Hace unos meses escribí una escena que aspiraba a representar el itinerario hacia la muerte que recorrió mi tío abuelo Paco.
Tiré de mi memoria para imaginar el recorrido por una Gran Vía desierta a primeras horas de la madrugada, luego creí ver el camión tomando la curva hacia Plaza Nueva y renqueando en la subida por la Cuesta de Gomérez, pero no podía describir el lugar del fusilamiento porque no lo conocía y tenía mucho interés por ver el último paisaje que vieron sus ojos.
Frente a la tapia oeste del cementerio de Granada desciende una colina de olivos alineados junto a grupos de pinos. El muro, construido con cajones de mortero y cantos de río, se eleva entre pilares de ladrillo, cubierto por un tejadillo a dos aguas, del mismo material y coronado por una hilera de tejas. En su origen, la pared estaba encalada, pero ahora ofrece un color rojizo, producido por el paso del tiempo y del entorno arcilloso. Allí se produjeron un mínimo de 3.720 fusilamientos, según ha documentado la Asociación para la Recuperación de la Memoria Histórica (ARMH), alrededor de un millar de los cuales fueron asesinados una vez finalizada la guerra hasta 1.956. La gran mayoría de los cadáveres fueron enterrados en una fosa común del Patio de Santiago. Sus familiares no tuvieron acceso a sus cuerpos, ya que un puesto de la Guardia Civil, instalado en el Camino del Cementerio, les impedía el paso. Años más tarde los restos fueron trasladados a un osario.
En ocasiones la memoria es un pasado que incomoda. Sobre los restos de los fusilados se construyeron nichos y, ya en democracia, con el acceso de Partido Popular al Ayuntamiento, se siguieron borrando las huellas de la vergüenza. Durante el gobierno del alcalde Diaz Berbel se derribó parte del muro y se taparon los impactos producidos por las bala en la que permanece en pie. Durante los últimos cuatro años, el consistorio del PP, ha repetido una actuación para la que no tengo calificativos. Con la llegada de Julio y el aniversario del golpe de estado que inició la represión, diferentes asociaciones se convocan junto a la tapia de la vergüenza para colocar una sencilla placa. Su texto es breve: “A las víctimas del franquismo, fusiladas en esta tapia por defender la legalidad democrática de la República". Cada año, el Ayuntamiento vuelve a retirarla. En el interior del cementerio, en cambio, permanece la inscripción que recuerda a los caídos en el bando franquista “por Dios y por la Patria”. No debería extrañarnos, García Lorca ya dijo, en una entrevista publicada en el diario El Sol, que “en Granada se agita la peor burguesía de España”. Como ejemplo tenemos las recientes declaraciones del actual Presidente de la Diputación y número 2 del Partido Popular en la provincia, Sebastián Pérez, a favor del monumento a la Falange que aún se alza en la Plaza Bibataubín. Si tenemos en cuenta que su padre, de igual nombre, fue un destacado falangista y jefe provincial del Movimiento hasta finales de los setenta, podemos entender sus motivos y simpatías.
Recientemente la Junta de Andalucía ha comenzado el proceso para declarar la tapia del cementerio de Granada como “lugar de la memoria”. La distinción permitiría preservar el lugar para el futuro y recordar los hechos allí acontecidos. No obstante, si los mismos neofacistas que gobiernan la capital granadina acceden, como apuntan las encuestas, al gobierno de Andalucía, el riesgo de que sigan borrando las huellas de la vergüenza seguirá presente.
Como ya he indicado en algunas entradas de este blog, mi tío abuelo Paco fue fusilado a las seis de la mañana del 22 de Octubre de 1.936 por ser militante de las Juventudes Socialistas, el día antes a cumplir veinte años. En la novela que trato de escribir, aparece como un personaje, cuya presencia es breve, pero llena de dramatismo.
En el calor intenso de la tarde de agosto y frente a aquellas filas de olivos, entendí que aquella escena que había escrito unos meses antes estaba incompleta y me sonaba como una mentira. Allí, junto a la tapia, descubrí que nunca podré reflejar su sufrimiento y todo se borró.
Ese mismo día, sin yo acordarme, se celebraba el fusilamiento de Federico García Lorca que aconteció no demasiado lejos de allí. Gabriel Celaya le dedicó en 1.949 estos versos
“Que no murió. Le mataron.
Contra la cal de una tapia luminosa
me lo dejaron clavado”
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