Es muy difícil escribir una
novela sobre un tiempo que pasado que ocurrió bastantes décadas atrás y sobre
el que no se tiene la experiencia sensorial de lo que se ha vivido. Objetos,
costumbres, palabras, ideas que hoy forman parte de la cotidianeidad no eran
habituales hace setenta años o simplemente no existían, otras en cambio han ido
desapareciendo, pero hay algo que permanece inalterable: la estupidez humana.
Antes de empezar a escribir la
historia de mi novela dediqué un año a tratar de conocer la época en la que
transcurría. La tarea se desveló mucho más difícil conforme fui ampliando el
periodo y el ovillo se fue deshilachando en múltiples historias. Dediqué muchas
horas a leer las ediciones de periódicos a lo largo de algunos momentos muy
concretos, leyendo las crónicas diarias podía conocer mejor cómo evolucionaban
los acontecimientos. La perspectiva es muy diferente a la que nos ofrecen los
libros de historia que, juegan con la ventaja, de analizar todos los episodios en
su conjunto cuando ya se conoce el final.
La primera sorpresa que me ofreció ese acercamiento a la historia fue
ver como hay circunstancias que se repiten y conductas y políticas de
abordarlas que, por desgracia, se realizan de la misma forma.
Durante el otoño de 1.898, el
pesimismo cundió entre la prensa y los políticos. La pérdida de las últimas
colonias despertó al país de un sueño imperial que se había acabado mucho
tiempo antes, pero no fue hasta que la burbuja explotó y la armada española fue
destrozada en una sola mañana por la estadounidense cuando el país quiso ver
una verdad que había negado durante demasiado tiempo. Se destapó entonces una
enorme crisis, no sólo económica sino moral: el país en el que la mayoría
creían vivir era más débil de lo que querían aceptar. Fue en esa situación
cuando la burguesía catalana, que se había enriquecido como la que más con la
guerra de Cuba y el comercio con las Antillas, dio auge a políticas
nacionalistas que tan de moda estaban en la Europa de finales del siglo XIX.
Cuando se leen los periódicos de
la primavera del 36 se puede observar cómo fue en aumento la espiral de
violencia de las palabras, que se tradujo luego en el estallido de la guerra en
las calles. El lenguaje incendiario de unos y otros estaba diseñado conforme a
un plan establecido, la irrupción de los medios de propaganda, la megafonía, el
amarillismo de una prensa al servicio de la subjetividad, la deriva hacia el
extremismo de los políticos, todo eso ha quedado en las hemerotecas y aún hoy,
más de siete décadas después puede ser leído por todo aquel que quiera ser
consciente del momento. Pero la lectura detallada de los periódicos de los
meses previos a la guerra y los que siguieron al inicio de la barbarie rebelan
otra sorpresa frente a la visión que ofrecen algunos manuales de historia: los
hechos transcurrieron no por la fatalidad de un destino escrito, sino por el
encadenamiento de muchas circunstancias. Cuando miramos el estallido de la
violencia desde la perspectiva actual, nos parece que era inevitable, como una
plaga a la que estaban condenados nuestros antepasados, pero fueron las
actuaciones de una minoría de extremistas los que provocaron el desastre en la
mayoría que trataba de vivir sus quehaceres cotidianos con normalidad.
En los últimos años, y
especialmente en los últimos meses, cuando leo algunos de los periódicos de
este país, cuando escucho algunas de sus radios, tengo la misma sensación de
pesimismo y hundimiento moral que me provoca la lectura de la prensa del otoño
de 1.898, también la crispación buscada, la violencia verbal, la total falta de
respeto por el adversario político que se destilaba en la primavera del 36. La
lucha por los cambios de poder no se limita ya a la confrontación de miradas
entre la izquierda y la derecha, sino también entre nacionalistas que parecen
muy diferentes, pero que defienden la misma estupidez, que siempre se repite.
Durante años el Partido Popular y su caterva de medios de comunicación, lo que
vulgarmente se conoce como “caverna mediática madrileña”, han venido gritando
su anticalatanismo con el objetivo de ganar votos en el resto de territorios. Han
criminalizado el hecho diferencial porque son incapaces de entender que este
país se ha construido a lo largo de los siglos gracias a las diferencias y a
pesar a los intentos siempre brutales de unificación (Inquisición, expulsión de
religiones, absolutismo cerril frente a los avances liberales…). Durante los
últimos meses la histeria de los medios de comunicación catalanes ha alcanzado
niveles parecidos a los que con tanta insistencia ellos desprecian. Así en las
últimas semanas he leído expresiones como rendición frente al terrorismo,
terrorismo económico, declaración de guerra a la lengua, golpe de estado a las
instituciones, agresión a la cultura, ataque al hecho diferencial… y últimamente
la palabra favorita de algunos políticos: desafección.
Todos simplificado a la niñería
infantil “si no me dejas jugar con mis reglas me llevo el juguete” o de la
amante falsamente despechada “como no me quieres de la forma que me gustaría,
me voy”. En las últimas semanas, la estrategia ha dado un paso más. Bajo la
forma del desliz de unas palabras dichas sin intención en un entorno
determinado, se esconde una estrategia calculada de forma fría y premeditada:
voy a insultar al otro para recibir luego sus insultos y poder justificarles a
los míos “veis, lo que os vengo diciendo, como no nos quieren lo mejor es que
nos vayamos, salvo que nos den todo lo que estamos pidiendo”.
Los nacionalistas de todo tipo (y
los españolistas los primeros) retroalimentan la espiral en beneficio propio y
en perjuicio de una mayoría silenciosa que calla, como también calló en el 36
cuando se vio desbordada por los acontecimientos. Ayer Durán i Lleida volvió a
poner de manifiesto su incapacidad intelectual de la que últimamente no cesan
de hacer gala los líderes de los partidos nacionalistas catalanes y hoy,
mientras los medios de Catalunya defendían a capa y espada lo indefendible (el
amarillismo esta mañana de RAC1 me parecía tan irritante como el de la COPE o
Intereconomía, medios todos ellos que considero
on un insulto a la verdad y a la inteligencia) desde Andalucía usaban la
munición para responder a los disparos y darle así más balas a sus adversarios.
Y la mayoría empieza a moverse, a
derivar con sus sentimientos viscerales, promovidos desde el falso desliz,
hacia posturas más extremas. En un momento de profunda crisis en lugar de
buscar la necesaria unidad de acción, se encienden las más bajas pasiones
patrióticas o regionales para que unos políticos que no tienen otros argumentos
puedan subir como la espuma. Todo eso parecería que se mueve en el plano
teórico de las discusiones entre políticos, o en los graznidos de las tertulias
radiofónicas, pero el problema, por desgracia, es mucho más real porque está
minando la convivencia.
Hace unos días, mi hija, que acaba
de cumplir seis años, me dijo muy seria que no le gustaba que le hablara en
castellano porque debíamos hablar sólo en catalán ya que era la única lengua de nuestro país y
era el idioma más importante. Yo le expliqué que ella era muy afortunada porque
tenía dos idiomas y que mientras yo le hablaba en castellano, su madre lo hacía
en catalán, que ningún idioma es más importante que otro, y que cuantas más
lenguas conociese podría hablar con más gente. Ella me insistía que no era
verdad y cuando le pregunté quién le había dicho esas tonterías, me dijo que un
compañero de su clase que sólo habla catalán, uno que precisamente le pega a
menudo cuando ella se niega a seguirle en sus juegos. Un país que a través del
entorno social y familiar enseña el fascismo ideológico, el estalinismo
lingüístico a un niño de seis años es un país muy enfermo. Si unos y otros seguimos jaleando desde las
vísceras la espiral de violencia con las argumentaciones y las palabras tenemos
un futuro muy negro. Tras las crisis del 98, una profunda corriente
revisionista y un espíritu de modernización recorrieron el país más allá de las
divisiones nacionalistas y se inició un auge cultural y económico como no se
había vivido en mucho tiempo que nos llevó a la considerada época de plata. Tras la locura que se inició en el verano del 36 vino una
guerra atroz y una larga y negra dictadura. Ojalá tomemos ejemplo, pero me temo
que la estupidez es eterna.
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Un buen análisis, sin duda. Y una gran razón: la estupidez no tiene límites ni fechas de caducidad.
ResponderEliminarAG
Te agradezco el comentario. En las últimas semanas he visto que algunos han llegado a mi blog partiendo del tuyo y vi que estaba en tu blogroll. A mi también me gusta pasearme por él, por los itinerarios que vas siguiendo por Granada y me encantó la entrada sobre los faros. Un saludo!
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