08 febrero, 2011

El reino de las sombras solitarias.

Madrugada del 8 de febrero de 1.937. Dos hombres extranjeros conversan sentados en una terraza. Ahora sus abrigos les protegen de la brisa fresca de la noche, pero el día amaneció radiante. Ha sido una de esas mañanas malagueñas que se disfrazan de primavera en pleno invierno. A pesar de ello, nunca un domingo de carnaval fue tan triste. Charlan mientras observan una línea de luces brillantes que se dibuja en las colinas cercanas. Como si fueran una guirnalda eléctrica de una fiesta, los destellos que tintinean son producidos por los vehículos de un ejército enemigo. Sus soldados están a la espera de que llegue la claridad del alba para entrar en unas calles que ahora se encuentran en la oscuridad más profunda. No funciona la electricidad y tampoco el suministro telefónico. Fueron cortados hace horas. La última línea cablegráfica fue destruida hace tres días. Desde aquella hermosa casa los dos extranjeros contemplan la ciudad tranquila, callada. Villa Lucía es una isla de paz en mitad del desastre. Ha sido la única que ha podido mantener cierto esplendor en esa zona residencial, donde las mansiones vecinas, abandonadas precipitadamente por sus dueños en los primeros días de la guerra, parecen fantasmas de lo que fueron. Los jardines y las pérgolas han ido creciendo sin cuidado. Los dos extranjeros no están acostumbrados a ese silencio inquietante. Los días previos han sido muy intensos. Se habían acostumbrado al ruido de los bombardeos, a la agitación de los frentes cada vez más cercanos y amenazantes, a los ruidos nerviosos de aquella masa de gente desesperada que, esa misma mañana, había iniciado la huida. Por ello, ahora están nerviosos, viviendo ese entreacto que sólo presagia más sufrimiento, observando desde la distancia las avenidas vacías que se han convertido en el reino de las sombras solitarias.

Discuten. El anciano, un británico con pinta de intelectual de ateneo, tiene setenta y tres años. Ha sido el único hombre al que los milicianos le han permitido el uso de la corbata, ese signo burgués erradicado del paisaje durante los últimos meses. Los anarquistas le guardan una pequeña gratitud, sus cartas al Times de Londres fueron las únicas que defendieron a la República. El joven es un militante antifascista, un espía húngaro de treinta y dos años. Disfrazado de periodista, ha trabajado en los últimos meses, tratando de demostrar la importante ayuda militar que Hitler y Mussolini le están prestando a Franco, sin la que hubiera sido imposible el golpe de estado que inició la guerra hace ya más de medio año. En todo ese tiempo los parlamentos occidentales han tratado de mantener la equidistancia entre una democracia, elegida por el pueblo, y lo que es el principio de una autoritaria dictadura militar.

Sir Peter, el anciano, le explica al joven los motivos por los que se niega a abandonar la ciudad. Todos los cónsules extranjeros lo han hecho y piensa que debe quedar algún testigo con el objetivo de tratar de impedir, o al menos de reducir, la matanza que se va a producir en cuanto las tropas entren. Se queja por el hecho de que, desde el inicio de la guerra, no ha habido nadie para relatar la masacre que han cometido las tropas nacionales en todas las ciudades tomadas. El británico es un hombre ya muy mayor, un antiguo zoólogo que ha vivido mucho y cree que su vida no corre peligro. No entiende porque el húngaro no se ha marchado. Le ha aconsejado que huya, consciente del riesgo al que se enfrenta. Arthur, el espía, le responde que toda su existencia ha sido una huída. Ha tenido que abandonar ya de demasiados lugares, su Budapest natal, la Palestina donde no encontró su paraíso judío, la Unión Soviética donde no floreció su ideal comunista del mundo, también el Madrid que sólo tres meses antes estaba a punto de caer en manos enemigas, la capital abandonada por su gobierno. Recuerda como marchó sin valentía en el enorme automóvil negro de un antiguo ministro, pero la capital no cayó. Fue defendida por el pueblo y él no estuvo allí para verlo. Ahora no está dispuesto a seguir huyendo, aunque eso ponga en peligro su vida. La última excusa, la de que un joven no puede abandonar a un hombre de su edad en esas circunstancias, ha sido la más dolorosa para el anciano.

Lola, la criada, se acerca con la intención cambiar las velas e interrumpe brevemente la conversación. Trae unas cucharadas de mermelada de frambuesa. Trata de poner un poco de dulzura en mitad de la inquietud. Se mueve ceremoniosamente, como si representara un papel en una tragedia griega. Ahora sus ojos no están enrojecidos y húmedos, así estaban cuando sirvió la cena unas horas antes, la bandeja de plata repujada que contenía las cuatro escuálidas sardinas asadas, cuando vertía en las copas el líquido dorado de la última botella de vino. El silencio es duro. Arthur recuerda las imágenes de las últimas veinticuatro horas que no puede borrar de su mente.


Puede verse a sí mismo, como el personaje de una historia casi irreal, cuando se despidió de Gerda, la periodista polaca, y le dijo que iba a regresar a la ciudad de la que estaban huyendo, cuando le dictó la última crónica para el News Chronicle, el periódico que le había servido de tapadera en los últimos meses: “Málaga perdida. Koestler se queda”. Recuerda la carretera estaba repleta de decenas de miles de personas que huían en la dirección contraria que, en ese momento, a él probablemente le acercaba a su destino con la muerte. Por la ciudad deambulaban los últimos milicianos. Ya no tenían porte de soldados, sólo parecían fardos de ropa sucia que perdían el tiempo liando cigarrillos a la espera de sus verdugos. Estaban abatidos, cansados de haberse enfrentado sin apenas armas contra los tanques enemigos. Recuerda la bandera ondeando sobre los tejados blancos de la casa de Sir Peter, mientras sus manos sentían el pan seco y las dos botellas de coñac que llevaba en los bolsillos, el único tesoro que había podido rescatar de entre las ruinas. Desde allí el viento suave de la noche traía el retumbe de los cañones, el resplandor escarlata que se encendía hacia el este, sobre la carretera por la que muchos trataban de agarrarse a la vida. Fue en ese momento cuando quiso regresar a su hotel con la intención de recoger sus cosas, algo de comida y un revólver. Sir Peter trató de impedírselo, sugiriéndole que contra un ejército nada podría hacer una solitaria arma, pero le dejó marchar cuando escuchó su respuesta, la que ahora su mente vuelve a pronunciar como si lo hiciera a través de la boca de otro hombre, la que anunciaba que ese revólver serviría para suicidarse en el caso de que lo capturaran.


Sir Peter Chalmers Mitchell

Por sus recuerdos también pasa ahora el cielo azul y despejado con el que amaneció el día, los pardillos y los gorriones que poblaban los árboles y la brisa que subía desde el mar haciendo ondear la bandera. Después de todo, el sueño de la noche no había sido tan malo. Mejor que el tazón de café sin cafeína y gachas de avena del desayuno, el que tomaron temprano, antes de que empezara el bombardeo de las nueve. Los españoles mi siquiera madrugan cuando hacen la guerra. Esa mañana, a la segunda cucharada, aparecieron tres buques de guerra en el horizonte y la angustia hizo imposible seguir comiendo. Los barcos se acercaron con rapidez, enfilaron su proa hacia el puerto a todo vapor. Sin aviso previo, todo estalló. Era imposible que en el mundo pudiera hacerse tanto ruido. Los cañones abrieron sus fauces y los rojos fogonazos caían sobre el verde aterciopelado de las montañas. El humo ascendía arremolinándose con una lentitud detenida mientras los tañidos de las campanas expandían el pánico. Por el oeste llegaba el enemigo y el fragor de la batalla iba creciendo. Los aviones descargaron bombas, las ametralladoras completaban el coro. Un monoplano blanco descendió en picado lanzando ráfagas. Una hora más tarde se hizo el silencio. Arthur recuerda que en ese momento fue cuando decidió bajar a la ciudad. Necesitaba saber lo que estaba pasando. Sir Peter le acompañó un trecho del arroyo, mientras estuvieron a cubierto, pero en cuanto sonaron dos disparos se vieron obligados a regresar. Una docena de aviones, en formación de tres, apareció en el cielo. Parecían una cuña de gansos. Esta vez no se produjo el ruido ensordecedor de las explosiones. Miles de octavillas caían lentas, trayendo el mensaje del general Queipo de Llano. Anunciaba que un círculo de fuego ahogaría en breves horas a cualquiera que ofreciera resistencia. Entonces sonaron a lo lejos los disparos inútiles de los fusiles que apuntaban a los aeroplanos con rabia.

Al llegar a la casa, la criada les contó que habían venido unos anarquistas con la intención de requisar el automóvil. Lo necesitaban para poder trasladar heridos al hospital, pero como el zoólogo no estaba y le guardaban mucho respeto, decidieron marcharse sin el vehículo. A la hora del almuerzo regresó el ruido de los cañones. Comieron la mayoría de las pocas provisiones que les quedaban y se fueron al estudio. Sir Peter quería leer y él pretendía escribir. En lugar de eso, no cesaron de hablar. No entendían porque los mandos militares habían abandonado Málaga sin defensa. El anciano trató de tranquilizarle. Era un invitado en su casa que no tenía nada que temer. Estaban bajo la bandera británica, la misma que ondeaba junto a la puerta. Arthur no pudo sonreír al pensar sobre la flema de los británicos. Sabía que Union Jack con las gastadas aspas rojas, azules y blancas no iba a detener al enemigo. Al final no pudo continuar oyendo el silencio y decidió bajar a la ciudad en búsqueda de noticias. Lo que ha visto esa noche ha sido un baile de fantasmas que algún día, aún no lo sabe, describirá en un libro.

Todas esas imágenes no paran de dar vueltas en su cabeza. Un golpe de brisa le trae de nuevo al presente, mientras ve cómo sir Peter sube hacia su habitación. Al rato vuelve a bajar. Entonces observa tu traje blanco de alpaca. Trae con él dos pequeños estuches metálicos. Se los muestra. Cada uno contiene una jeringa hipodérmica, con una aguja de recambio y un tubo de comprimidos de morfina. Le explica cómo tiene que desinfectar la aguja, cómo tiene que inyectarse el líquido que llegado el momento necesario pondrá punto y final al sufrimiento. Luego las horas van pasando de la ginebra al vermú y a las conversaciones filosóficas sobre la libertad y la vida, sin oír los sonidos inquietantes que trae la amanecida. Los licores alargan el tiempo como un narcótico dulce, producen ese esnobismo inconsciente de los que sienten que ya todo está perdido menos la dignidad. Al fondo, sobre el mástil sigue ondeando la bandera. No es muy gloriosa. Tiene los bordes deshilachados, cuelga al viento sin forma y está en un estado lamentable. En el bolsillo una jeringa está dispuesta.


Arthur Koestler
Ambos fueron detenidos en cuanto las tropas entraron en la ciudad. Al anciano Chalmers Mitchell, le escoltaron hasta un hotel, donde lo retuvieron durante horas. Finalmente, debido a su nacionalidad británica, le deportaron hacia Gibraltar. Antes, las autoridades franquistas le hicieron firmar un documento por el que se comprometía a no regresar al país y no revelar los detalles de su detención. Chalmers Mitchell no estaba dispuesto a vivir bajo una dictadura militar, pero tampoco a callar lo que ha había visto. Pocos meses más tarde publicaba “My house in Málaga”, en la que describía sus vivencias en la ciudad. El libro nunca ha sido traducido al castellano. Antes de tomar el barco que le llevaría a Gibraltar, el viejo zoólogo le pidió a un amigo un último favor. Éste se encargó de llevarle dinero a su criada Lola. Su jefe quería que nada le faltara en esos momentos tan difíciles. Arthur Koestler estuvo en la prisión durante semanas esperando su ejecución. Una fuerte campaña internacional obligó a Franco a ponerle en libertad. Las condiciones fueron las que ya le habían hecho firmar Chalmers Mitchell. Al igual que su amigo, nunca quiso volver a España y también incumplió la segunda. Su libro Diálogo con la muerte narra sus experiencias en nuestro país. El texto que he tenido el atrevimiento de escribir bebe directamente de las fuentes de las obras de los dos personajes. No obstante, hay un momento que no he podido narrar: la última noche en la que Koestler camina por Málaga de regreso a la casa de su amigo. Su relato narra la fantasmagoría del momento:

Todavía es tiempo de irse. Está oscureciendo, y las sombras flácidas y suaves de la noche andaluza caen con rapidez. No hay electricidad, no hay tranvías, ni policías en las esquinas, Sólo la oscuridad y el estertor de una ciudad estrangulada: un disparo, un grito embriagado, un gemido en una calle más allá. Milicianos que pasan corriendo, sin saber dónde ir, como dementes. Mujeres con mantillas negras que revolotean como murciélagos en las sombras de las casas. Por alguna parte el ruido de un cristal roto, el parabrisas de un coche. […] La ciudad ya no tiene servicios públicos; sus huesos se han suavizado, sus nervios, sus tendones, sus músculos se descomponen, el complejo organismo ha degenerado en una medusa amorfa. ¿Qué es la agonía de un individuo comparada con la agonía de una ciudad? La muerte es un proceso biológico natural, pero aquí un organismo social, los cimientos de la propia civilización se dislocan.[…] Un ejército de invasores extranjeros acampa detrás de las colinas, recuperando fuerzas para mañana, ocupar estas calles e inundarlas con la sangre de personas cuya lengua no comprende, con quienes no tiene pleitos pendientes, y cuya existencia ayer le era tan desconocida como indiferente le será mañana su muerte. Aún es, probablemente, hora de huir. La casa de Sir Peter se encuentra en una colina a ochocientos metros de la ciudad. Cruzo por campos oscuros, me pierdo. […] Sir Peter está sentado ante el escritorio a la luz de una lámpara de petróleo, aparentemente inconsciente de lo que sucede fuera - perfecta imagen victoriana en medio del diluvio apocalíptico-. Me siento un poco como Job; además, tengo remordimientos porque llego tarde para cenar y mi ropa está sucia, en el camino hubo otro ataque aéreo y tuve que arrastrarme por los surcos de labranza

Sir Peter Charmers Mitchell y Arthur Koestler sobrevivieron a aquellas horas y pudieron contarlo. Tras la caída de Málaga, las fuerzas de Franco bombardearon a los que huían por la carretera hacia Almería, la mayoría de ellos eran mujeres, ancianos y niños. Nunca se contabilizaron los cadáveres. Se calcula que unas cinco mil personas perdieron la vida en aquellas cunetas. En cuanto las tropas nacionales entraron en la ciudad, se inició la represión. Sólo en la primera semana se produjeron más de 3.500 fusilamientos. Hace ahora un año se exhumaron en el cementerio de Málaga los cuerpos de la mayor fosa común de Europa (si exceptuamos los crímenes del nazismo). Allí fueron a parar la mayoría de los ajusticiados por Franco. Entre los cadáveres también se encontraban los restos de de 349 niños menores de doce años. La represión continuó durante décadas.

La palabra es un arma contra el olvido. Mientras se recuerde la historia su enseñanza permanece.

Madrugada 8 de febrero. Setenta y cuatro años después de aquella infamia.

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