Tuve la suerte de conocer a mi abuela María. Murió cuando yo tenía
ocho años. A pesar del sufrimiento al que el azar de la guerra y la posguerra
la habían condenado, aún conservaba genio en la mirada. Desde muy niño pude
advertir la admiración con la que todos hablaban de ella, el orgullo con el que
narraban su historia.
Del tatarabuelo Antonio, en cambio, nada sabíamos. El único detalle
conocido por la familia es que regresó con el grado de teniente de la Guerra de Cuba y que su hija, la bisabuela Antonia, rezó durante los
tres años que permaneció en la isla antillana para que volviera sano y salvo.
Cuando solicité su expediente militar al Archivo de Segovia no podía imaginar
lo que iba a encontrar. El documento fue el extremo de un hilo del que comencé
a tirar: la historia que guardaba el enmarañado ovillo no deja de sorprenderme
aún hoy. La pulcra caligrafía decimonónica comenzó a nombrar lugares que
desconocía, una geografía lejana que se perdía en las montañas del norte o en
ciudades caribeñas: Abanto, Monte Muro,
Manzanillo, Cienfuegos…
Con el paso de los meses fui
descubriendo detalles de los hechos en revistas antiguas, en grabados
magníficos que me acercaban a ellos, en periódicos que los contaban con una rabiosa
actualidad, imposible de encontrar en los libros de historia. Quedé atrapado
por aquellas batallas de hace dos siglos, con sus asaltos a punta de bayoneta y
un heroísmo que no tiene cabida en las guerras modernas. Los soldados eran solo
fichas en un tablero, pero aún veían al enemigo y llegaban a enfrentarse cuerpo
a cuerpo, a intercambiar cigarrillos, a interesarse por familiares y amigos que
combatían en el bando contrario.
Antonio López Martín tuvo la mala suerte de estar en sus dos guerras siempre
en el lugar equivocado en el peor momento. En San Pedro de Abanto formó parte del ataque final, el más
desesperado. En Monte Muro no está
claro si ése volvió a ser su papel o si estuvo entre las últimas tropas en
marchar, las que cubrieron la retirada de todo un ejército en mitad de la
derrota. Y en Cuba su cuerpo, la
Administración Militar, también se llevó la peor parte: eran los encargados
de internarse en la manigua para llevar provisiones a los lugares más remotos,
expuestos a los mambises y a los mosquitos en caminos impracticables y
selváticos.
Mi admiración por el tatarabuelo
fue creciendo con la lectura de los documentos, pero no podía ponerle rostro a
sus sentimientos. Los “Mitaíllas” no
conservábamos ninguna fotografía suya.
En las cajas guardadas como un tesoro por la familia fueron apareciendo
las caras de todos los personajes, pero no había rastro del teniente y sus rasgos
quedaron al albedrío mentiroso de mi imaginación.
De forma casual, una llamada de
mi prima Alicia, que forma parte de una rama más lejana de la familia, me abrió
a la esperanza: marchaba de vacaciones al pueblo de la vega granadina donde
nació nuestro antepasado común y otra prima, que ni siquiera conozco,
conservaba fotografías más antiguas.
Las imágenes fueron llegando
primero al teléfono móvil de mi tía Victoria y luego a mi correo electrónico:
el tatarabuelo Antonio se nos presentaba desde un pasado muy remoto con una
sonrisa, vestido con el traje oscuro del ejército. Las estrellas de teniente en
la manga y una insignia borrosa, imprecisa, que solo podían pertenecer al
cuerpo de Administración Militar, nos ayudaron a identificarlo entre otros rostros.
Luego apareció en una foto anterior, con barba algo más oscura y el
uniforme de rayadillo que vistieron las tropas en la Guerra de Cuba. Posa
acompañado por otros tres compañeros, con altas botas oscuras, fustas y cuerdas
propias de un regimiento de transporte con mulos. Un rasguño de la fotografía
condena la cara de unos de ellos al olvido, pero las de los otros tres son bien
visibles: con bigotes decimonónicos y ojos que no miran a la cámara. Los dos
del centro dirigen su mirada hacia la izquierda con porte orgulloso, la de
Antonio, menos gallarda, esconde cierta melancolía.
Su historia ha cogido ya tanto
vuelo que no me cabe en la novela, demasiado larga, demasiado compleja según el
consejo de otros que saben más que yo del oficio de escritor. Al final creo que
no voy a tener más remedio que hacerles caso: ni siquiera he escrito una
pequeña parte de mi primera novela y ya tengo la segunda esperando. Es más,
buena parte del material ya escrito
forma parte de ella y deberá dormir en un cajón durante más tiempo.
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