Me acerqué a Fahrenheit 451 pensando que
era una novela de ciencia ficción, un género que no me atrae demasiado, pero la
obra de Ray Bradbury es mucho más que eso. Cuenta la lucha de una persona que
se cuestiona su visión de la realidad, se niega a rendirse y decide enfrentarse
al sistema establecido.
Ahora que una hidra de cabezas invisibles -llamada mercado- trata
de imponer su visión del mundo a través de las todopoderosas agencias de
calificación y el oráculo sólo predice desgracias, vuelve a cobrar actualidad
la lectura de la novela. Ahora que los movimientos juveniles vuelven a creer en
la utopía y tratan de encontrar un camino a la esperanza, es más fácil entender
la lucha del protagonista. Montag, el bombero que quema libros, comienza a
cuestionarse si todo ha ocurrido siempre de la misma forma, iniciando un camino
por el que deriva la trama.
Bradbury, que ha escrito
un magnifico manual para aprendices de escritor llamado Zen en el
arte de escribir, aplica en Fahrenheit 451 algunas de sus recetas.
Juega con combinaciones de palabras y significados que, a priori, pueden
parecer inviables para conseguir poderosas imágenes. Pero, en mi opinión, abusa
en ocasiones de esa técnica, mezclando escenas de enorme evocación visual, los
cascos negros de los bomberos que parecen escarabajos o la manguera que se
mueve como una pitón, con otras en las que esa discordancia aparente se
desmorona en ambigüedades que le restan ritmo a la novela, algo que, en mi
opinión, ocurre especialmente hacia la mitad de la misma.
A menudo los escritores de ciencia ficción se pierden en paisajes
imaginativos que acaban por restarle fuerza a la historia. Bradbury, pese a su
creatividad efervescente, controla los escenarios por los que transcurren sus
personajes sin que les resten protagonismo. Evita también otro riesgo frecuente
en este tipo de narrativa: el daño que produce el paso del tiempo. Cuando el
lejano futuro ya pasó de forma muy diferente a la realidad, el contexto posible
que ya es palpablemente falso puede destrozar una novela. Brabdury introduce
elementos de ciencia ficción, pero siempre al servicio de la historia, nunca
como fuegos que artificio que acaban mojados. Al igual que Verne,
jugó a adivinar el futuro con cierto éxito. La obra, que fue escrita en 1.953,
nos habla de televisiones murales que cubren las casas de una programación
banal y adormecedora, de unos pequeños auriculares que emiten música y sonidos
en los oídos de una población aborregada, de coches que cruzan las avenidas a
grandes velocidades. Encontraremos también predicciones no cumplidas como la
máquina que limpia la sangre por cincuenta dólares, los anuncios publicitarios
de ciento cincuenta metros en las entradas de las ciudades (la única forma de
que sean vistos por el ojo humano a la velocidad que conducen en la novela) o
el sabueso mecánico de ocho patas que nunca duerme y que inyecta procaína con
su aguijón para eliminar a los que están contra el sistema. Pero a veces parece
que esa pesadilla es sólo cuestión de tiempo, como esa falsa felicidad impuesta
por los poderes públicos que impregna la historia.
Creo que lo mejor de Fahrenheit 451 es la
semilla de la historia: el mundo futuro en el que están prohibidos los libros
porque hacen pensar a la gente, una sociedad
distópica donde las historias más maravillosas de los más grandes
escritores se han ido simplificando a escasas líneas para que sean fáciles de
entender por hombres y mujeres aletargados y donde los bomberos no se dedican a
apagar fuegos, sino a quemar libros. Un futuro que quizás esté ocurriendo ya.
En el Posfacio, escrito cuarenta
años más tarde, el propio autor explica cómo ya es realidad una de
las predicciones del jefe de bomberos “No hace falta quemar libros si el
mundo comienza a llenarse de gente que no lee, no aprende, que no sabe. Si el
baloncesto y el fútbol inundan el mundo a través de la MTV, no se
necesitan que prendan el fuego o persigan al lector”.
Bradbury explica en el
postfacio el proceso creativo que siguió la novela, la furia con la que
tecleaba la máquina de escribir que funcionaba con monedas, cómo su pobreza le
impulsó a optimizar el tiempo antes de quedarse sin dinero. También cuenta que
la obra es el resultado de la fusión de cinco cuentos. Y precisamente es ahí
donde encuentro los principales defectos de Fahrenheit 451: hacia la mitad la
trama se dispersa, decae probablemente porque no se pensó desde una unidad,
sino a partir de remiendos y urgencias por acabarla, que acabaron por jugar en
su contra.
En 1.953 la caza de brujas emprendida por Mcarthy se encontraba en pleno apogeo.
Era un mal momento para publicar una obra que critica la manipulación que
realizan los poderes públicos, el intento de crear ciudadanos uniformes y sin
pensamiento propio. Un joven la compró por 450 dólares, el único dinero que poseía
y la publicó en tres partes en una nueva revista que acababa de aparecer. El
joven se llamaba Hugh Hefner y la
revista Playboy. A partir de aquel
momento la novela comenzó a volar y aún hoy no ha parado porque, pese a algunos
defectos, es un magnífico libro, cuya lectura, sin duda, recomiendo,
especialmente en estos tiempos. El inicio ya nos promete mucho…
“Era un placer
especial ver cosas devoradas, ver objetos ennegrecidos y cambiados. Empuñando
la embocadura de bronce, esgrimiendo la gran pitón que escupía un queroseno venenoso
sobre el mundo, sintió que la sangre le golpeaba las sienes, y que las manos,
como la de un sorprendente director que ejecuta las sinfonías del fuego y los
incendios, revelaban los harapos y las ruinas carbonizadas de la historia”.
Imagen de la película Fahrenheit 451 dirigida por François Truffaut en 1966 |
La escena en la que el bombero se enfrenta a su jefe, éste le
responde armado de reflexiones inquietantes “¿Qué es el fuego? Un misterio. Los
hombres de ciencia hablan y charlan acerca de las moléculas y las fricciones.
Pero no saben nada realmente. Es hermoso porque destruye las responsabilidad y
las consecuencias”. Ahora ya sabemos, como Bradbury nos recuerda en la primera
frase, que Fahrenheit 451 es la temperatura a la que arde el papel de los libros.
Lo que seguimos sin saber es si estamos dispuestos, como el protagonista de la
novela, a rebelarnos contra os poderes que pretenden quemar nuestro futuro.