04 marzo, 2011

La infancia robada

Avanzan los meses de escritura contenida, temblorosa por no estar a la altura de lo esperado. Como un parto largo que no acaba, sin posibilidad de cesárea. Las páginas blancas se van pintando de palabras con mucha mayor lentitud de la prevista. Las historias se toman su momento para ser contadas. Ando encajando las piezas, tratando de encontrar el orden exacto donde enlazar los saltos en el tiempo, buscando la voz, imaginando los paisajes por donde caminarán los personajes, repasando mentalmente los posibles diálogos, buscando las frases probables que pudieron hablar, tratando de empaparlas de aquel instante, de buscar una verosimilitud que los haga creíbles. Sólo en ocasiones, en un instante inesperado, leyendo un libro, caminando por la calle, en la desolación que tienen por la mañana los trenes que llevan a la gente al trabajo, un idea rompe el miedo, desaforada avanza durante unos minutos, impregna la libreta de unas letras rápidas, imprecisas, que luego hasta a mi me cuestan entender. Su lectura más tarde me sigue pareciendo un texto encorsetado, donde a veces florece una frase que considero brillante entre el árido páramo. La semilla de la que podré esperar que algún día vaya naciendo el texto, vaya creciendo, tomando forma y cuente la historia como si fuera algo que nos atrapa para siempre…

Los frentes avanzaban alterando de forma caprichosa el paisaje de la derrota, pero, a pesar de todas las desgracias, la vida continuaba. Cambiaban los colores de las banderas, los himnos que cantaban los soldados, pero el hambre de los niños seguía existiendo, se hacía más visible conforme avanzaba la contienda, también la crueldad de sus juegos. Las criaturas se mantenían como espectadores de un conflicto ajeno, que no les pertenecía, por mucho que hubiera trastocado sus vidas por completo, dando un vuelco inesperado a sus entretenimientos cotidianos. El trompo, las canicas, las chapas o los dados dejaron ser el centro de su universo y fueron sustituidos por los combates con armas imaginarias, en los que jugaban a la guerra imitando la ira de los hombres de uniforme, formando pelotones en los que los mayores o los más fuertes simulaban fusilar a su vecinos más pequeños. En sus rostros infantiles se dibujaban los gestos crispados que veían en los adultos y que les otorgaba unos aires castrenses impropios de su edad. Ésa era su reacción frente a los hechos que les rodeaban desde hacía meses. Los pueblos se iban llenando de huérfanos a los que les arrebataron la inocencia sin pedirles permiso, con una beligerancia a la que no estaban acostumbrados, a la que debieron enfrentarse sin tiempo para aprender lo que no puede entenderse. Sin previo aviso, la infancia quedó fosilizada en un zafarrancho de experiencias forzadas. María ya había visto cómo, tras los primeros días del golpe, la guardia civil, que se había unido a los fascistas, se hizo con el pueblo en pocas horas sin apenas resistencia. Los mismos bravucones que llenaron el pueblo de gritos y obligaron a su marido a huir a toda prisa, se fueron con el rabo entre las piernas semanas más tardes y en las mismas calles se gritaron otras consignas igualmente encendidas, pero aquellas algaradas de hombres no iba a durar demasiado. Esta vez venía un ejército entero dispuesto a ajustar cuentas sin hacer distinciones. Se acercaba el momento en el que la guerra lo iba atrapar todo, a volverse aún más brutal, inflexible al sufrimiento de los chavales. Los militares no se iban a conformar con la huida de los ejércitos vencidos y, como un castigo bíblico, también exigirían la desbandada colectiva de las mujeres y los niños, el pánico en sus ojos. No se trataría ya de una batalla entre fusiles. El odio se iba a convertir en el deseo indiscriminado de eliminar de raíz y para siempre al enemigo. En aquellos días de enero, cuando los gritos asustados de los que habían empezado a huir desde los pueblos vecinos les anunciaron que sólo les quedaba tiempo para salir corriendo, María apretaba a su hija contra su pecho. Le faltaba más de un mes para cumplir los dos años y ya estaba condenada al sufrimiento de la guerra, al ruido sordo de los aviones que se acercan y que la pobre trataría de apagar con aquellas canciones que canturreaba en voz baja. María intentaba proteger a su hija de un imposible, del cansancio, del hambre, del miedo, que prendieron en aquella marea humana que avanzaría lenta, callada, sin poder detenerse durante días, porque detrás venían cientos, miles, decenas de miles, los que huían de Málaga y el enemigo no se conformaba esta vez con la victoria. Habían dejado de ser espectadores y todos ellos se habían ya convertidos en protagonistas de la desgracia…

Hace unas semanas, mientras leía en el tren matutino que me acercaba a mi jornada laboral un libro de Víctor Kemplerer, en el que describía el ascenso al poder de los nazis, todos los rostros del vagón desaparecieron y sólo quedó una imagen aterradora. En una escena, unos niños paraban sus bicicletas para ver a los soldados que marchan. Allí brotó la semilla del párrafo anterior. Días más tarde, cuando ya tenía buena parte del texto escrito, la casualidad me llevó a una foto terrible de Agustí Centelles que confirmaba lo que yo había imaginado en aquel vagón, en ese breve momento en el que la inspiración se fue como un rayo que apenas se ve.


Regando la semilla va floreciendo la historia…

Para aquella niña de apenas dos años a la que nuca leeré esto y que me parió hoy hace cuarenta y tres inviernos.

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