20 julio, 2011

La ficción y la realidad

Hace algunas semanas, rebuscando libros entre los estantes de la Biblioteca del Ateneu de Barcelona, encontré un ejemplar que me atrajo por lo que anunciaba en su contraportada: “Esta novela cuenta una historia real. […] Ricardo Piglia tuvo acceso a materiales confidenciales, los legajos judiciales, las transcripciones secretas realizadas por la policía durante el dramático asedio, las declaraciones testimoniales. El conjunto del material documental le permitió armar la historia y construir a los personajes”. Se trataba de Plata quemada, que cuenta el auge y caída de una banda de atracadores, desde la preparación de un golpe hasta el desgraciado final de su huida.

Sentí un impulso irresistible a leerla porque puedo dar fe de que la realidad en muchas ocasiones supera a la ficción. Cuando yo decidí escribir una novela que narrase la historia de mi familia no imaginaba que, tras varios meses de investigación, tendría acceso a unos documentos cuya existencia desconocía. Cuando leí el sumario del consejo de guerra que siguieron contra mi abuela o su expediente penitenciario, más allá de las emociones que me embargaban, me sorprendió tanto el tono frío y burocrático de la narración como los hechos, extremadamente novelescos, que allí se contaban. Mi abuela no se había limitado a ayudar a los hombres que se echaron al monte después de la guerra. Mi propio abuelo era uno de ellos y los acontecimientos reales que vivieron no cabrían en la imaginación del novelista más inspirado.

Desde el primer momento, quise que mi novela contase los hechos de forma que produjese en el lector una sensación parecida a la que a mí me provocaba la lectura de los documentos. A lo largo de estos meses he ido trabajando la idea y me he tenido que enfrentar a la dificultad que ello significaba. Realidad y ficción pertenecen a dos planos distintos, separados, pero yo no estaba dispuesto a prescindir de la información que la realidad me aportaba, a los personajes que se describían a través de las declaraciones, a los sucesos dramáticos que allí se contaban, al más mínimo de los detalles visuales que los propios papeles me ofrecían. No obstante, no pretendo escribir un manual histórico. Para ser lo más fiel posible a los acontecimientos, debía manipularlos, novelarlos.
Siempre he pensado que esa información contenía a la vez un tesoro y una trampa. Aportaban detalles valiosos, no ya sólo desde el punto de vista sentimental y familiar, ni si quiera desde el punto de vista histórico, sino que trascendía al terreno de lo literario. Los acontecimientos, los personajes, incluso las voces eran magníficos, pero suponían una dificultad añadida, sobre todo para un aprendiz escritor que, inexperto, se enfrenta a la locura de escribir su primera novela.

Ricardo Piglia lo resuelve con una habilidad deslumbradora en Plata quemada. Debo comenzar diciendo que he leído algunos de sus textos publicados en Babelia, como quien pasa por la puerta de una tienda y no le gusta el escaparate. No estaba inicialmente predispuesto a leer su obra, por mucho que la crítica contaba maravillas sobre ella. Confieso que su estilo, seco y frío, no se enmarca en la línea que más me apasiona. En esta novela, no abundan las metáforas ni las imágenes que tanto me perturban, aunque nos deja algunos apuntes de una hermosura muy visual: “los billetes de cien se quemaban como mariposas cuyas alas son tocadas por las llamas de una vela y que aletean un segundo todavía hechas de fuego y vuelan por el aire un instante interminable antes de arder y consumirse”

Con el tiempo, he aprendido que las novelas son algo más que un ejercicio de estilo y que algunas de ellas te sorprenden y quedan para siempre por mucho que contengan ciertas incomodidades. En Plata quemada, la mayor de ellas es el lenguaje. Con esta novela ocurre como con esas magníficas películas argentinas de los últimos años, en las que, de entrada, cuesta acostumbrar el oído a un acento diferente. Pasada la dificultad de los primeros minutos, la historia y, sobre todo, la forma de contarla, te envuelven sin que quede ya posibilidad de parar. En su afán por el realismo y la cercanía a los protagonistas, su autor introduce expresiones locales de los bajos fondos de Buenos Aires, vocabulario que sólo un porteño, que además conozca la jerga de ese submundo, puede conocer. Los párrafos están salpicados de términos: guanaco, bulín, yuta, cana, gorompo, garchar… incomprensibles y que, en cierta manera, pueden exasperar a un lector que sólo alcanza a intuir su significado.

Más allá su estilo y su lenguaje, Palta quemada es una obra maestra por varios motivos. Borda la presentación de personajes. En un entorno coral de múltiples actores que, en muchos casos, se mueven en la confusión de los nombres y los apodos, Piglia nos los va presentando conforme avanzan los primeros capítulos. Poco a poco, va realizando un retrato de todos ellos, que incide en algunos de esos pequeños detalles que no han podido salir de su imaginación, sino del material en el que se basa la trama. La descripción con la que inicia el libro conforma una invitación a seguir leyendo. “Los llaman mellizos porque son inseparables. Pero no son hermanos, ni parecidos. Difícil incluir dos tipos tan diferentes. Tienen en común su forma de mirar, los ojos claros, quietos, una fijeza en la mirada recelosa. Dorda es pesado tranquilo. Con cara rubicunda y sonrisa fácil. Brignone es flaco, ágil, liviano, tiene el pelo negro y la piel muy pálida como si hubiera pasado en la cárcel más tiempo del que realmente pasó”

Piglia maneja el ritmo de forma precisa, controlada en todo el momento, sin que el lector, que entra al trapo de los artificios, sea consciente de la trampa que le tiende su autor. La acción va saltando en el tiempo con continuos flashbacks y anticipaciones de lo que va a suceder, (el propio título ya explica que va a ocurrir con el botín). Se desborda en las escenas del atraco o de los instantes finales del asedio y se ralentiza para describirnos el entorno claustrofóbico donde se desarrollan los hechos o cuando no describe a los  diferentes personajes.

Si hay algo que merece la pena destacar por encima de todo es la voz narradora. La maestría de su autor se despliega a la hora de abordar la trama desde diferentes puntos de vista. Enmarcado en un narrador omnisciente que nos habla en tercera persona y que, en bastantes momentos, se disfraza de la veracidad y objetividad del testigo, Piglia nos va dando una visión caleidoscópica de la acción a través de múltiples puntos de vista y, para ello, se apoya en las declaraciones, los relatos periodísticos y el contenido de los documentos. Así nos va explicando lo que sucede desde la primera persona del presente que, en ocasiones, adquieren una forma cercana al monólogo interior, son brillantes los pensamientos de un personaje inolvidable, el Gaucho Dorda, sus delirios sexuales que explican, incluso casi llegan a justificar, los motivos de su comportamiento cruel. Son los miembros de la banda, los policías, los testigos los que nos hablan. Es ahí donde el escritor desaparece, nos enreda y la historia fluye sola, con una cercanía y un ejercicio de focalización que convierte las poco más de doscientas páginas de Plata quemada en una obra maestra.



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