpentea por la Sierra de Almijara hasta llegar a Almuñécar y fue bombardeado por la aviación italiana. La lluvia detuvo el avance del ejército y les ofreció una tregua que le permitió alcanzar el mar.

Paisaje cercano a Jayena

Ante el avance enemigo, mi abuela María también emprendió la huida con mi madre, que aún no había cumplido los dos años. Desconozco la ruta que siguió. Es probable que, sólo unas horas antes, hubiera emprendido el mismo camino que sus hermanos o que se retirara, como muchos vecinos de la comarca, a través del Boquete de Zafarraya. Casi con toda seguridad por allí debió llegar mi abuelo. Se encontraba en Málaga al inicio de la ofensiva enemiga y trató de alcanzar Jayena en busca de su familia. Le resultó imposible. Ya era tarde. Estaba en manos de los fascistas. Tras avanzar en dirección contraria a los ríos de personas atemorizadas, tuvo que seguir el mismo curso que ellos. María acabó reencontrándose con su marido y sus hermanos semanas más tarde.

La semana pasada fui al cementerio de Churriana. Quería ver las tumbas de mis antepasados, de algunos de los personajes de mi novela. Luego, a partir de la ribera del río Dílar, seguí el itinerario que, durante aquellos fríos días de enero, siguieron mis tíos. En La Malahá me acordé de la mantequilla azul, en Jayena comimos en un restaurante, cuya dueña tenía el segundo apellido de mi abuelo: Peregrina y con la que hablamos de los guerrilleros. Admiramos la hermosura de Alhama, en cuya prisión detuvieron a mi abuelo después de la guerra, colgada de un barranco, el vergel de la llanura de Zafarraya, cubierto de plantaciones de tomates, y el puerto del Boquete de Zafarraya, desde donde la carretera desciende de forma muy rápida, a través de la comarca de la Axarquía, hacía la costa malagueña.


El "Boquete" de Zafarraya

Lo yo viví como una jornada agradable, instalado en la comodidad del aire acondicionado de un automóvil, para mi familia fueron días interminables de cansancio, frío, lluvia, hambre, zapatos rotos, heridas en los pies y bombardeos que no olvidaron jamás, pero de los que nunca hablaron apenas. Sólo guardo un recuerdo vago de cómo, en unas de las escasas conversaciones que mantuve con mi abuelo, sus palabras amargas decían que aquella fue la mayor y más injusta carnicería que él había presenciado. 


25 agosto, 2011

Los escenarios de mi novela: 2. La tapia del cementerio de Granada.


Hace unos meses escribí una escena que aspiraba a representar el itinerario hacia la muerte que recorrió mi tío abuelo Paco.


Tiré de mi memoria para imaginar el recorrido por una Gran Vía desierta a primeras horas de la madrugada, luego creí ver el camión tomando la curva hacia Plaza Nueva y renqueando en la subida por la Cuesta de Gomérez, pero no podía describir el lugar del fusilamiento porque no lo conocía y tenía mucho interés por ver el último paisaje que vieron sus ojos.

Frente a la tapia oeste del cementerio de Granada desciende una colina de olivos alineados junto a grupos de pinos. El muro, construido con cajones de mortero y cantos de río, se eleva entre pilares de ladrillo, cubierto por un tejadillo a dos aguas, del mismo material y coronado por una hilera de tejas. En su origen, la pared estaba encalada, pero ahora ofrece un color rojizo, producido por el paso del tiempo y del entorno arcilloso. Allí se produjeron un mínimo de 3.720 fusilamientos, según ha documentado la Asociación para la Recuperación de la Memoria Histórica (ARMH), alrededor de un millar de los cuales fueron asesinados una vez finalizada la guerra hasta 1.956. La gran mayoría de los cadáveres fueron enterrados en una fosa común del Patio de Santiago. Sus familiares no tuvieron acceso a sus cuerpos, ya que un puesto de la Guardia Civil, instalado en el Camino del Cementerio, les impedía el paso. Años más tarde los restos fueron trasladados a un osario.




En ocasiones la memoria es un pasado que incomoda. Sobre los restos de los fusilados se construyeron nichos y, ya en democracia, con el acceso de Partido Popular al Ayuntamiento, se siguieron borrando las huellas de la vergüenza. Durante el gobierno del alcalde Diaz Berbel se derribó parte del muro y se taparon los impactos producidos por las bala en la que permanece en pie. Durante los últimos cuatro años, el consistorio del PP, ha repetido una actuación para la que no tengo calificativos. Con la llegada de Julio y el aniversario del golpe de estado que inició la represión, diferentes asociaciones se convocan junto a la tapia de la vergüenza para colocar una sencilla placa. Su texto es breve: “A las víctimas del franquismo, fusiladas en esta tapia por defender la legalidad democrática de la República". Cada año, el Ayuntamiento vuelve a retirarla. En el interior del cementerio, en cambio, permanece la inscripción que recuerda  a los caídos en el bando franquista “por Dios y por la Patria”. No debería extrañarnos, García Lorca ya dijo, en una entrevista publicada en el diario El Sol, que “en Granada se agita la peor burguesía de España”. Como ejemplo tenemos las recientes declaraciones del actual Presidente de la Diputación y número 2 del Partido Popular en la provincia, Sebastián Pérez, a favor del monumento a la Falange que aún se alza en la Plaza Bibataubín. Si tenemos en cuenta que su padre, de igual nombre, fue un destacado falangista y jefe provincial del Movimiento hasta finales de los setenta, podemos entender sus motivos y simpatías.




Recientemente la Junta de Andalucía ha comenzado el proceso para declarar la tapia del cementerio de Granada como “lugar de la memoria”. La distinción permitiría preservar el lugar para el futuro y recordar los hechos allí acontecidos. No obstante, si los mismos neofacistas que gobiernan la capital granadina acceden, como apuntan las encuestas, al gobierno de Andalucía, el riesgo de que sigan borrando las huellas de la vergüenza seguirá presente.

Como ya he indicado en algunas entradas de este blog, mi tío abuelo Paco fue fusilado a las seis de la mañana del 22 de Octubre de 1.936 por ser militante de las Juventudes Socialistas, el día antes a cumplir veinte años. En la novela que trato de escribir, aparece como un personaje, cuya presencia es breve, pero llena de dramatismo.
En el calor intenso de la tarde de agosto y frente a aquellas filas de olivos, entendí que aquella escena que había escrito unos meses antes estaba incompleta y me sonaba como una mentira. Allí, junto a la tapia, descubrí que nunca podré reflejar su sufrimiento y todo se borró.

Ese mismo día, sin yo acordarme, se celebraba el fusilamiento de Federico García Lorca que aconteció no  demasiado lejos de allí. Gabriel Celaya le dedicó en 1.949 estos versos

“Que no murió. Le mataron.
Contra la cal de una tapia luminosa
me lo dejaron clavado”