09 octubre, 2014

Cien mil miradas

Cuando el 30 de abril de 2009 escribí la primera entrada en este blog no podía imaginar todo lo que iba a pasar. Recién despedido de la multinacional americana para la que llevaba doce años trabajando, decidí afrontar la dureza del inicio de la crisis que aún nos golpea haciendo una de las cosas que más me apasiona y me hace sentir vivo: escribir. Como hacía más de una década que había abandonado la mayor de mis aficiones, tuve que rescatar de los cajones del olvido las palabras que llevaban dormidas mucho tiempo, pero del olvido llegaron también muchas cosas inesperadas. En cuanto dejé a un lado los viejos textos y decidí empezar por fin la novela que había sobrevivido durante años en una esquina perdida de mi imaginación y empecé a investigar en la vida de mi abuela, en todos los acontecimientos que la rodearon, me convertí en un detective de la memoria. En el interior los cajones más polvorientos de internet encontré documentos emocionantes; historias que me hicieron llorar y me estremecieron hasta lo más profundo y que, a su vez, me llenaron de orgullo; personajes que merecían emitir su voz, silenciada de forma cruel.

Han pasado cinco años y medio de aquella primera entrada. Ésta de hoy es la número 277 y, ahora que el blog languidece descuidado, como esos jardines que se asilvestran con el paso de las estaciones, ha alcanzado las cien mil visitas, cien mil miradas que, por diversos motivos, han llegado a él.

He dedicado muchas horas, mucho esfuerzo y mucho cariño, pero sin dudarlo ha merecido la pena. Cuando recibo un mensaje, a veces desde miles de kilómetros de distancia, de personas desconocidas hasta ese instante que me dicen que se han emocionado con alguno de mis textos, que me piden ayuda, pistas a seguir en su propia búsqueda de la memoria, que comparten conmigo recuerdos o historias que el azar ha vuelto comunes, me siento recompensado.

Y hoy quiero celebrarlo aquí con todos esos lectores anónimos y conocidos dejando una escena de esa novela que sigue tan embarrancada como siempre. He ido dejando pequeños fragmentos por aquí, minúsculos porque nunca acabo de estar satisfechos de ellos –nada hay peor para un aprendiz de escritor que la duda permanente-, pero, a pesar de todas las dudas, esta vez quiero dejar una escena completa. Y quiero acompañarla de un documento auténtico: el 2 de abril de 1948 el Director de la Prisión de Mujeres de Málaga, firmaba el Certificado de liberación definitiva de María Álvarez López. Ese debió ser un día feliz para mi abuela, pero no era el final del sufrimiento. Después de las largas condenas, las mujeres se sentían desvalidas frente a un mundo que había cambiado y que seguía siendo casi tan hostil como el interior de las celdas.

Un día llegó a mis manos un libro con testimonios de las presas -como no podré hablar nunca con mi abuela para conocer sus sentimientos, tengo que dar complicados rodeos-. Me sorprendió especialmente uno de ellos: el de una mujer que no se reconoció en el espejo de una casa a la que fue a pedir trabajo. La escena me pareció de una enorme potencia narrativa y decidí trabajar sobre ella. A mí me gustan las novelas que atacan todos los sentidos. El más evidente es la vista, los ojos del narrador que nos explican lo que ven, pero un escritor puede utilizar los cinco sentidos. Mi tía Victoria me contó cómo mi abuela se emocionaba con las coplas de Concha Piquer. Cuando busqué las letras de esas canciones desgarradas, tratando de encontrar una real, contemporánea de aquellos años, me encontré con “Ojos verdes” que encajaba a la perfección en esa escena. El resto lo hicieron las viejas historias que oí decenas de veces de boca de mi madre y de mis tías, esa realidad veraz que parece sacada de la mayor de las ficciones.

Aquí la dejo e invito a aquellos que lo se deseen a dejar sus comentarios –es muy fácil, sólo hay que escribirlo debajo de la entrada- porque así el blog será un poco menos mío y un poco más de todos. Quiero dedicarla, una vez más, a ese personaje maravilloso que protagoniza un historia coral, a esa mujer con un coraje sin medida y una vida, a su pesar, apasionante, a mi abuela María.



—Enseguida vendrá la señora— le dijo la criada sin ni siquiera invitarla a sentarse, antes de que su vestido negro, sobre el que destacaba el lazo claro anudado a la espalda, desapareciera por la puerta entreabierta.
María se quedó de pie, como un pasmarote, sin saber qué hacer durante la espera. Aunque estaba nerviosa, no se atrevía a caminar alrededor de la enorme mesa de madera, cubierta por un mantel de blanco inmaculado, que ocupaba buena parte del salón. La pared principal estaba presidida por el retrato de un hombre que la miraba con una seriedad casi intimidatoria bajo su uniforme de falangista y un bigotillo entrecano que le otorgaba una apariencia de gerifalte. Los muebles, recios y oscuros, no tenían ni una sola mota de polvo y el suelo estaba brillante como el barniz de un tablero de ajedrez. Junto a la mesa había un aparador de caoba, en cuyo interior se alineaba la vajilla de porcelana blanca con ribetes dorados: los platos hondos, los llanos y los más pequeños de postre compartían el espacio con la sopera, la ensaladera, las tazas, las diversas salseras y las piezas preparadas para una docena servicios que se alineaban en perfecto orden junto a las copas de cristal.
De la cocina también venía un suave rumor de música por encima del cual sonaba el eco de una voz aterciopelada que reconoció al instante. Entonaba una historia que la asaltó a traición, por mucho que apenas tres días antes -el primer viernes de abril de 1948- se intentara convencer de estar preparada para todo, lo bueno y lo malo, que le deparara el futuro.
Cuando se vio por fin libre en la acera que tantas veces le habían ordenado barrer frente al cauce seco del río Guadalmedina y comenzó a caminar en paralelo a los rieles del tranvía -mirando su cara y sus huellas dactilares en la Tarjeta de Libertad Vigilada que le acababan de entregar, sin querer mirar por última vez las ocho enormes ventanas enrejadas de la primera planta del edificio, ni la garita pequeña de la esquina desde la que le saludó el guardia con un pequeño giro de la cabeza- no sabía que el futuro no entiende de promesas solemnes, ni que podría estar tan indefensa ante detalles tan pequeños.
Y es que la pena de esa copla la pilló desprevenida. Después de tantos años sin oírla, fue como si la Piquer la cantara pensando en ella, una mujer dolida con miedo a tener esperanza: en su voz amarga había la tristeza doliente y cansada…; una copla que no había olvidado: el recuerdo del pasado que nunca más ha de volver…; que regresaba desde un rincón de la memoria para hacerla llorar: en la caricia de mi piel, a fuego lento lo he marcado y para siempre iré con él…; una promesa futura con un destino tan incierto como el suyo: no té olvidé, y hasta que no te haya encontrado sin descansar te buscaré…; un futuro que pasaba por encontrar un trabajo con el que poder vivir y ahorrar lo justo para ir a ver a sus hijas, a las que no había visto en mucho tiempo, el mismo que llevaban malviviendo internas en un institución de monjas.
Sus ojos húmedos se fijaron en un gran espejo rectangular, envuelto por un marco ostentoso de madera dorada, que había sobre el aparador. Dentro de la cárcel eran un lujo imposible, una coquetería que debía conformarse en el reflejo apagado de los pequeños fragmentos de los cristales romos que circulaban por las celdas. Apenas podía reconocerse en el rostro demacrado que le devolvía la mirada, en la triste expresión que la observaba como si fuera una desconocida, una mujer muy distinta a la que recordaba antes de entrar en la cárcel, llena de miedo y de vergüenza, hasta el punto de bajar los ojos y permanecer de pie, muy quieta, como si alguien estuviera observándola, juzgando cada uno de sus mínimos gestos, como si pudieran leer sus pensamientos de culpa, sus preocupaciones por no ser una buena madre, una buena empleada, una buena hija; por retomar una vida que segaron una mañana de febrero, cuando los hombres vestidos de verde entraron en la cueva en la que vivía y comenzaron a golpearla con saña, incluso en la barriga, pese al evidente tamaño de su embarazo.
Le costaba verse en aquella cara envejecida; en esa mirada que había perdido cualquier vestigio del genio que tanto la caracterizaba; en las ropas gastadas, viejas, pero limpias; en las primeras arrugas que le marcaban el gesto con una tristeza que le iba a costar mucho borrar; en las canas que comenzaban a asomar entre su pelo rubio que ahora tenía el color de la ceniza.
Pero no estaba dispuesta a rendirse a la melancolía. Por eso, en cuanto unos pasos la despertaron de su ensimismamiento, se humedeció la punta de los dedos con la lengua para peinarse el cabello, recogerlo con dos horquillas negras, ya muy gastadas, y recuperar así un mínimo detalle de la dignidad perdida.
La recomendación con la que venía de la cárcel no era más que otro eslabón, el último, de su condena. Las mujeres redimidas seguían bajo el control de un régimen que pretendía controlar sus pasos, un mundo sin esperanzas, de valedores necesarios en el que sólo podía esperar un trabajo miserable por el que además debería mostrarse agradecida. La esposa del Jefe Provincial de la Falange tenía fama de ser muy exigente, una vieja urraca estragada que cambiaba a las mujeres del servicio como quien tira un mantel sucio, pero, después que los papeles del indulto se perdieran durante meses, la buena noticia le pilló por sorpresa y necesitaba la faena, ganar la sucia limosna que le iban a ofrecer si era afortunada. En esas circunstancias no había lugar para el orgullo, solo para poner buena cara a la mujer adusta y enlutada que acababa de entrar por la puerta.
De la cocina llegaba el final de la copla: “Quizá ya tú, me has olvidado en cambio, yo, no té olvidé, y hasta que no te haya encontrado sin descansar te buscaré.”

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