06 septiembre, 2014

El paraíso del cine.

Ayer, mientras conducía hacia una reunión de trabajo, la radio anunciaba que se volvía a reponer Cinema Paradiso en cien salas de nuestro país para celebrar los 25 años de su estreno. El equipo de Gemma Nierga volvió a estar atento a ese tipo de noticias que suelen pasar desapercibidas para los demás, pero que interesan una minoría no tan pequeña. Fue una pena que el tratamiento de la misma quedara en los labios de esos tertulianos que se extienden por las emisoras como un virus, humoristas de chiste fácil que presumen sin rubor de su ignorancia y lo único que ponen de manifiesto es su estupidez.

¡Cómo pasa el tiempo! fue lo primero que me vino a la mente. En estos 25 años desde que la vi de estreno en un cine de Barcelona, he vuelto a ver la película muchas veces hasta convertirse en una de mis favoritas. No sé si ha envejecido bien y probablemente los críticos busquen razones para discutirlo, pero a mí me sigue pareciendo una historia maravillosa.



“La literatura es un lujo; la ficción, una realidad” A menudo he citado en este blog esa frase de Chesterton, que también sería válida para el cine. Cuando el Cinema Paradiso arde, el cura se pregunta qué van a hacer ahora en el pueblo, cómo se van a distraer en mitad de tanta pobreza y es que yo no entiendo la vida sin las historias que nos cuenta el cine y la literatura.

Hay varias escenas que quedaron para siempre en mi memoria. En una de ellas Alfredo, el proyeccionista que a mí me recuerda un poco a mi abuelo Rafael, le enseña a Totó la magia del cine y la proyecta a través de la ventana en la plaza para que todos puedan verla. En otra, vemos cómo la madre del protagonista deja de hacer punto y un hilo se alarga hasta la puerta donde lo recibe muchos años después de su marcha. En la larga escena del entierro comencé a entender entonces lo que con los años se haría una evidencia: por mucho que huyas de una infancia humilde y busques en el próspero norte un futuro mejor, nunca puedes huir del sur ni de la melancolía. Pero de entre todas las escenas, la más recordada sin duda es la última: el mejor homenaje al cine que conozco. Aunque la haya visto decenas de veces, me sigue estremeciendo de emoción ver los besos cortados que la censura no se pudo llevar.

Anoche nos juntamos en el sofá para volver a disfrutarla. Por primera vez la veía con mi hija Paula, de nueve años, y con mi padre. A mí, Cinema Paradiso me recuerda a las historias del Cine Duque con las que mi padre tanto me ha fascinado (ver http://bit.ly/1pYrTI3). En un momento en el que aparece el cartel de Lo que el viento se llevó, me contó que nunca tuvieron que reponer tanta agua en los botijos que tenían en la puerta del cine como en el estreno de esa película. Y más adelante, cuando un ciclista lleva a toda prisa la cinta de un cine a otro, nos contó que también a él le había tocado correr desde el Duque al Capitol porque utilizaban la misma copia para ambas salas.


Cinema Paradiso es una película maravillosa, te atrapa con su música y con unos actores en estado de gracia y cuando acaba te hace sentir más feliz que al principio. Anoche mis ojos volvieron a humedecerse con esa escena final que forma parte de la historia del cine.



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