28 agosto, 2011

Los escenarios de mi novela: 3. La huida

Los primeros meses de la guerra fueron muy duros para mi familia. Mis abuelos llevaban poco tiempo viviendo en Jayena, un pueblo del sur de la provincia granadina, cuando se produjo el golpe de estado. Fue el único lugar en toda su comarca donde se alzaron los insurgentes, lo cual obligó a mi abuelo a buscar refugio en Málaga. Reconquistado por milicianos anarquistas veintiún días después, les ofreció cierta tranquilidad durante varios meses. En Churriana, la situación del resto de la familia era muy diferente. El triunfo de los fascistas en Granada y sus localidades cercanas llenó las calles de locura, ajustes de cuentas y asesinatos. La represión fue atroz. Durante las primeras semanas, el hecho de que el territorio controlado por los sublevados fuera una pequeña mancha alrededor de la capital, rodeada por la “zona roja”, hizo que la eliminación sistemática del enemigo alcanzara niveles de espanto.

Tras el fusilamiento de mi tío abuelo Paco a finales de octubre, el resto de sus hermanos estaban expuestos a la misma suerte. Una madrugada de invierno, mi tía Ángeles esperaba a algunos compañeros en un lugar de Churriana, conocido como "el puente del palo". Era el punto habitual donde se encontraban los amigos y vecinos para compartir el camino que les llevaba al trabajo. Aunque había un tranvía, los itinerarios no alcanzaban todos los lugares y las frecuencias eran escasas, más aún a esas horas tan tempranas. Además el poco dinero del que disponían lo gastaban en necesidades básicas. Ángeles trabajaba en la fábrica de tabaco que aún existe en Maracena y que, en aquella época del año, funcionaba a pleno rendimiento después de que hubieran recogido las hojas de tabaco de los campos. Mientras esperaba allí, la vio un hombre que venía de Granada que conocía el sufrimiento de la familia. Por ello, le avisó que un camión de falangistas estaba en la vaguada del Genil, un lugar obligado de paso, deteniendo a todos los que llegaban.


Ángeles se escondió entre un maizal que aún guardaba sus altas cañas desde el otoño. Allí permaneció oculta durante largas horas hasta que, con la oscuridad de la noche, regresó a casa. Vivía con sus padres y con su hermana menor, que por sus edades no corrían peligro, pero tanto ella, como el resto de sus hermanos mayores debían huir. Su padre, José, un campesino tranquilo y pacífico que nunca tuvo problemas con nadie ni había manifestado ideas políticas, no estaba dispuesto a ver morir a más hijos. Por ello, junto a otro de ellos, Pepe y a un vecino, “el chico Pericas”, la escondió en un serón de su carro de bueyes, lo cubrió de estiércol y, antes de que amaneciera, se dirigió al olivar que tenía junto al campo de aviación cercano a Churriana. Según las diferentes versiones, entre las personas que iban escondidas, también estaba otra de sus hijas: Concha.


Río Dílar.

Junto a la ribera del río Dílar, mi bisabuelo se despidió de sus hijos. Los besos y los abrazos, casi furtivos, debieron ser muy tristes. José regresó a su casa mientras a ellos les esperaba un largo camino a pie. Atravesaron Las Gabias, la Grande y la Chica y, en las últimas horas del día, alcanzaron La Malahá. Un poco más lejos de allí cruzaron la línea del frente y se encontraron con las primeras tropas republicanas, que contaban con el refuerzo de equipamientos rusos. Muchos años más tarde, Ángeles les contaría a sus hijos la sorpresa que le produjo ver la mantequilla de color azul, sin duda de origen soviético. Después de descansar unas horas y alimentarse, continuaron caminado. En aquel momento ellos aún no lo sabían, pero poco tiempo más tarde aquellos soldados, que les facilitaron la primera ayuda, fueron arrollados por el avance nacional.

En de 1.937 las posiciones franquistas se habían estabilizado. Durante los meses anteriores aseguraron el corredor que separaba la capital granadina de Córdoba y Sevilla y sólo quedaba la provincia de Málaga y el sur de Granada como una isla republicana cercada por tropas fascistas. Apenas días después de que mis tíos abuelos iniciara su huida, las tropas enemigas iniciaron su ataque por la mismo lugar. El pasado mes de marzo, cuando se produjo la muerte de mi tía Ángeles, escribí un artículo que intentaba describir parcialmente ese momento

A las tres de la mañana del 22 de enero una columna, formada por gran número de camiones, partía de la Carrera del Genil y el Paseo del Salón de la capital granadina. Al mando del Coronel Antonio Muñoz, estaba formada por distintos cuerpos: un tabor de Larache, un batallón de Lepanto, dos compañías de milicias, dos escuadrones, dos baterías y una sección de zapadores. La orden, dictada horas antes por el Gobernador Militar de Granada, el General González Espinosa, era clara: “la marcha se hará lo más rápidamente posible, a fin de lograr el objetivo principal (Alhama) en una jornada. Caso contrario, las columnas armonizarán su desplazamiento a fin de coincidir ante este objetivo”. Al mismo tiempo, partía otra columna de Loja, formada por los primeras tropas enviados por Mussolini a Franco, que se iban a enfrentar con un equipamiento moderno, del que carecían los republicanos, a sus primeras acciones militares en nuestro país.

Alhama era un objetivo militar deseado durante semanas por González Espinosa porque el avance aliviaría la presión sobre la capital granadina, pero Queipo de Llano no lo permitió hasta la llegada de los refuerzos italianos. Aunque la información que contaban sobre el terreno adversario indicaba la escasez de armas, la presencia de refuerzos, formados por el 2º Regimiento de Infantería de Marina que había salido de Cartagena con la misión de auxiliar Málaga y que se encontraban en la zona, retrasó la decisión. Su conquista era el paso previo para lanzar la ofensiva final que permitiese la captura de la capital malagueña sobre la que querían desplegar una pinza desde tres frentes, la propia Alhama por el este, la costa occidental en Marbella y Antequera por el norte.

Mientras la otra columna encontraba la resistencia inicial de la aviación republicana, la que avanzaba por el mismo camino que andaban mis tíos llegó a La Malahá antes del amanecer y con las primeras luces del alba entraban en Ventas de Huelma. No alcanzaron sus objetivos en el plazo señalado, pero Alhama y toda la comarca no tardaría en caer. Las tropas franquistas entraron en Jayena el día 25 y la situación que encontraron fue descrita por Ángel Gollonet en un libro panfletario, titulado “Rojo y azul en Granada” y escrito a mayor alabanza del nuevo régimen, de la siguiente forma: La carretera y las calles aparecían llenas de remolachas tiradas en el barro. Recogieron la cosecha para poder sembrar trigo. Y como no disponían de fábricas donde moler la remolacha, la tiraron. Un almiar de paja estaba ardiendo. Fue incendiado el día antes, al conocerse la proximidad de las fuerzas nacionales. En las puertas de las casas estaban arrancados los troncos de las parras. El pueblo estaba desierto. Los ganados y las aves de corral corrían libremente por el campo. Junto a la carretera había un coche quemado. No se lo pudieron llevar y lo inutilizaron. La aceituna fue recogida, pero aún había sacos llenos abandonados en el campo, que fueron seguramente recogidos el día antes”

No sabemos cuál era el destino de mis tíos. Probablemente buscaban refugio en casa de mi abuela o trataban de alcanzar Málaga, la ciudad más cercana que aún defendía la legalidad republicana. Lo cierto es que, poco más tarde, toda la zona fue conquistada por enemigo, y se vieron obligados a continuar huyendo, esta vez rodeados por una marabunta que escapaba, presa de pánico, de todas las poblaciones malagueñas. Su huida desde Jayena se realizó a través de la “carretera de la cabra”, la antigua cañada real que unía la ciudad de Granada con la costa y a través de la cual los pescadores suministraban su mercancía a la capital, por la que emprendió su marcha, siglos atrás, el último rey nazarí Boabdil. El camino serpentea por la Sierra de Almijara hasta llegar a Almuñécar y fue bombardeado por la aviación italiana. La lluvia detuvo el avance del ejército y les ofreció una tregua que le permitió alcanzar el mar.

Paisaje cercano a Jayena

Ante el avance enemigo, mi abuela María también emprendió la huida con mi madre, que aún no había cumplido los dos años. Desconozco la ruta que siguió. Es probable que, sólo unas horas antes, hubiera emprendido el mismo camino que sus hermanos o que se retirara, como muchos vecinos de la comarca, a través del Boquete de Zafarraya. Casi con toda seguridad por allí debió llegar mi abuelo. Se encontraba en Málaga al inicio de la ofensiva enemiga y trató de alcanzar Jayena en busca de su familia. Le resultó imposible. Ya era tarde. Estaba en manos de los fascistas. Tras avanzar en dirección contraria a los ríos de personas atemorizadas, tuvo que seguir el mismo curso que ellos. María acabó reencontrándose con su marido y sus hermanos semanas más tarde.

La semana pasada fui al cementerio de Churriana. Quería ver las tumbas de mis antepasados, de algunos de los personajes de mi novela. Luego, a partir de la ribera del río Dílar, seguí el itinerario que, durante aquellos fríos días de enero, siguieron mis tíos. En La Malahá me acordé de la mantequilla azul, en Jayena comimos en un restaurante, cuya dueña tenía el segundo apellido de mi abuelo: Peregrina y con la que hablamos de los guerrilleros. Admiramos la hermosura de Alhama, en cuya prisión detuvieron a mi abuelo después de la guerra, colgada de un barranco, el vergel de la llanura de Zafarraya, cubierto de plantaciones de tomates, y el puerto del Boquete de Zafarraya, desde donde la carretera desciende de forma muy rápida, a través de la comarca de la Axarquía, hacía la costa malagueña.


El "Boquete" de Zafarraya

Lo yo viví como una jornada agradable, instalado en la comodidad del aire acondicionado de un automóvil, para mi familia fueron días interminables de cansancio, frío, lluvia, hambre, zapatos rotos, heridas en los pies y bombardeos que no olvidaron jamás, pero de los que nunca hablaron apenas. Sólo guardo un recuerdo vago de cómo, en unas de las escasas conversaciones que mantuve con mi abuelo, sus palabras amargas decían que aquella fue la mayor y más injusta carnicería que él había presenciado. 


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