05 julio, 2011

¿Cómo empezar mi novela?

Los cursos y los manuales de narrativa insisten en la importancia que tienen las primeras páginas de la novela. Son las que deben atrapar al lector, invitarle a que sigan a esa voz narradora que nos cuenta una historia que no podemos dejar ya de leer. La literatura está llena de inicios memorables, tantos que me siento incapaz aquí de señalar ninguno. Dicen que en muchos casos, una de las últimas cosas que un novelista acaba por decidir es el título y el principio de su obra. Yo sigo sin tener el título y creo que no lo encontraré hasta el final, pero no me costó mucho decidir el inicio. Siempre hubo una escena que estuvo en mi cabeza: el momento en el que María está en la celda oscura, a la espera del anunciado fusilamiento y recuerda su detención, la separación de su hija mayor.

Una de las cosas que más miedo me producen son los diálogos. Siempre me suenan falsos cuando los escribo. El último momento del interrogatorio, cuando tratan de asustar a María para que confiese el paradero de su marido ha dado muchas vueltas en mi mente.

En una entrada del 21 de diciembre pasado, apuntaba en el blog lo que podría ser el primer borrador del inicio de mi novela. Con cada relectura fueron apareciendo decenas de errores. Quien quiera comparar ambos textos puede ver el trabajo de corrección y desarrollo. Tampoco creo que está primeras páginas sean las definitivas. Estoy seguro que la relectura de los meses me seguirá denunciando errores, palabras incorrectas, diálogos impostados, imágenes gastadas. Conforme voy avanzando en la escritura, más complejo me parece el andamiaje que debo levantar para estructurar esa historia que transcurre a lo largo de tres generaciones de mi familia, más dudas tengo de que el autor pueda estar a la altura de la historia. Sólo tengo una cosa clara: una vez que he llegado hasta aquí no voy a rendirme.

Os dejo con el sufrimiento de María Álvarez López en la oscuridad de su celda. Esta es la historia de mi abuela, pero también la de sus padres, sus abuelos y sus hermanos, la que, a lo largo de generaciones, los “mitaíllas” han contado como la más hermosa de las novelas.

―.―


La espera agranda la oscuridad de la noche, detiene el tiempo en las paredes sucias por las que va creciendo una enredadera de miedos, de sombras que marchitan cualquier esperanza. María tiene esa sensación de azar de los que se saben condenados de antemano, dependientes de la firme voluntad de sus verdugos. Pierde la mirada en las manchas difuminadas que dibujan formas extrañas sobre la cal desconchada y emborronan los sufrimientos anteriores de otros desconocidos, no sabe si pintados por la humedad o por la sangre. Le parecen testigos que silencian lo que vieron, como también callarán la angustia que ha llorado en esa celda minúscula del cuartel, donde lleva detenida muchas horas con todos sus minutos y sus segundos. Un tiempo que ya no es capaz de contar, aunque sólo han pasado poco más de dos días desde que la guardia civil irrumpió en su cueva y comenzaron a pegarle, a preguntarle donde se escondía su marido. Lo han hecho cientos de veces desde entonces. Su silencio venía acompañado de otro puñetazo que le hacía sentir un dolor inacabable y le dejaba una mueca deformada en los labios.

Como una presencia incómoda, la observan miles de ojos desde todas las esquinas. El miedo, que embargaba la mirada de su hija, regresa ahora a la oscuridad del calabozo. Esas pupilas infantiles, que se acostumbraron a los ruidos de la guerra y al hambre de la derrota, nunca expresaron tanto desamparo. Mientras los guardias la retenían, aferrando sus brazos débiles, les chillaba que no se llevaran a su madre. Desde entonces, María no ha parado de preguntarse cientos de veces qué habrá sido de su niña. En mitad de los empujones y las patadas, apenas alcanzó a gritarle que buscara refugio en casa de su tía, la última indicación se perdió en el aire. La recuerda corriendo hacia el coche en el que unos hombres de rostros agrios se la llevaban presa. Entre lágrimas, desde la distancia del asiento trasero donde continuaron los golpes, su cuerpo se iba haciendo más y más pequeño. Le duele imaginarla, a pocas semanas de cumplir siete años, cruzando toda la ciudad de Granada, tan inocente y tan sola, caminando por la mañana fría de finales de febrero, atravesando unas calles que no conoce bien, desvalida en mitad del invierno. A lo largo de un tiempo interminable, no ha cesado de pensar en ella, en la pequeña que canturreaba nanas para no oír los bombardeos de los fascistas, la que ha sufrido la miseria que trajeron los vencedores, una paz que la volvió a apartar de su padre más de catorce meses.

María sabe que nunca fusilan de noche, que la oscuridad más negra le garantiza una vida momentánea, pero comienza a inquietarse con el olor del aire que anuncia la llegada de la mañana. Huele el alba, la oye en los ruidos que aparecen donde antes había silencio. Los pasos regresan por el pasillo, el portón vuelve a abrirse despacio, con un chirrido que suena a advertencia. Roque entra, uniformado para continuar con la tortura, con la camisa azul mahón arremangada y los correajes muy gastados de cuero. Coloca la pistola encima de la mesa. Espera de pie durante varios segundos antes de dar vueltas alrededor de su presa.

―Siempre me gustó vuestro pelo. Ese color rubio de las mitaíllas, que destacaba a todas las mujeres de vuestra familia. Es lo único que heredó vuestra madre. ¡Mira que casarse con ese pobretón sin dientes! Aún me pregunto qué pudo verle a ese gañán que hablaba con los animales.

Ella cierra los ojos. Ni siquiera se gira. No se atreve. Oye la voz de Roque respirando detrás de su nuca. Aún lleva el olor del cigarro, que se mezcla ahora con el sudor de toda la madrugada, impregnando el aire del pequeño cuartucho con un hedor de amenaza.

―Ahora que volvemos a vernos después de tanto tiempo, es una pena que estés tan preñada. ¿De cuánto meses estás? ¿De seis, de siete? ―le pregunta mientras las yemas de sus dedos ásperos le ensortijan un mechón de cabello.

Sin darse cuenta, las manos desesperadas de María vuelan hacia la barriga. Cree que ya no es posible salvar la vida que late en su vientre. Está tan condenada como ella, más inocente aún porque no tiene culpa de que su padre se echara al monte al salir de la cárcel, ni de que su madre no fuera más convincente para impedirlo.

―Tienes suerte de que me apiade de tu estado. No creas que a los demás les han arreado sólo en la cara.

Al rato se detiene. La mira con desdén. María no reconoce en sus ojos al huérfano de madre con el que jugaba en Uriana al principio de su infancia, siempre con el aire retraído de quien arrastra una ausencia. Aquella mirada hosca se ha vuelto siniestra con los años. La barba espesa esconde las cicatrices que le dejaron las esquirlas de la guerra. Esas heridas acentuaron un odio inexplicable que venía de antiguo, que estalló durante las noches de verano de las primeras semanas de la guerra, cuando iba a un burdel de la calle Elvira con la camisa abierta, llena de sangre, arremangada, los brazos cubiertos de relojes y, mientras se jactaba de que sus dueños no los iban a necesitar nunca más porque ya les había llegado su hora, obligaba a su ramera favorita a lavarle, a quitarle los rastros de la cacería.

―Uno de mis amigos falangistas me dijo que tu hermano estuvo callado todo el tiempo, junto a las tapias del cementerio, mientras miraba al pelotón. Le apuntó a la cabeza. Según me confesó, sintió placer cuando apretó el gatillo ¿A dónde querrás que te apunten a ti?

María comienza a sentir de nuevo sus golpes, la rabia de quien lleva horas sin conseguir su propósito. Un enfado que contrasta con la sonrisa que le dedicó nada más verla, clavada en la misma silla donde no ha sido capaz de acomodar la tensión que le provoca la paliza.

―Sabes que puedes evitar todo esto. Sólo hace falta que me digas con quien se refugia tu marido cuando no duerme en tu cama. No entiendo como aún le sigues protegiendo. No deja de ser un pichabrava que se acuesta con todas las que se le ponen por delante. Iba siempre tan apuesto con sus abrigos de paño y los sombreros que sabía calarse con tanta elegancia, tan socialista que se creía. ¿Qué pasa? ¿Te molesta mi barba? Te has vuelto muy delicada con los años.

El sabor de la sangre seca es amargo, pero cuando vuelve caliente al paladar tiene una dulzura imposible de entender. Tan imposible como sería salir con vida después de todo lo que ha pasado, por mucho que confesara lugares en los ella que nunca ha estado, en los que José podía esconderse con el resto de los guerrilleros.

―Siempre fuiste algo traviesa. Anda. No seas mala. Te lo preguntaré por última vez. Dime donde se esconden esos rojos de mierda. Cuéntaselo a tu viejo compañero de la escuela. Cuéntame dónde se refugian los Quero con toda esa banda de cabrones que aún no han entendido que perdieron la guerra. Por lo visto, no les pegaron suficiente en la cárcel para bajarles los humos.

María calla. Ni siquiera ella conoce los motivos de su silencio. No se trata de valor. Ya no se encuentra en esos momentos. Es inútil confesar. De nada servirán las palabras, los nombres que pueda darle. Sólo traerán sufrimiento a más inocentes, culpables por ser las mujeres, las madres, los hermanos de los huidos a la sierra.

―Está bien. Tú lo has querido. Que conste que he tratado de ayudarte, pero no te estás portando bien conmigo. No me dejas otra salida. ¿Qué voy a explicarle a tu madre cuando la vea en tu entierro? Al menos contigo tendrá una lápida donde llorarte. A tu hermano lo enterraron con centenares de camaradas en el primer patio que encontraron del cementerio de Granada. En aquella época no teníamos tiempo para pensar en esas cosas.

Roque grita a un guardia. Le pide que venga. Entra con el porte encorvado de los que están acostumbrados a recibir órdenes. En sus manos trae un documento.

―Firma aquí ―le apunta el falangista enfurecido, mientras su mano indica el papel.


Ella mira el grueso anillo de oro que Roque siempre ha llevado en la falange de su pulgar, también la declaración que acaba de firmar. Ve la fecha: 25 de febrero de 1.942. Su nombre: María Álvarez López. Natural de Uriana. Su edad: 30 años. Hasta eso es incorrecto. Le han quitado dos. Su estado: casada con José Castro Peregrina. Las letras se disuelven. Se hacen borrosas. Su boca es un desierto de arena con sabor a sangre. No le dan ocasión a leer nada más. Tampoco podría. Lleva tanto tiempo sin leer que ha perdido la costumbre. No le importa ya. Imagina lo que contiene. Lo que ha dicho en los últimos dos días. También lo que ha callado. Lo que han acabado por decir otros, no con menos valor, sino con menos conciencia del daño que hacían.

2 comentarios:

  1. El sabor de la sangre seca es amargo, pero cuando "se" vuelve caliente al paladar tiene una dulzura imposible de entender.

    No he tenido tiempo de reparar en algún otro error, pero sin duda el relato me a parecido interesante, en tu descripción de la celda hubo un momento en el que pude sentirme como si también estuviese dentro. Como aficionada a la lectura te digo que me gustaría poder leer tu obra completa. Daniela L.

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  2. Gracias por la corrección y por los comentarios. Detrás de ese texto hay decenas de revisiones, pero veo que aún se cuelan errores. De momento, la novela apenas tiene un capítulo y medio escrito, pero está toda bastante pensada. Después de 2 años de trabajo, espero que ahora avance rápido. Iré publicando fragmentos por aquí. Serán bienvenidos tus comentarios.

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