El
azar a veces ordena las lecturas de forma caprichosa y las compara para
producir la misma vehemencia en el rechazo y en la admiración. Tras el
insoportable Yo confieso de Jaume Cabré, me topo de bruces con otro autor
catalán, Javier Sánchez Andújar y con él me voy de viaje a las antípodas –en
todos los sentidos- del primero.
A
Javier -siempre acabo tuteando a los escritores que me gustan, porque los
siento muy próximos- lo descubrí hace meses en Todo lo que se llevó el diablo,
una magnífica novela que discurre alrededor de una historia sobre las Misiones
pedagógicas de la República, de la que sólo la falta de tiempo evitó una reseña
en este blog. En ella descubrí el origen del linaje de los Velasco –comparto el
mismo apellido con su protagonista- en una magnifica narración, que se remonta
a lo largo de un par de páginas vibrantes, sobre la palabra Bela –cuervo- de
los celtas.
En
los últimos días he caído rendido ante su opera prima: Los príncipes valientes,
una primera novela inclasificable y evocadora, la visión de una Catalunya
diferente, la de los solares vacíos de extrarradio que recibió los aluviones
migratorios de familias que sólo traían esperanza en los bolsillos, un paisaje de
suburbio que Pérez Andújar nos dibuja con una pasmosa y poética maestría: el
barrio de “edificios implacables”,
levantado junto a “un mar orillado de
chimeneas y torres eléctricas”, donde las callejuelas son transitadas “por mujeres que van todo el día con
delantal y zapatillas” y ” los gatos
deambulan como hidalgos arruinados”. Ese “barrio de casa blancas, todas encaladas de un blanco doméstico, de
limpio olor a ropa tendida, y es un sitio de tendederos en la calle, llenos de
sábanas […], como una bandera de la paz de las clases subordinadas”.
Ahora
que parece estar de moda centrar la acción en los diálogos rápidos de los
personajes, sin dar apenas detalles del contexto en el que se mueven o, como
mucho, perfilar detalles muy vagos, genéricos, que no puedan ser identificables
a un lugar o una época, yo valoro el realismo que describe con detalles
sublimes el paisaje donde transcurre la acción, algo que Pérez Andújar
convierte en un arte.
De igual forma, creo que no hay nada
más difícil que la caracterización de los personajes. Para ello hay autores que
necesitan de muchas páginas aburridas para levantar complejos perfiles
psicológicos, mientras otros los dibujan con un solo trazo y en pocas palabras.
Así vemos a la abuela, con “su toquilla
negra que se trajo del pueblo, porque alguno siempre se agarra a algún objeto
que condense su lírica o su biografía”, al padre “bebiéndose de pie su café con leche de las cinco de la mañana para ir
a la fábrica”, al tío “con esa figura
de desamparo que se le pone a los solterones” e incluso al propio narrador “con una ingenuidad popular de niño de clase obrera”.
Pero es en la madre, a través de sus
actos más modestos, donde podemos ver al personaje, casi tocarlo como si lo
tuviéramos delante y pudiéramos hablar con ella: “Detrás de la espalda lo que queda es el olvido. En esas noches de abrir
habas verdes, y de mondar patatas, y de partir judías tiernas, y de heñir la
masa de las rosquillas, mi madre me va enseñando que el olvido y la ignorancia
son una misma cosa, y que una persona, una familia o un país que ha renunciado
a su memoria están consignados a acabar como ni abuela, fueras de todo tiempo,
apenas sin saber quién son, acaso sin saber que existen”.
Mientras algunos se empeñan en encerrar
las historias en un recargado juego de muñecas rusas, que se despliegan a lo
largo de los siglos en varias ramificaciones imposibles de seguir, otros se
centran en las historias orales que cuentan las mujeres al calor de las cocinas
para atraparnos con una tela de araña de sentimientos, sensaciones y vivencias,
que son la base fundamental, primigenia, de la literatura.
Las palabras de la madre me traen el
recuerdo de las que he oído muchas veces en las bocas de las mujeres de mi
familia, las historias familiares que hablan de derrotas, de ideales
republicanos acallados, de familiares ejecutados en la guerra, de hambre, de
emigración… o de detalles nimios que me conmueven, como esa veneración que
tienen los miembros de mi familia granadina por las habas: “Me pondrá en la mano un puñado de habas verdes […] y yo iré
abriéndolas, desconsiéndolas de su hilo vegetal para arrancarles las semillas
con una brutalidad hereditaria y campesina, que la ciudad nunca va a querer
borrarme, y las iré dejando en un plato, las semillas, y arrojaré las jarugas,
así las llama mi madre, las vainas abiertas, a un cubo de plástico, donde se
amontonan como vestidos de terciopelo”
Toda la novela está repleta de
semillas que no cesan de provocar evocaciones de mi propia infancia, donde se
mezclan el Ford Gran Torino rojo de Starsky y Hutch con las novelas de Julio
Verne que me inyectaron la droga de la lectura de la que ya nunca he podido desintoxicarme,
donde conviven las tardes del domingo por las que el teniente Colombo se movía
despacio con su eterna gabardina con los clásicos de la literatura juvenil,
donde los nombres imposibles de los personajes de Asterix se mueven entre
Machado y Poe.
Es así, “criado en familia menesterosa donde todo se aprovecha y todo se
remienda”, como el niño protagonista de Los príncipes valientes cambia la
realidad incuestionable y dura, -donde el monte Tibidabo se dibuja para él
inalcanzable y el diario La Vanguardia habla de una ciudad burguesa que no es
la suya, porque los que se mueven por los suburbios de la novela se llaman Umbelina,
Ginés, Felisa, Vicente, Landelino o Leoncita y se apellidan Ruiz, Sánchez o
Carrasco-, por la que le ofrece la literatura y colecciona palabras con el
deseo futuro de ser escritor y contar historias “acopiando un léxico, un vocabulario con vocación de colección de
minerales”.
Es en las sagradas lecturas de los
tebeos y las novelas donde el narrador consigue el alimento espiritual para
sobrevivir a la grisura de los últimos años del franquismo, los de las series
de televisión en blanco y negro, las huelgas obreras y el renacimiento de los
ideales. Cuando leía Los príncipes valientes sólo quería ser Ruiz de Hita, el
amigo del protagonista, compañero de lecturas y aventuras de suburbio,
aventuras que al final solo acababan en las propias palabras:
“Más
allá del desarraigo o de la integración culturales, uno […] en lo que va a
creer es en la irracionalidad de su idiosincrasia, en el arraigo de uno mismo y
en no hacer concesiones a ninguna comunidad ni ningún colectivo. Me daré cuenta
rápidamente que no puedo pertenecer más que a mi propia biografía, y que, en
resumen, soy tan sólo el puñado de palabras que conozco”
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