La tarde
tranquila del domingo que marca el final de las vacaciones me pareció un
momento fantástico para volver a leer uno de los cuentos que más me gusta: El
nadador, de Cheever. Esa luz ambarina del agosto que agoniza en un verano
turbio y extraño, poblado de nubes, ofrecía el entorno ideal para nadar en la
maravillosa historia de hombres presuntamente prósperos, que viven en casas con
setos, piscinas y pistas de tenis.
Los cuentos
son fugaces y se resisten -más que las novelas- a pervivir en la memoria del
lector, o al menos ése es mi caso, entre otras cosas porque se leen y se
publican más novelas que cuentos. Pero hay tres textos breves que siempre
recuerdo. Los otros son dos maravillas de Cortázar: Casa tomada y No se culpe a
nadie –habría que añadir también alguno de Hemingway-.
La cadencia
lenta de El nadador hace que parezca un texto mucho más largo de sus apenas
quince páginas. Según he podido leer, Cheever las pulió a partir de un borrador
inicial de 150 hojas manuscritas durante dos meses de trabajo, un periodo mucho
más largo de lo que acostumbraba a dedicar a sus textos. Tras la última línea
el lector acaba tan cansado y sorprendido como el propio protagonista, un
hombre que “si bien no era joven” nos lo presenta “con la especial esbeltez de
la juventud”, sentado al borde de una piscina y con un vaso de ginebra en la
mano.
“Anoche bebí
demasiado” es lo primero que le oímos, en un tono que propicia el comienzo de
la confusión. El hermoso domingo de verano transcurre en una de esas zonas
residenciales, situadas en las afueras de las ciudades, donde los miembros de
la clase media americana disfrutan de sus fiestas y sus campos de golf. Neddy
Merril, el exultante padre de cuatro hijas maravillosas, decide regresar a su
casa nadando de piscina en piscina a través de las diferentes propiedades de
sus vecinos, un colectivo de hombres y mujeres a los que iremos conociendo por
sus apellidos y que representan ese esplendor social estadounidense de los años
cincuenta. Pero rápidamente aparecen los primeros desajustes que van
difuminando esa realidad tan maravillosa -las nubes que se van haciendo más
grandes, un suéter extraño en agosto- y, conforme avanza la narración, se van
haciendo mas presentes: aparecen el primer trueno, las hojas secas y amarillas
de los arces, las constelaciones del otoño…
¿Está el
protagonista borracho? ¿Por qué transcurren las cosas en un tiempo condicional?
Lo anormal se nos va presentando de forma paulatina y el escritor consigue
llevarnos a una confusión deliberada y tan extraña como la que siente el señor
Merrill. Todo en este cuento está pensado y construido con un fin –y con mucho
oficio por parte del autor-.
Uno de las
lecciones que más recuerdo de mis cursos de narrativa es la importancia de
hacer que el lector se sienta inteligente. Los lectores se sienten atrapados
por un texto cuando les hace pensar y son ellos mismos los que son capaces de
ir juntando pistas para entender lo que el autor propone. El texto de El
nadador está lleno de ellas y en todo momento están a la disposición del que lo
lee. Muchos malos escritores de cuentos nos sorprende con una trampa final, una
sorpresa que se inventan en el último momento, como esos tahúres tramposos que
se sacan la carta escondida de la manga.
Cheever puebla
en texto de indicios disonantes que alcanzan toda su intensidad cuando hacia la
mitad, el antes exultante Neddy tiene que cruzar la autopista, casi desnudo y
en mitad de la lluvia, y ese mundo ideal de clase media se desvanece en una
ácida crítica hacia la sociedad americana.
No quiero
desvelar más detalles porque no hay mejor manera de entrar en este septiembre
desnortado que nos espera que zambullirse en la lectura de este cuento, donde
los caminos de la ficción y las medias verdades nos llevan a una realidad
desenfocada que descubrimos tarde, pero aún a tiempo para dedicarle una sonrisa
a Cheever por advertimos que no siempre las promesas hermosas son verdaderas.
Nota.- En 1968,
cuatro años después de que Cheever publicará El Nadador, fue llevado al cine
con Burt Lancaster como protagonista. No se me ocurre mejor rostro para Neddy
Merrill.
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