28 agosto, 2013

Prohibido morirse en agosto

En su edición de mitad de agosto, cuando los periódicos adquieren la enorme delgadez de una dieta falta de noticias, Babelia publicaba un artículo firmado por Javier Gomá Lanzón que titulaba Raptado por las musas. El texto comenzaba así: “Hay un hecho notorio y universal que reclama una buena explicación: por qué determinadas personas dedican las mejores horas del día, los mejores días del año y los mejores años de su vida a producir algo que nadie les ha pedido, sin que el éxito social, los requerimientos de la conciencia, el anhelo de fama o el enriquecimiento económico constituyan nunca la motivación principal. El hecho suele ser designado con la palabra vocación.”

El artículo continuaba más adelante: “Es literaria aquella vocación que elige como objeto la producción de un texto. De igual manera que un pintor percibe un magnetismo en la asociación de unos particulares colores o el compositor descubre la necesidad interior de una concreta secuencia de notas musicales, así el escritor es aquella persona que ha desarrollado un sentido para aprehender el campo de fuerzas que generan dos o más palabras cuando se ponen cerca y del que carecen por separado. El escritor, en resumidas cuentas, no es otra cosa que un juntapalabras y su arte reside en juntarlas con acierto”

Hay ocasiones en que las palabras se niegan a juntarse o, cuando lo hacen, el resultado que revelan es desolador, pero a veces de una idea absurda, de un título surreal, nace un hilo que basta poco más de dos centenares de palabras antes de romperse para dejar una resultado incierto...

Emilio Cifuentes eligió para morir un domingo de agosto. Durante los días previos las temperaturas fueron muy altas, tanto que le provocaron un hervor de pensamientos que le remordió el estómago y le fue consumiendo muy despacio. La mañana del deceso, en cambio, amaneció tibia, pastosa, con un cielo lleno de nubes sucias que tampoco era promesa de lluvias.
—¡Vaya día ha elegido este cabrón para marcharse! —pensaba su mujer en mitad de una soledad inquebrantable. Era de esperar: en vida su esposo no se había dedicado a hacer amigos.
—Debería estar prohibido morirse en Agosto cuando todo el país está de vacaciones —musitó entre dientes después de firmar el papeleo—. Al menos así tendrán la excusa para no venir al entierro.
Al salir a la avenida limpia de coches el calor comenzaba a repuntar y decidió que ya era hora de dar portazo al pasado.
—Te va a enterrar con la camisa azul Rita la Cantaora, porque yo acabé bien harta de tu yugo y tus flechas.
Cuando llegó a casa, lo primero que hizo fue ducharse, mirar como el agua se iba por el desagüe dibujando círculos entre sus pies doloridos. Con el pelo aún mojado abrió la puerta del armario ropero y no tardó mucho en rebuscar entre las perchas de plástico. Cogió el vestido negro que vistió el año en que murió su madre, se fue a la cocina y lo tiró a la basura.


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