El ascenso del nazismo
produjo una diáspora en Centroeuropa, muchos judíos huyeron de sus países y
buscaron refugio en París, que, a principios de los años treinta, hervía de
vida y se convirtió en el hogar de cientos de intelectuales y artistas
exiliados. La mayoría de ellos sobrevivían en la miseria, compartían pequeños
apartamentos alquilados, dormían en pensiones baratas y pasaban largas horas en
los cafés sin apenas consumir lo que no podían pagar. En ese momento, las
cafeterías parisinas se convirtieron en el centro de la vida cultural, de la esperanza y del miedo.
En una foto tomada en la
primavera de 1.936 podemos observar una pareja joven, sentada en la terraza de
una café de Montparnasse. Comparten una sonrisa cómplice que nos desvela su
amor. Ella, con un peinado “a lo garçon” y una boina oscura que sombrea sus
ojos, entorna la mirada seductora. Coqueta con esa ropa humilde, primaveral, se
nos presenta atractiva, moderna. Él gira ligeramente la cabeza para dedicarle
una mirada tierna, parece un hombre seguro, con esa fortaleza interior que
tienen los antihéroes de las películas en blanco y negro. Ella es alemana,
nació en una familia de origen polaco y se llama Gerta Pohorylle. André Friedmann
es húngaro, ambos son judíos y sobreviven como fotógrafos mientras se aman en
el París de antes de la guerra. En un primer plano aparecen unas copas vacías,
ocupan una esquina de la imagen, detrás un camarero con chaqueta blanca pasa
fugaz y un rostro de hombre, del que apenas podemos ver detalles, lee un
periódico. Pese a la falta de recursos a que les obliga el exilio, parecen
felices. En ocasiones tienen que empeñar su única propiedad, una cámara Leica
que siempre consiguen recuperar. Comparten lo poco que tienen, sobre todo los
ideales, con un grupo de amigos, inquietos ante el avance de los nazis.
Sólo unos meses más tarde,
con el estallido de la Guerra Civil en España, ambos deciden marchar a
Barcelona. Durante casi un año fueron testigos del horror que provocaban los
bombardeos fascistas y el hambre. En todo ese tiempo recorren, junto a su amigo
y colega, el polaco David Szymin “Chim”, las líneas del frente y la retaguardia
para retratar la vida de un país moribundo y se convirtieron es testimonio de
su sufrimiento, sus fotos explicaron al resto del mundo lo que estaba
sucediendo en nuestro país. Nos guardaron para siempre los rostros famosos,
pero también anónimos, la mirada ampulosa del general Líster con ese aspecto
tan soviético que le otorgaba la enorme y pesada capa y la gorra de plato, las
que posiblemente fueron las últimas fotos que le tomaron a Federico García
Lorca, donde podemos ver cierta preocupación en su cara mientras conversa con
un amigo poeta, la vehemencia de la Pasionaria, rodeada de hombres que la
miran, subyugados por sus palabras, en mitad de un discurso, los retratos de
varios corresponsales que luego se convertirían en escritores famosos… pero
también los rostros de desconocidos, de soldados que duermen en las trincheras
a la espera de un combate, de una campesina que amamanta a su hijo al mismo
tiempo que escucha al as consignas sobre la reforma agraria en un mitin, los
niños que observan con curiosidad a las tropas que desfilan ante sus ojos, las
madres que espera junto a una reja en la puerta de la morgue para saber si
dentro se encuentran los cuerpos de sus seres queridos…
Pero de todas las imágenes,
una serie me impresionó sobremanera. En ella, Gerta duerme sobre una cama de
sábanas entreabiertas, arrugadas, envuelta en un pijama de rayas finas que
parece muy cómodo. En mitad del horror de la contienda, André quiso guardar
para siempre ese momento íntimo de ternura de su amada que vive un sueño
plácido. Poco después, en Julio de 1.937, mientras cubre la Batalla de Brunete
montada en el estribo de un coche que transporta heridos, un ataque rasante de
la aviación provoca una huida precipitada y un tanque republicano golpea el
automóvil, haciéndola caer bajo sus cadenas. Gerta muere pocas horas más tarde
cuando estaba cerca de cumplir veintisiete años. Su cuerpo es trasladado a París
donde encuentra sepultura.
Unos meses antes, aún en la
capital francesa, decidieron cambiar sus nombres por Gerda Taro y Robert Capa,
pensaron que si se inventaban un ficticio fotógrafo estadounidense podrían
cobrar más por sus fotografías y no se equivocaron. La obra de ambos fotógrafos
y amantes se confunde durante un tiempo en que la firman de forma conjunta.
Capa, desesperado tras la muerte de Taro se vuelca aún más en su trabajo y
cubre como fotoperiodista algunas de las batallas más cruentas de la contienda,
como la Teruel en mitad del frio extremo del invierno. Ante el triunfo de los
franquistas decide volver a Paris con tres cajas que contienen los negativos
que ellos y Chim habían tomado durante la guerra. Más tarde, con los nazis a
las puertas de la capital francesa consigue a través de Pablo Neruda, entonces
embajador de Chile, un salvoconducto que le permite huir a los Estados Unidos. Se
marcha, pero antes le pide a un amigo que proteja los negativos. En ese momento
no sabía que iba a tardar años en regresar. Con los alemanes aun resistiendo en
sus calles, entra la ciudad a lomos de un tanque. El vehículo tiene escrito en
letras blancas la palabra Teruel, le acompañan otros con las inscripciones Guadalajara, Ebro,
Belchite. Son los valientes soldados de La Novena al mando de Leclerc, la
mayoría de ellos antiguos combatientes republicanos españoles. Ellos son los
primeros en entrar en la capital, un detalle que luego la historia olvidará a
lo largo de varias décadas.
Capa, que había sido el
único fotógrafo que desembarcó con las tropas en las playas de Normandía, era ya famoso. Nunca encontró las cajas con los negativos. Él no sabía,
nadie sabía que cruzaron el Atlántico con el equipaje de un diplomático
mejicano. Robert Capa o lo que es lo mismo André Friedmann moriría en 1.954
cuando una mina estalló a sus pies mientras cubría otra guerra, esta vez en Indochina.
Desde entonces su fama merecida no ha parado de crecer, Gerda Taro y su obra caían, en cambio,
en el olvido. Años más tarde se reconoció la labor de ambos y de otros
fotógrafos españoles y extranjeros que cubrieron la Guerra Civil Española,
ellos cambiaron el fotoperiodismo. Las cajas con los negativos aparecieron en 2.007
en Ciudad de México. El domingo yo pude ver esas imágenes, forman parte de la
exposición “La maleta mexicana” que se expone hasta mitad de enero en el MNAC
de Barcelona. Sigo impresionado por aquellas fotografías, con el miedo, el
hambre, la lucha, el amor que Taro, Capa y Chim nos legaron, nos guardaron para
que no durmieran en el cajón del olvido.
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La Maleta tiene la misma capacidad mítica de la de Machado o de la caja de galletas de Centelles.
ResponderEliminarMira esto por si te interesa:
http://albertogranados.wordpress.com/2011/01/04/la-caja-de-galletas/
Un abrazo,
AG
Resulta curioso los objetos en los que esconden los fotógrafos esos negativos que tanto les dolieron. Agustí Centelles me parece uno de los mejores, muchas veces he pensado también traer aquí algo de él. Me ha gustado mucho tu caja de galletas.
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