En la mañana del 24 de febrero de 1.942, el teniente de ingenieros José María Matamoros Mora recibió, en el Negociado 1ª 3ª, donde se encontraba el juzgado militar de guardia, un telegrama del Teniente Coronel de la 23ª División del Estado Mayor. En él le ordenaba incoar diligencias previas para esclarecer los hechos ocurridos el día anterior en una cueva del Barranco del Abogado, donde se habían producido dos muertos y un herido. Matamoros era ese día el instructor militar de guardia en plaza.
Tras visitar el lugar de los hechos y realizar el levantamiento de dos cadáveres, se dirigió al Hospital de San Juan de Dios con la intención de interrogar a Ramón Casares Raya, un joven de diecinueve años que había sido ingresado con heridas múltiples de metralla en la cara, distintas fracturas y traumatismos de pronóstico grave. El interrogatorio fue imposible porque, según consta en el sumario, “el herido se encuentra en completa incoordinación de ideas y con pérdida total de la palabra”. Ramón moriría dos días más tarde.
Había imaginado al instructor recorriendo los patios del Hospital, subiendo sus escaleras hasta llegar a la Sala San Gabriel, donde se internaban a los enfermos más graves y quería recorrer aquellos escenarios. Hace algunos días pude hacerlo.
La historia del edificio, al que algunos califican como el segundo hospital más antiguo de Europa, es bien curiosa. A mediados del siglo XVI un portugués llamado João Cidade Duarte, que había formado parte de las tropas de Carlos V que combatieron en Fuenterrabía contra los franceses y en la Viena sitiada por el turco Solimán, malvivía en la ciudad de Granada vendiendo libros cerca de la Puerta de Elvira. Le sobrevino una vocación religiosa que provocó que fuera encerrado por locura en una celda del Hospital Real de Granada. Allí conoció la situación en la que malvivían los internos, agravada por un incendio, y decidió dedicar su vida a subsanarla. Para ello creó una orden de caridad y, tras dos hospitales más modestos, se alzó el Hospital de San Juan de Dios de Granada sobre el terreno conocido como la Almorava, que ocupaba el demolido Monasterio de San Jerónimo. Joao sería santificado años más tarde.
Pregunté por el antigua sala de San Gabriel al guardia se seguridad que encontré en la puerta. Me respondió que desconocía el dato. En los últimos meses han ido desmantelando todos los servicios médicos que allí se prestaban y no había nadie que pudiera aportar ningún dato. En ese momento entraron dos monjes, acompañados por un grupo de hombres rubios y piel muy clara, que hablaban en una lengua del este. Uniformados con los abalorios de la Jornada de encuentro del Papa con la juventud que se iba a celebrar días más tarde en Madrid, llegué a la conclusión de que eran seminaristas polacos. Estuve tentado de preguntarles a los monjes, pero las expresiones integristas de sus caras y la de sus acompañantes no me invitaron a hacerlo.
El segundo patio se encuentra en mejor estado. Sobre su suelo se levantó un quirófano con el techo de cristal para que los alumnos de la facultad de medicina, que entonces albergaba el hospital, pudieran presenciar las intervenciones. Del mismo no queda ningún resto, ya que la facultad se trasladó a una nueva sede en 1.944.
Pese al estado de abandono, el edificio me pareció muy hermoso. Sorprende que un entorno en el que sobresalen las arquerías, los patios, las fuentes, las palmeras, los cuadros y azulejos de las paredes… convivieran todos aquellos elementos con el uso para la medicina. Imagino que el teniente de ingenieros tenía otras preocupaciones en su cabeza y no prestó mucha atención a la belleza cuando, en las últimas horas de la mañana del 24 de febrero de 1.942, caminaba por aquellos pasillos con la intención de realizar un interrogatorio que aún no sabía que era imposible.
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