23 octubre, 2014

Maldita casualidad.

Anoche me fui a dormir con las últimas páginas de una novela de Ramiro Pinilla: Antonio B. El Ruso, ciudadano de tercera. Hoy, trágica casualidad, he leído en el periódico la noticia de su muerte.



Hace algunos años conocí a este escritor vasco por un texto breve que Ignacio Martínez de Pisón recopiló para un libro maravilloso, titulado Partes de Guerra, donde se trataba de dar una visión caleidoscópica de nuestra guerra civil a través la mirada de una veintena de narradores.

“Para los Altube la guerra comenzó a las cinco de la tarde, cuando Marcos entró en la cocina diciendo que se lanzaba al monte con la escopeta y que le envolvieran un bocadillo”. Así comenzaba el relato Julio del 36 y de seguida descubrí que acababa de conocer a uno de esos escritores por los que no puedo evitar sentir una enorme empatía.

Me gustan sus frases cortas, a veces incisivas como un cuchillo; la cadencia ágil de su narrativa, desnuda de artificios, que invita a seguir leyendo. Acabo de leer en diario El País un artículo hermoso de Fernando Aramburu en honor a Pinillla, su título: La prosa que no se nota, es la mejor manera de calificar su forma de narrar.

Escribir una frase brillante es más fácil de lo que parece, incluso escribir un párrafo magistral puede estar a la altura de un aprendiz de escritor cualquiera, pero lo verdaderamente difícil de una novela es que fluya como un río y que las palabras broten y se junten unas con otras y se alarguen durante páginas para contar una historia que no puede dejar de leerse. Es lo que me he pasado con la historia de El Ruso desde la primera frase:

“Me llamo Antonio Bayo, pero cuando madre me echó al mundo, una mujer que estaba allí dijo: “¡Leches, si es rubio como un ruso!”. Así que no vaya usted a Las Cabreras preguntando por Antonio, porque desde entonces todo el mundo me conoce por “el Ruso”.



A Ramiro Pinilla le gustaba contar las historias de las gentes sencillas que se enfrentaban a momentos de gran dramatismo con una naturalidad pasmosa: el joven que pide un bocadillo para marchar a la guerra, los soldados que detienen los disparos para oír la misa del domingo, o el joven Ruso que responde a los interrogatorios de los jueces con la verdad que le otorgaba el hambre y a las palizas de la Guardia Civil con las mentiras de la necesidad.

Para el lector es imposible no compartir el sufrimiento de el Ruso, sentir lástima por él, llegar incluso a saborear su hambre o los breves momentos de felicidad en mitad de una vida de desgracias, torturas e injusticias. Y cuando los personajes hablan, vuelan los diálogos con una naturalidad pasmosa, esa que, aunque no lo parezca, resulta muy, muy difícil de escribir.

En la literatura podemos encontrar a los que alcanzan el éxito con facilidad y a los obreros que trabajan duramente la palabra para conseguirlo. Ramiro Pinilla fue de los segundos. La fama y la consagración quizás le llegaron tarde, pero las palabras no entienden de plazos y la suyas nos quedarán para que podamos disfrutarlas muchos años. En mi lista de lecturas pendientes tengo varias novelas suyas. Cuentan que tardó quince años en escribir la historia de una saga familiar a lo largo de varias generaciones que dibuja en Verdes valles, colinas rojas. Sé lo duro que puede llegar a ser ese intento y lo admiro. Se nos fue el escritor. Nos quedan sus palabras.

09 octubre, 2014

Cien mil miradas

Cuando el 30 de abril de 2009 escribí la primera entrada en este blog no podía imaginar todo lo que iba a pasar. Recién despedido de la multinacional americana para la que llevaba doce años trabajando, decidí afrontar la dureza del inicio de la crisis que aún nos golpea haciendo una de las cosas que más me apasiona y me hace sentir vivo: escribir. Como hacía más de una década que había abandonado la mayor de mis aficiones, tuve que rescatar de los cajones del olvido las palabras que llevaban dormidas mucho tiempo, pero del olvido llegaron también muchas cosas inesperadas. En cuanto dejé a un lado los viejos textos y decidí empezar por fin la novela que había sobrevivido durante años en una esquina perdida de mi imaginación y empecé a investigar en la vida de mi abuela, en todos los acontecimientos que la rodearon, me convertí en un detective de la memoria. En el interior los cajones más polvorientos de internet encontré documentos emocionantes; historias que me hicieron llorar y me estremecieron hasta lo más profundo y que, a su vez, me llenaron de orgullo; personajes que merecían emitir su voz, silenciada de forma cruel.

Han pasado cinco años y medio de aquella primera entrada. Ésta de hoy es la número 277 y, ahora que el blog languidece descuidado, como esos jardines que se asilvestran con el paso de las estaciones, ha alcanzado las cien mil visitas, cien mil miradas que, por diversos motivos, han llegado a él.

He dedicado muchas horas, mucho esfuerzo y mucho cariño, pero sin dudarlo ha merecido la pena. Cuando recibo un mensaje, a veces desde miles de kilómetros de distancia, de personas desconocidas hasta ese instante que me dicen que se han emocionado con alguno de mis textos, que me piden ayuda, pistas a seguir en su propia búsqueda de la memoria, que comparten conmigo recuerdos o historias que el azar ha vuelto comunes, me siento recompensado.

Y hoy quiero celebrarlo aquí con todos esos lectores anónimos y conocidos dejando una escena de esa novela que sigue tan embarrancada como siempre. He ido dejando pequeños fragmentos por aquí, minúsculos porque nunca acabo de estar satisfechos de ellos –nada hay peor para un aprendiz de escritor que la duda permanente-, pero, a pesar de todas las dudas, esta vez quiero dejar una escena completa. Y quiero acompañarla de un documento auténtico: el 2 de abril de 1948 el Director de la Prisión de Mujeres de Málaga, firmaba el Certificado de liberación definitiva de María Álvarez López. Ese debió ser un día feliz para mi abuela, pero no era el final del sufrimiento. Después de las largas condenas, las mujeres se sentían desvalidas frente a un mundo que había cambiado y que seguía siendo casi tan hostil como el interior de las celdas.

Un día llegó a mis manos un libro con testimonios de las presas -como no podré hablar nunca con mi abuela para conocer sus sentimientos, tengo que dar complicados rodeos-. Me sorprendió especialmente uno de ellos: el de una mujer que no se reconoció en el espejo de una casa a la que fue a pedir trabajo. La escena me pareció de una enorme potencia narrativa y decidí trabajar sobre ella. A mí me gustan las novelas que atacan todos los sentidos. El más evidente es la vista, los ojos del narrador que nos explican lo que ven, pero un escritor puede utilizar los cinco sentidos. Mi tía Victoria me contó cómo mi abuela se emocionaba con las coplas de Concha Piquer. Cuando busqué las letras de esas canciones desgarradas, tratando de encontrar una real, contemporánea de aquellos años, me encontré con “Ojos verdes” que encajaba a la perfección en esa escena. El resto lo hicieron las viejas historias que oí decenas de veces de boca de mi madre y de mis tías, esa realidad veraz que parece sacada de la mayor de las ficciones.

Aquí la dejo e invito a aquellos que lo se deseen a dejar sus comentarios –es muy fácil, sólo hay que escribirlo debajo de la entrada- porque así el blog será un poco menos mío y un poco más de todos. Quiero dedicarla, una vez más, a ese personaje maravilloso que protagoniza un historia coral, a esa mujer con un coraje sin medida y una vida, a su pesar, apasionante, a mi abuela María.



—Enseguida vendrá la señora— le dijo la criada sin ni siquiera invitarla a sentarse, antes de que su vestido negro, sobre el que destacaba el lazo claro anudado a la espalda, desapareciera por la puerta entreabierta.
María se quedó de pie, como un pasmarote, sin saber qué hacer durante la espera. Aunque estaba nerviosa, no se atrevía a caminar alrededor de la enorme mesa de madera, cubierta por un mantel de blanco inmaculado, que ocupaba buena parte del salón. La pared principal estaba presidida por el retrato de un hombre que la miraba con una seriedad casi intimidatoria bajo su uniforme de falangista y un bigotillo entrecano que le otorgaba una apariencia de gerifalte. Los muebles, recios y oscuros, no tenían ni una sola mota de polvo y el suelo estaba brillante como el barniz de un tablero de ajedrez. Junto a la mesa había un aparador de caoba, en cuyo interior se alineaba la vajilla de porcelana blanca con ribetes dorados: los platos hondos, los llanos y los más pequeños de postre compartían el espacio con la sopera, la ensaladera, las tazas, las diversas salseras y las piezas preparadas para una docena servicios que se alineaban en perfecto orden junto a las copas de cristal.
De la cocina también venía un suave rumor de música por encima del cual sonaba el eco de una voz aterciopelada que reconoció al instante. Entonaba una historia que la asaltó a traición, por mucho que apenas tres días antes -el primer viernes de abril de 1948- se intentara convencer de estar preparada para todo, lo bueno y lo malo, que le deparara el futuro.
Cuando se vio por fin libre en la acera que tantas veces le habían ordenado barrer frente al cauce seco del río Guadalmedina y comenzó a caminar en paralelo a los rieles del tranvía -mirando su cara y sus huellas dactilares en la Tarjeta de Libertad Vigilada que le acababan de entregar, sin querer mirar por última vez las ocho enormes ventanas enrejadas de la primera planta del edificio, ni la garita pequeña de la esquina desde la que le saludó el guardia con un pequeño giro de la cabeza- no sabía que el futuro no entiende de promesas solemnes, ni que podría estar tan indefensa ante detalles tan pequeños.
Y es que la pena de esa copla la pilló desprevenida. Después de tantos años sin oírla, fue como si la Piquer la cantara pensando en ella, una mujer dolida con miedo a tener esperanza: en su voz amarga había la tristeza doliente y cansada…; una copla que no había olvidado: el recuerdo del pasado que nunca más ha de volver…; que regresaba desde un rincón de la memoria para hacerla llorar: en la caricia de mi piel, a fuego lento lo he marcado y para siempre iré con él…; una promesa futura con un destino tan incierto como el suyo: no té olvidé, y hasta que no te haya encontrado sin descansar te buscaré…; un futuro que pasaba por encontrar un trabajo con el que poder vivir y ahorrar lo justo para ir a ver a sus hijas, a las que no había visto en mucho tiempo, el mismo que llevaban malviviendo internas en un institución de monjas.
Sus ojos húmedos se fijaron en un gran espejo rectangular, envuelto por un marco ostentoso de madera dorada, que había sobre el aparador. Dentro de la cárcel eran un lujo imposible, una coquetería que debía conformarse en el reflejo apagado de los pequeños fragmentos de los cristales romos que circulaban por las celdas. Apenas podía reconocerse en el rostro demacrado que le devolvía la mirada, en la triste expresión que la observaba como si fuera una desconocida, una mujer muy distinta a la que recordaba antes de entrar en la cárcel, llena de miedo y de vergüenza, hasta el punto de bajar los ojos y permanecer de pie, muy quieta, como si alguien estuviera observándola, juzgando cada uno de sus mínimos gestos, como si pudieran leer sus pensamientos de culpa, sus preocupaciones por no ser una buena madre, una buena empleada, una buena hija; por retomar una vida que segaron una mañana de febrero, cuando los hombres vestidos de verde entraron en la cueva en la que vivía y comenzaron a golpearla con saña, incluso en la barriga, pese al evidente tamaño de su embarazo.
Le costaba verse en aquella cara envejecida; en esa mirada que había perdido cualquier vestigio del genio que tanto la caracterizaba; en las ropas gastadas, viejas, pero limpias; en las primeras arrugas que le marcaban el gesto con una tristeza que le iba a costar mucho borrar; en las canas que comenzaban a asomar entre su pelo rubio que ahora tenía el color de la ceniza.
Pero no estaba dispuesta a rendirse a la melancolía. Por eso, en cuanto unos pasos la despertaron de su ensimismamiento, se humedeció la punta de los dedos con la lengua para peinarse el cabello, recogerlo con dos horquillas negras, ya muy gastadas, y recuperar así un mínimo detalle de la dignidad perdida.
La recomendación con la que venía de la cárcel no era más que otro eslabón, el último, de su condena. Las mujeres redimidas seguían bajo el control de un régimen que pretendía controlar sus pasos, un mundo sin esperanzas, de valedores necesarios en el que sólo podía esperar un trabajo miserable por el que además debería mostrarse agradecida. La esposa del Jefe Provincial de la Falange tenía fama de ser muy exigente, una vieja urraca estragada que cambiaba a las mujeres del servicio como quien tira un mantel sucio, pero, después que los papeles del indulto se perdieran durante meses, la buena noticia le pilló por sorpresa y necesitaba la faena, ganar la sucia limosna que le iban a ofrecer si era afortunada. En esas circunstancias no había lugar para el orgullo, solo para poner buena cara a la mujer adusta y enlutada que acababa de entrar por la puerta.
De la cocina llegaba el final de la copla: “Quizá ya tú, me has olvidado en cambio, yo, no té olvidé, y hasta que no te haya encontrado sin descansar te buscaré.”

06 octubre, 2014

Seis de octubre: la historia circular.

El President Companys contempló la multitud enfervorizada por sus palabras que llenaba la Plaza de la República y, a punto de abandonar el balcón de la Generalitat, se giró y le susurró a algunos de los que le acompañaban: “Ara ja no direu que no sóc prou catalanista” (“'Ahora ya no podréis decir que no soy suficientemente catalanista”).

Pasaban quince minutos de las ocho de la tarde del seis de octubre de 1934 y acababa de proclamar la independencia de Cataluña en un discurso que quedaría para la historia:

Cataluña enarbola su bandera, llama a todos al cumplimiento del deber y a la obediencia absoluta al Gobierno de la Generalitat, que desde este momento rompe toda relación con las instituciones falseadas. En esta hora solemne, en nombre del pueblo y del Parlamento, el Gobierno que presido asume todas las facultades del Poder en Cataluña, proclama el Estado Catalán de la República Federal Española”.

La plaza de la república (hoy de Sant Jaume en la tarde del 8 de cotubre de 1934

El comentario final iba dedicado a los miembros más extremistas de Esquerra, los mismos que le llamaban “pajaritu” porque lo consideraban un blando, demasiado tibio en sus posturas catalanistas. Companys por fin había cedido a sus presiones, pero para entender mejor la situación del momento habría que conocer el contexto político en el que se había producido. 

El llamado Estatut de Núria no había colmado los deseos de buena parte del nacionalismo. Tras ser refrendado por una abrumadora mayoría del pueblo catalán, la versión final fue despojada de cualquier frase relacionada con la soberanía y se encalló durante cuatro meses de debates estériles ante la frontal oposición de los partidos conservadores, que consideraban que rebasaba las competencias de la Constitución de 1931.

Las elecciones de 1933 habían traído una mayoría absoluta de los partidos de derechas, que frenaban todos los avances que se habían producido durante el primer gobierno republicano de centro-izquierda, entre ellas la reforma agraria. En abril del 34 el Parlament de Catalunya aprobó la Ley de Contratos de Cultivo, que favorecía a los pequeños propietarios. La Lliga Catalana, que representaba a los grandes terratenientes y estaba englobada dentro de la CEDA, el principal partido conservador, solicitó su inconstitucionalidad en base a una presunta invasión de las competencias del Estado. Meses más tarde, el Tribunal de Garantías Constitucionales anuló dicha ley por 13 votos a 10, sin que todos sus integrantes hubieran visto el caso, provocando una grave crisis política que produjo el abandono de los diputados de ERC de sus escaños en las Cortes.

Los miembros más extremistas del nacionalismo catalán aprovecharon la situación para exacerbar la propaganda independentista. Entre ellos se encontraba Josep Dencás, nacido en el seno de una familia de farmacéuticos de Vic y uno de los principales dirigentes de Estat Catalá, el ala más radical de ERC. Al frente de la Consellería de Gobernació,  fue uno de los líderes de los escamots, la organización paramilitar de sicarios y pistoleros que desplegó una actividad extremadamente violenta contra los anarquistas, que fue criticada con dureza. Al mismo tiempo se intensificó una campaña de discursos incendiarios que tuvieron amplia acogida en la prensa, generando un cierto aire de histerismo a favor de una revuelta. La entrada en el gobierno de tres ministros de la CEDA fue la chispa que utilizaron los extremistas para encender la mecha.

Tras la proclamación de independencia, Companys contactó con el máximo responsable del ejército en Cataluña para pedir que se pusiera bajo su mando. El General Batet, un catalán de ideas moderadas que había recibido órdenes estrictas del Gobierno de Madrid para que actuara con toda la fuerza contra la sublevación, decidió actuar con el mayor tacto posible. Su defensa de la legalidad le costaría años más tarde la vida, ya que fue fusilado por orden de Franco al negarse a secundar el golpe de estado del 18 de julio de 1939.

Batet, consciente de que manejaba la situación ya que los miembros de la Guardia de Asalto habían permanecido fieles al Gobierno y sólo unos centenares de ultranacionalistas estaban dispuestos a luchar, decidió que el tiempo jugara a su favor y evitara el derramamiento de sangre. Dencás, al frente de 180 hombres, se hizo fuerte en la Comisaría de Orden Público de la Vía Layetana. Mientras, una compañía de artillería tomaba la plaza de la República (que en actualidad es la de Sant Jaume) informando a los mossos d’esquadra que tenían orden de tomar los edificios oficiales, pero se mantuvieron expectantes.

Companys se rindió a las seis de la mañana del día siguiente. El Estado Catalán sólo había durado diez horas y tras el fracaso de una rebelión imposible todas las autoridades de la Generalitat fueron detenidas, salvo el principal instigador: Josep Dencás, que en un acto de cobardía por el que sería muy criticado, decidió huir por las alcantarillas y  a escondidas tomar un barco hacia la Italia de Mussolini.
Mossos d'esquidra detenidos tras los hechos del 6 de Octubre

"Los pueblos que olvidan su historia están condenados a repetirla". Cicerón.

01 octubre, 2014

La valentía de los príncipes de extrarradio.

El azar a veces ordena las lecturas de forma caprichosa y las compara para producir la misma vehemencia en el rechazo y en la admiración. Tras el insoportable Yo confieso de Jaume Cabré, me topo de bruces con otro autor catalán, Javier Sánchez Andújar y con él me voy de viaje a las antípodas –en todos los sentidos- del primero.

A Javier -siempre acabo tuteando a los escritores que me gustan, porque los siento muy próximos- lo descubrí hace meses en Todo lo que se llevó el diablo, una magnífica novela que discurre alrededor de una historia sobre las Misiones pedagógicas de la República, de la que sólo la falta de tiempo evitó una reseña en este blog. En ella descubrí el origen del linaje de los Velasco –comparto el mismo apellido con su protagonista- en una magnifica narración, que se remonta a lo largo de un par de páginas vibrantes, sobre la palabra Bela –cuervo- de los celtas.



En los últimos días he caído rendido ante su opera prima: Los príncipes valientes, una primera novela inclasificable y evocadora, la visión de una Catalunya diferente, la de los solares vacíos de extrarradio que recibió los aluviones migratorios de familias que sólo traían esperanza en los bolsillos, un paisaje de suburbio que Pérez Andújar nos dibuja con una pasmosa y poética maestría: el barrio de “edificios implacables”, levantado junto a “un mar orillado de chimeneas y torres eléctricas”, donde las callejuelas son transitadas “por mujeres que van todo el día con delantal y zapatillas” y ” los gatos deambulan como hidalgos arruinados”. Ese “barrio de casa blancas, todas encaladas de un blanco doméstico, de limpio olor a ropa tendida, y es un sitio de tendederos en la calle, llenos de sábanas […], como una bandera de la paz de las clases subordinadas”.

Ahora que parece estar de moda centrar la acción en los diálogos rápidos de los personajes, sin dar apenas detalles del contexto en el que se mueven o, como mucho, perfilar detalles muy vagos, genéricos, que no puedan ser identificables a un lugar o una época, yo valoro el realismo que describe con detalles sublimes el paisaje donde transcurre la acción, algo que Pérez Andújar convierte en un arte.

De igual forma, creo que no hay nada más difícil que la caracterización de los personajes. Para ello hay autores que necesitan de muchas páginas aburridas para levantar complejos perfiles psicológicos, mientras otros los dibujan con un solo trazo y en pocas palabras. Así vemos a la abuela, con “su toquilla negra que se trajo del pueblo, porque alguno siempre se agarra a algún objeto que condense su lírica o su biografía”, al padre “bebiéndose de pie su café con leche de las cinco de la mañana para ir a la fábrica”, al tío “con esa figura de desamparo que se le pone a los solterones” e incluso al propio narrador “con una ingenuidad popular  de niño de clase obrera”.


Pero es en la madre, a través de sus actos más modestos, donde podemos ver al personaje, casi tocarlo como si lo tuviéramos delante y pudiéramos hablar con ella: “Detrás de la espalda lo que queda es el olvido. En esas noches de abrir habas verdes, y de mondar patatas, y de partir judías tiernas, y de heñir la masa de las rosquillas, mi madre me va enseñando que el olvido y la ignorancia son una misma cosa, y que una persona, una familia o un país que ha renunciado a su memoria están consignados a acabar como ni abuela, fueras de todo tiempo, apenas sin saber quién son, acaso sin saber que existen”.

Mientras algunos se empeñan en encerrar las historias en un recargado juego de muñecas rusas, que se despliegan a lo largo de los siglos en varias ramificaciones imposibles de seguir, otros se centran en las historias orales que cuentan las mujeres al calor de las cocinas para atraparnos con una tela de araña de sentimientos, sensaciones y vivencias, que son la base fundamental, primigenia, de la literatura.

Las palabras de la madre me traen el recuerdo de las que he oído muchas veces en las bocas de las mujeres de mi familia, las historias familiares que hablan de derrotas, de ideales republicanos acallados, de familiares ejecutados en la guerra, de hambre, de emigración… o de detalles nimios que me conmueven, como esa veneración que tienen los miembros de mi familia granadina por las habas: “Me pondrá en la mano un puñado de habas verdes […] y yo iré abriéndolas, desconsiéndolas de su hilo vegetal para arrancarles las semillas con una brutalidad hereditaria y campesina, que la ciudad nunca va a querer borrarme, y las iré dejando en un plato, las semillas, y arrojaré las jarugas, así las llama mi madre, las vainas abiertas, a un cubo de plástico, donde se amontonan como vestidos de terciopelo”

Toda la novela está repleta de semillas que no cesan de provocar evocaciones de mi propia infancia, donde se mezclan el Ford Gran Torino rojo de Starsky y Hutch con las novelas de Julio Verne que me inyectaron la droga de la lectura de la que ya nunca he podido desintoxicarme, donde conviven las tardes del domingo por las que el teniente Colombo se movía despacio con su eterna gabardina con los clásicos de la literatura juvenil, donde los nombres imposibles de los personajes de Asterix se mueven entre Machado y Poe.

Es así, “criado en familia menesterosa donde todo se aprovecha y todo se remienda”, como el niño protagonista de Los príncipes valientes cambia la realidad incuestionable y dura, -donde el monte Tibidabo se dibuja para él inalcanzable y el diario La Vanguardia habla de una ciudad burguesa que no es la suya, porque los que se mueven por los suburbios de la novela se llaman Umbelina, Ginés, Felisa, Vicente, Landelino o Leoncita y se apellidan Ruiz, Sánchez o Carrasco-, por la que le ofrece la literatura y colecciona palabras con el deseo futuro de ser escritor y contar historias “acopiando un léxico, un vocabulario con vocación de colección de minerales”.



Es en las sagradas lecturas de los tebeos y las novelas donde el narrador consigue el alimento espiritual para sobrevivir a la grisura de los últimos años del franquismo, los de las series de televisión en blanco y negro, las huelgas obreras y el renacimiento de los ideales. Cuando leía Los príncipes valientes sólo quería ser Ruiz de Hita, el amigo del protagonista, compañero de lecturas y aventuras de suburbio, aventuras que al final solo acababan en las propias palabras:


“Más allá del desarraigo o de la integración culturales, uno […] en lo que va a creer es en la irracionalidad de su idiosincrasia, en el arraigo de uno mismo y en no hacer concesiones a ninguna comunidad ni ningún colectivo. Me daré cuenta rápidamente que no puedo pertenecer más que a mi propia biografía, y que, en resumen, soy tan sólo el puñado de palabras que conozco”

12 septiembre, 2014

Un ladrillo

Como contaba unas semanas atrás, un buen escritor es el que hace que el lector se sienta inteligente y pueda reconstruir las pistas dispersas que le va dejando para quedar atrapado, sin posibilidad de huida, en la telaraña de la historia. Por el contrario, no hay nada peor que un autor que deja a sus lectores desvalidos y, una y otra vez, los hace sentir estúpidos, incapaces de seguirle en su afán de pasar a la historia como un novelista de altura, uno de ésos a los que una parte de la crítica sesuda los saluda como uno de los mejores novelistas de las últimas décadas -del último siglo he llegado a leer-.

Con palabras similares hablaba hace unos meses en Babelia Ayala Dip de Yo confieso, la última novela de Jaume Cabré. Debería haberme puesto en alerta ante las palabras de este crítico, que siempre se rinde ante los ladrillos insoportables de algunos escritores reconocidos y desguaza sin piedad novelas de autores menos famosos que a mí me parecen muy interesantes.

A veces se trata de un problema de expectativas: uno se acerca a lecturas de las que nada espera y acaba descubriendo un tesoro y en otras el interés previo se desborda hasta un nivel que es muy difícil luego de contentar. La relación de un lector con un libro depende del tiempo exacto y del contexto en el que se lee. Hay novelas que necesitan su momento y preciso y su acercamiento adecuado. Me habían hablado muy bien de Yo confieso. Incluso recuerdo un artículo de hace unos meses que recogía el interés del candidato socialdemócrata alemán a las últimas elecciones europeas, Martin Schulz, por conocer personalmente a Cabré http://bit.ly/1qsB1F0 El político, que había sido librero durante muchos años, había aprovechado una de sus visitas a Barcelona para hablar con uno de sus escritores favoritos.

Lo cierto es que a mí la lectura de Yo confieso solo me ha generado confusión y una enorme insatisfacción. De entrada, tengo un vicio inconfesable: recelo de las novelas que se desbordan hasta casi el millar de páginas. “Al principio te costará seguirlo, pero después de las cien primeras te quedarás atrapado”, me habían dicho. Al final abandoné la lectura con un severo portazo cuando estaba ya había sobrepasado de lejos los tres centenares. En ese espacio -e incluso en mucho menos- hay novelas que quedan para siempre en la memoria y dejan la maravillosa enseñanza de cómo una ficción puede aislarte de la realidad que te rodea. Yo confieso también me ha servido para aprender, pero en este caso lo que no me gustaría hacer: que el ego del escritor esté por encima del interés del lector.

No acabo de acostumbrarme a las tramas en las que el ejercicio formal se convierte en un laberinto que obliga al que la lee a un ejercicio continuo y agotador. Siempre me ha resultado aburrido correr en soledad y así nunca he llegado muy lejos. En cambio, a veces he corrido durante horas cuando me divertía con el deporte que practicaba. En la lectura también es necesario divertirse para seguir adelante y, en la vorágine cotidiana que nos atrapa, el tiempo es un bien muy preciado para perderlo con lecturas que acaban resultando aburridas.

Como lector y aprendiz de escritor, me siento curtido para los saltos de tiempo y de los puntos de vista. Este blog contiene decenas de elogios a novelas que lo practican. También para algunas que contienen centenares de personajes que acaban encajando sus historias en una visión de conjunto mucho más potente y enriquecedora que cada una de las pequeñas historias que lo conforman por separado. Pero los continuos cambios que se producen en mitad de una frase sólo me acaban generando cansancio y perplejidad y la voz narradora, desde la que el protagonista de esta novela nos habla en primera persona para pasar -a veces en el intervalo de pocas palabras- a hablarnos como si fuera otro, desde la tercera persona, me cuesta de seguir. Luego he leído de otros lectores, sin duda mucho más inteligentes que yo, que al parecer es un truco que usa Cabré para transmitirnos que el narrador tiene problemas de desmemoria. Yo aún me preguntó para qué sirve la voz disonante del indio arapahoe y del sheriff Carsson que semejan la conciencia infantil incapaz de entender la realidad a la que debe enfrentarse el protagonista en sus primeros años.

Y si he llegado hasta la mitad del libro es porque considero que Jaume Cabré conoce muy bien su oficio, hasta convertirse en un artesano. Cuando se olvida del vaivén y de los juegos de espejos y se centra en los sentimientos de los personajes puede llegar a ser maravilloso. La historia de un violín único, de la madera con la que estaba construido y de la semilla de la que nació el árbol y todos los avatares que la rodean me parece muy interesante. Me siento atraído por el hombre capaz de sentir los matices que puede ofrecer una madera, del lutier que es capaz de sacrificar el amor por su oficio, del niño que navega aturdido por una infancia llena de objetos maravillosos o del pasado turbio de su padre, un antiguo seminarista que oculta una doble vida. Incluso, yendo más allá, me dejo atrapar por la  intolerancia de inquisidores medievales o de jerarcas nazis, pero cuando los personajes acaban convirtiéndose en atrezzo y se pierden entre las sofística, el sincretismo, los latinajos, la cristología…  y el autor me aplasta con su erudición -el trabajo de investigación de un escritor tiene el riesgo a veces en convertirlo en un erudito de lo concreto que lo aleja de sus lectores- en lugar de empatizar con la novela, siento una gran hostilidad hacia ella, por su recargado amaneramiento que me recuerda al horror vacui del las iglesias barrocas.

No muy lejos de mitad de la novela, me encontré con una escena repetida: dos o tres páginas prácticamente calcadas de otras leídas media hora antes y cuando la discusión de dos jerarcas nazis que pretenden apropiarse del violín me resultó reincidente, me pregunté si se trataba de un error del novelista, al coser los retales de pachtwork en el que para entonces se me había convertido la lectura, o si era otro de sus trucos, decidí que, si iba a tener que estar más pendiente de los caprichos del escritor que de la lectura de la historia, más valía abandonarla de inmediato.

Me temo que Jaume Cabré va a formar parte de mi exquisita y –afortunadamente- muy reducida lista negra de escritores, al mismo nivel que las vanidosas disgresiones de Javier Marías –resulta curioso que ambos, según se dice, tengan más lectores en Alemania que en España- o esas tramas imposibles de Vila Matas, por citar a algunos de los autores más renombrados por los críticos y que más insoportables me resultan.

07 septiembre, 2014

Una cacicada

Hace unos meses, Antonio Muñoz Molina recordaba en su blog algunas de las actividades de las que más orgulloso se sentía en su época de director del Instituto Cervantes de Nueva York y entre ellas destacaba: Cada 23 de abril organizábamos una lectura pública del Quijote y del Tirant y regalábamos una rosa de Sant Jordi a los que asistían. […]  En 2005, en representación de España, trajimos a Quim Monzó, porque me parecía importante resaltar que en mi país había otras lenguas aparte del castellano”

Ha pasado menos de una década y hoy las personas inteligentes que pudieron estar cerca del poder político se encuentran más alejadas que nunca de él. En su lugar sólo encontramos acólitos obedientes a las doctrinas de los mediocres gobernantes, esos que se enfadan cuando le llaman casta, una palabra demasiado benevolente para reflejar su incapacidad reiterada. Se llenan la boca de la palabra que menos practican: diálogo y con sus palabras y actos sólo hacen que retroalimentar desencuentros y alentar a las facciones mas talibanes del nacionalismo de uno y otro lado.

Unos días atrás saltaba a la prensa la cancelación de un acto de presentación de Victus, la novela de Albert Sánchez Piñol sobre los acontecimientos de 1714, que se iba a realizar en el Instituto Cervantes de Utrech. La editora está gestionando hábilmente la noticia que seguramente le reportará más lectores a su representado, pero el hecho en sí es intolerable y vergonzoso y ni siquiera puede entenderse en el clima de falta de empatía y de compresión que muchos se están encargando de extender por intereses políticos. Este acto sólo puede verse como un acto más de censura y despropósito de un gobierno centralista y autoritario y de nada me sirve la excusa peregrina y absurda que ofrece el jefe de gabinete de Rajoy cuando dice que al Presidente le gustó la novela.

A mí no me gustó. Apenas puede hojear un centenar de páginas y me pareció oportunista y comercial y, desde un punto de vista literario, la considero mediocre, entre otras cosas porque la voz narradora y el tono en ningún momento me resultan creíbles para contar la historia. Al calor de conmemoraciones históricas y especialmente cuando hay manifiestos intereses políticos detrás, los poderes y los medios le suelen dar un pábulo inmerecido a obras menores. Hace unos años al calor del bicentenario de la batalla de Trafalgar, Arturo Pérez Reverte escribió una novela infumable, repleta de onomatopeyas y anacronismos. Fue el paso definitivo en el que dejó atrás al magnífico escritor de aventuras –siempre me gustaron sus novelas históricas o su maravillosa Territorio Comanche y hemos tenido que esperar muchos años, hasta que Yolanda Álvarez nos ha contado las vivencias de Gaza, para que en la Televisión española se vean crónicas de guerras como las suyas en los Balcanes-. Con aquella novela dio el paso definitivo para convertirse en el esperpento de cualquier de sus personajes sobrados de testosterona.

A diferencia supuestamente de Rajoy -de este hombre yo no me creo nada- a mi no me gustó Victus, pero la cancelación del acto me parece una cacicada. Más allá del valor literario, hay que reconocerle a Sánchez Piñol un muy loable esfuerzo por buscar ecuanimidad en el rigor histórico de lo que escribe. De hecho, leí entrevistas en la prensa más independentista en las que los periodistas le criticaban que hubiera escrito la novela en castellano y que Rafel de Casanovas apareciera dibujado en ella más cerca del cobarde que fue que del héroe de la patria que se inventaron algunos historiadores para que cada año le lleven ramos de flores. Las respuestas que le leí me parecieron maravillosas y le hicieron ganar mi empatía. Dijo simple y llanamente que trató de ser lo más fiel posible a la realidad de la historia y que, como toda la documentación que leyó durante meses para preparar la novela estaba en castellano, le resultó más fácil pensar su ficción en esa lengua. Los escritores tienen unas manías creadoras que los políticos y los periodistas a su servicio nunca podrán entender.

Son ese tipo de gente los que han vetado a Sánchez Piñol a hablar de su novela, temiendo que de paso exprese sus sentimientos favorables a la independencia de Catalunya. La prohibición sólo ha producido el efecto contrario y ha dado una enorme resonancia a lo que trataban de evitar, la enésima prueba de su estupidez.

¡Qué lejos queda ese sentimiento del que hablaba Muñoz Molina en el Instituto Cervantes de Nueva York!

06 septiembre, 2014

El paraíso del cine.

Ayer, mientras conducía hacia una reunión de trabajo, la radio anunciaba que se volvía a reponer Cinema Paradiso en cien salas de nuestro país para celebrar los 25 años de su estreno. El equipo de Gemma Nierga volvió a estar atento a ese tipo de noticias que suelen pasar desapercibidas para los demás, pero que interesan una minoría no tan pequeña. Fue una pena que el tratamiento de la misma quedara en los labios de esos tertulianos que se extienden por las emisoras como un virus, humoristas de chiste fácil que presumen sin rubor de su ignorancia y lo único que ponen de manifiesto es su estupidez.

¡Cómo pasa el tiempo! fue lo primero que me vino a la mente. En estos 25 años desde que la vi de estreno en un cine de Barcelona, he vuelto a ver la película muchas veces hasta convertirse en una de mis favoritas. No sé si ha envejecido bien y probablemente los críticos busquen razones para discutirlo, pero a mí me sigue pareciendo una historia maravillosa.



“La literatura es un lujo; la ficción, una realidad” A menudo he citado en este blog esa frase de Chesterton, que también sería válida para el cine. Cuando el Cinema Paradiso arde, el cura se pregunta qué van a hacer ahora en el pueblo, cómo se van a distraer en mitad de tanta pobreza y es que yo no entiendo la vida sin las historias que nos cuenta el cine y la literatura.

Hay varias escenas que quedaron para siempre en mi memoria. En una de ellas Alfredo, el proyeccionista que a mí me recuerda un poco a mi abuelo Rafael, le enseña a Totó la magia del cine y la proyecta a través de la ventana en la plaza para que todos puedan verla. En otra, vemos cómo la madre del protagonista deja de hacer punto y un hilo se alarga hasta la puerta donde lo recibe muchos años después de su marcha. En la larga escena del entierro comencé a entender entonces lo que con los años se haría una evidencia: por mucho que huyas de una infancia humilde y busques en el próspero norte un futuro mejor, nunca puedes huir del sur ni de la melancolía. Pero de entre todas las escenas, la más recordada sin duda es la última: el mejor homenaje al cine que conozco. Aunque la haya visto decenas de veces, me sigue estremeciendo de emoción ver los besos cortados que la censura no se pudo llevar.

Anoche nos juntamos en el sofá para volver a disfrutarla. Por primera vez la veía con mi hija Paula, de nueve años, y con mi padre. A mí, Cinema Paradiso me recuerda a las historias del Cine Duque con las que mi padre tanto me ha fascinado (ver http://bit.ly/1pYrTI3). En un momento en el que aparece el cartel de Lo que el viento se llevó, me contó que nunca tuvieron que reponer tanta agua en los botijos que tenían en la puerta del cine como en el estreno de esa película. Y más adelante, cuando un ciclista lleva a toda prisa la cinta de un cine a otro, nos contó que también a él le había tocado correr desde el Duque al Capitol porque utilizaban la misma copia para ambas salas.


Cinema Paradiso es una película maravillosa, te atrapa con su música y con unos actores en estado de gracia y cuando acaba te hace sentir más feliz que al principio. Anoche mis ojos volvieron a humedecerse con esa escena final que forma parte de la historia del cine.



01 septiembre, 2014

El nadador aturdido.

La tarde tranquila del domingo que marca el final de las vacaciones me pareció un momento fantástico para volver a leer uno de los cuentos que más me gusta: El nadador, de Cheever. Esa luz ambarina del agosto que agoniza en un verano turbio y extraño, poblado de nubes, ofrecía el entorno ideal para nadar en la maravillosa historia de hombres presuntamente prósperos, que viven en casas con setos, piscinas y pistas de tenis.

Los cuentos son fugaces y se resisten -más que las novelas- a pervivir en la memoria del lector, o al menos ése es mi caso, entre otras cosas porque se leen y se publican más novelas que cuentos. Pero hay tres textos breves que siempre recuerdo. Los otros son dos maravillas de Cortázar: Casa tomada y No se culpe a nadie –habría que añadir también alguno de Hemingway-.

La cadencia lenta de El nadador hace que parezca un texto mucho más largo de sus apenas quince páginas. Según he podido leer, Cheever las pulió a partir de un borrador inicial de 150 hojas manuscritas durante dos meses de trabajo, un periodo mucho más largo de lo que acostumbraba a dedicar a sus textos. Tras la última línea el lector acaba tan cansado y sorprendido como el propio protagonista, un hombre que “si bien no era joven” nos lo presenta “con la especial esbeltez de la juventud”, sentado al borde de una piscina y con un vaso de ginebra en la mano.

“Anoche bebí demasiado” es lo primero que le oímos, en un tono que propicia el comienzo de la confusión. El hermoso domingo de verano transcurre en una de esas zonas residenciales, situadas en las afueras de las ciudades, donde los miembros de la clase media americana disfrutan de sus fiestas y sus campos de golf. Neddy Merril, el exultante padre de cuatro hijas maravillosas, decide regresar a su casa nadando de piscina en piscina a través de las diferentes propiedades de sus vecinos, un colectivo de hombres y mujeres a los que iremos conociendo por sus apellidos y que representan ese esplendor social estadounidense de los años cincuenta. Pero rápidamente aparecen los primeros desajustes que van difuminando esa realidad tan maravillosa -las nubes que se van haciendo más grandes, un suéter extraño en agosto- y, conforme avanza la narración, se van haciendo mas presentes: aparecen el primer trueno, las hojas secas y amarillas de los arces, las constelaciones del otoño…



¿Está el protagonista borracho? ¿Por qué transcurren las cosas en un tiempo condicional? Lo anormal se nos va presentando de forma paulatina y el escritor consigue llevarnos a una confusión deliberada y tan extraña como la que siente el señor Merrill. Todo en este cuento está pensado y construido con un fin –y con mucho oficio por parte del autor-.

Uno de las lecciones que más recuerdo de mis cursos de narrativa es la importancia de hacer que el lector se sienta inteligente. Los lectores se sienten atrapados por un texto cuando les hace pensar y son ellos mismos los que son capaces de ir juntando pistas para entender lo que el autor propone. El texto de El nadador está lleno de ellas y en todo momento están a la disposición del que lo lee. Muchos malos escritores de cuentos nos sorprende con una trampa final, una sorpresa que se inventan en el último momento, como esos tahúres tramposos que se sacan la carta escondida de la manga.

Cheever puebla en texto de indicios disonantes que alcanzan toda su intensidad cuando hacia la mitad, el antes exultante Neddy tiene que cruzar la autopista, casi desnudo y en mitad de la lluvia, y ese mundo ideal de clase media se desvanece en una ácida crítica hacia la sociedad americana.

No quiero desvelar más detalles porque no hay mejor manera de entrar en este septiembre desnortado que nos espera que zambullirse en la lectura de este cuento, donde los caminos de la ficción y las medias verdades nos llevan a una realidad desenfocada que descubrimos tarde, pero aún a tiempo para dedicarle una sonrisa a Cheever por advertimos que no siempre las promesas hermosas son verdaderas.




Nota.- En 1968, cuatro años después de que Cheever publicará El Nadador, fue llevado al cine con Burt Lancaster como protagonista. No se me ocurre mejor rostro para Neddy Merrill.

31 agosto, 2014

Un breve homenaje

El último día de agosto de 1.978 murió mi abuela María Álvarez. Entonces yo era un niño de apenas nueve años que no sabía nada de su vida, la fui conociendo más tarde a través de las historias que me contaban mis tías y los detalles más emocionantes y desconocidos los encontré en plena investigación histórica para la novela que escribo, cuando recibí copia de su expediente penitenciario o del consejo de guerra que siguieron contra ella.

Han pasado treinta y seis años desde entonces y durante los últimos, a medida que iba conociendo su historia, esa dignidad con la que los héroes improbables encaran los acontecimientos más duros, esa fuerza interior que debió conducirla a través de los momentos más dramáticos, he ido teniendo más preguntas sin respuesta. Fue una pena que se marchara tan pronto, ahora me gustaría poder conversar con ella, conocer los mil detalles, las pequeñas historias que tanto me gustaría preguntarle, las que he tratado de imaginar muchas veces con el miedo de no serle fiel a sus vivencias.



Han pasado treinta y seis años, pero somos muchos los que estamos orgullosos. Vivirás en el recuerdo de generaciones: el principal motivo que me lleva a escribir esa novela que tengo tan embarrancada es que algún día mi hija Paula pueda conocer y emocionarse con tu historia.

En su homenaje dejo aquí un pequeño fragmento de ella:

La mañana se colaba a raudales por el ventanal del pabellón de lactantes dibujando cuarterones de luz en el suelo ajedrezado de baldosas blancas y negras. La mayoría de las reclusas aprovechaban la tranquilidad del descanso para cuidar de sus hijos al abrigo del resplandor que les regalaba el sol del invierno. Mientras unas jugaban con ellos, otras les daban el pecho, cantaban nanas o simplemente los abrazaban contra su cuerpo. Las travesuras de un par de niños, que corrían entre las gastadas cunas de madera, provocaron las risas de algunas madres, un breve instante de alegría entre tanta amargura. A diferencia de la oscuridad de las celdas donde malvivían el resto de las presas, la claridad inundaba la sala con una extraña sensación de confort y la convertía en un fugaz paraíso. 

María observó a su pequeña que, dormida en el regazo, sonreía envuelta en la delgada manta. Trató de imaginar qué  dulces sueños debían motivar una felicidad tan sencilla y, a la vez, tan grande. Dentro de la cárcel una sonrisa es el mayor de los tesoros y la cara radiante de la criatura le parecía una enorme puerta abierta al campo, un soplo de libertad escondida en la negrura.



31 julio, 2014

La espera del coronel

No nos damos cuenta del valor de las cosas y de las personas hasta que desaparecen de nuestras vidas. Es entonces cuando, no queriendo resignarnos a la pérdida, intentamos recuperarlas a través de los vestigios que nos quedan. La muerte de Gabriel García Márquez nos privó de nuevas maravillas literarias, su imaginación desbordada ya no volverá a florecer, pero nos queda el tesoro que nos testó en sus libros.

En cuanto se supo la noticia de su fallecimiento creí que había llegado el momento, tantas veces prometido, de volver a leer la novela más fascinante que pervive en mi recuerdo de lector: no hay mejor imagen para comenzar una novela que la del coronel que recuerda, frente al pelotón de fusilamiento, la tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo. Pero el río que fluía entre las casas de barro y la cañabrava de Macondo  bajaba demasiado crecido y a los pocos minutos acabé ahogado en su desmesura. Siempre hay un tiempo exacto para acercarse de forma adecuada a una novela y la promesa quedó en un nuevo retraso.



El calor de los días de julio, el agobio del trabajo y las prisas de los clientes en recibir antes de las vacaciones esas ofertas tan apremiantes no dejaban ningún espacio para la lectura. Aún así, conseguí robar alguna hora nocturna o algún trayecto del vagón del cercanías para picotear algunos de esos maravillosos Doce cuentos peregrinos que, cómo el maestro nos cuenta en el prólogo, reescribió de un tirón muchos años más tarde de haberlos perdidos. Hace unos días estuve a punto de comprar, por un precio minúsculo, un ligero ejemplar de bolsillo de El coronel no tiene quien le escriba, pero un presagio me detuvo en el último momento. Horas más tarde encontré en un estante de mi pequeña biblioteca, otra vieja edición de bolsillo de la editorial Bruguera, fechada en 1.983. Al pasar las páginas, me sorprendieron las antiguas señales de las esquinas plegadas que habían dejado la pista de una lectura que no recordada. ¿Quién las había doblado para recordar donde debía haber continuado muchos años atrás? Acabé llegando a la conclusión de que no había sido yo: una novela como ésa no se olvida.

“El coronel destapó el tarro del café y comprobó que no había más de una cucharadita. Retiró la olla del fogón, vertió la mitad del agua en el piso de tierra, y con un cuchillo raspó el interior del tarro sobre la olla hasta cuando se desprendieron las últimas raspaduras del polvo de café revueltas con óxido de lata”.

Las primeras frases son una muestra de lo que nos espera, una novela que narra, de forma mucho más contenida de lo que cabría esperar de su autor, la historia cotidiana de un anciano que lleva décadas esperando una carta que debe confirmarle el pago de una pensión merecida por sus años de servicio a la patria. Y el hecho de que tenga que apurar el tarro de café no es un detalle baladí, es el primer indicio de la pobreza y la desesperación del protagonista.

Cuando me pongo a pensar en la mayoría de esos personajes que García Márquez sabía construir como nadie, me vienen a la memoria una panda de ancianos memorables. Unos buscan refugio en una pasión adolescente y virgen, algunos acaban dando cuerpo a las suyas en el último momento y en mitad del cólera y otros narran la historia de toda una saga. El coronel, del que ni siquiera llegamos a saber el nombre, espera un acto de justicia.

En un entorno donde la asfixia del calor y la persistencia de la lluvia son una constante, el paso del tiempo se ralentiza y siempre está presente, lo vemos en el reloj al que el protagonista da cuerda cada día, en los diferentes mecanismos aparentemente sencillos a través de los que el escritor nos sumerge en una historia llena de símbolos. Como el gallo de pelea que el coronel se niega a desprenderse, pese a las desesperadas peticiones de su asmática mujer, porque es lo único que le queda del hijo muerto, la última esperanza de dignidad que se resiste a perder y le obliga a ir vendiendo los pocos objetos que le quedan.

La historia avanza entre imágenes y silencios, aunque más de silencios habría que hablar de susurros, de detalles pequeños que aparecen de fondo sólo para sugerir al oído del lector secretos que volarán por su imaginación: las campanas que anuncian el toque de queda, los misteriosos papeles que pasan por las manos del protagonista, los avisos de censura cinematográfica del sacerdote, las batidas policiales, los indicios borrosos de la riqueza del compadre don Sebas, el antiguo compañero de ideas que supo ganar donde los demás perdieron… Y entre las imágenes, más allá de tarro de café vacío de las primeras frases, me quedo con el rostro acostumbrado a afeitarse al tacto porque la pobreza le dejó sin espejo mucho tiempo atrás o los botines nuevos a los que no consigue adaptarse por la falta de costumbre.


Todo ello dibujado con sencillez, a través de frases cortas, de forma muy diferente a la desmesura de las novelas que llegarían más tarde, las que escribió para que sus amigos le quisieran más. Yo, desde luego, siempre caeré rendido a esa forma tan personal de narrar y me quedo, como lección, con una de sus frases: “Si los libros no salen de las tripas, es mejor no escribirlos”.