31 octubre, 2013

Réquiem por un campesino español

Leí Réquiem por un campesino español cuando tenía catorce años. En la página inicial del libro aparece escrito mi nombre con la caligrafía que tenía al principio de mi adolescencia, tan parecida, pero a la vez tan distinta a la de hoy. El tiempo ha pasado por esa letra cuidadosamente escrita y ha oscurecido el color del papel, que ahora tiene el tono sepia de los recuerdos muy antiguos, los recuerdos que me transportan a aquel primer curso en el instituto, a la clase que estaba al fondo del largo pasillo, a los enormes ventanales que daban al patio y el olor de tiza que había junto a la pizarra.

Ésa probablemente fue una de las primeras novelas que leí y su lectura vino obligada al formar parte de la materia del curso de lengua y literatura del bachillerato. A lo largo de las páginas encuentro decenas de palabras subrayadas, que entonces pertenecían a un vocabulario desconocido. Hoy, más de treinta años y centenares de novelas después, podría darle significado a la mayoría de aquellas palabras, lo que no ha cambiado en ese tiempo es la impresión que me ha producido al volver a leerla.

A veces regreso con cierto miedo a lecturas que me resultaron arrebatadoras en mi juventud y que ahora, vistas con otra mirada, están muy por debajo que la impresión que guardó mi memoria. Réquiem por un campesino español, en cambio, me sigue pareciendo una gran obra. Ahora que Ramón J. Sender no parece ser un escritor de referencia, semiolvidado en un segundo plano alejado de la actualidad y las modas, creo su lectura es una gran fuente de aprendizaje.



En las últimas décadas se han sucedido los autores, presuntamente innovadores, que pretenden abrir nuevos caminos a la novela con la alabanza de la crítica sesuda de los suplementos literarios de los periódicos. Críticas que hablan de obras construidas como muñecas rusas, historias que encierran en su interior múltiples historias, experimentos formales que alcanzan su mayor gloria en una apoteosis de artificios, estilos barrocos, intransferibles, de una personalidad y un lenguaje únicos, o biografías menores de personajes simples, de una cotidianidad que se alarga sin chispa hasta adormecer el interés del lector. Por mucho que lo he intentando, no he podido acabar una obra de Javier Marías, de Bolaño, de Vila-Matas, de Murakami, de esa “brillante” generación de escritores sesentones ingleses que cuentan hechos insípidos, de los eternamente “enfants terribles” de la narrativa francesa, con Houellebecq a la cabeza. En definitiva, de los novelistas que suelen encabezar las recomendaciones anuales que hacen los críticos literarios.

Me gustan las historias que me producen emociones desde los sentimientos más básicos, las que están bien contadas, las que explican las biografías reales o ficticias de personajes inolvidables, a los que les suceden cosas normales o maravillosas. Las tramas bien construidas que no olvidan la misión fundamental de la ficción: enganchar al lector desde la primera página y hacerle vivir un gozoso disfrute hasta que cierra el libro.

Sender, como Delibes, Marsé, Hemingway o Conrad, entre otros muchos, pone el estilo al servicio de la historia. Un estilo sencillo, directo, sin artificios innecesarios, que se dedica a narrar los hechos sin entrar a enjuiciarlos. Es el lector el que lo hará a través de lo que les sucede a los personajes. Un narrador en tercera persona nos cuenta la vida de un campesino español, fusilado de forma injusta y cruel durante la Guerra Civil, a través de la mirada del cura que lo traiciona, el mismo que lo bautizó, le dio la primera comunión, lo vio hacerse un hombre y lo casó.

Y lo hace con un manejo del tiempo narrativo que ya quisieran para sí los sesudos escritores alabados por la crítica moderna.  Mientras espera inútilmente a que el pueblo acuda al réquiem que va a celebrar por su alma un año después de la muerte, el mosén Millán va repasando la vida de Paco el del Molino. Y en esos minutos, vemos a través de los ojos del sacerdote la evolución del protagonista a lo largo de los casi treinta años de su vida en un pequeño pueblo aragonés de la franja cercana a Cataluña, años que vienen marcados por los trágicos acontecimiento de la Primera República y la Guerra Civil.

Todo transcurre en la iglesia vacía, a la que sólo acabarán acudiendo los tres hombres que le provocaron la muerte, los caciques de la aldea a los que se enfrentó el joven idealista Paco. El contrapunto a la narración del mosén lo encontramos en el romance que va entonando el monaguillo, que recoge la historia popular ya convertida en leyenda, o en las opiniones y comentarios del “carasol”, que, como el coro de las tragedias griegas, se convierte en el eco incómodo que recuerda el drama.




Un drama que el escritor conocía bien: durante los primeros meses de la guerra su esposa fue torturada y ejecutada por negarse a revelar el paradero de su marido –una información que además desconocía- y su hermano, alcalde de Huesca, fue fusilado. Cuentan que Sender arrastró a lo largo su vida el sentimiento de culpa que les queda a los supervivientes, el mismo que siente Mosén Millán mientras recuerda a Paco. Escribió esta obra desde la condena del exilio, desde el desengaño del idealismo traicionado, tanto del anarquismo de su juventud, como del comunismo que abrazó durante el conflicto armado. Y lo hizo además en un plazo sorprendente: en apenas poco más de una semana. El resultado es una novela que cuenta una historia emocionante desde la sencillez más brutal, un libro que me leí en apenas unas horas y que, más de treinta años después de la primera lectura, me produjo el sentimiento del lector gozoso que cierra la última página con la pena que produce el fin de la lectura, con la necesidad imperiosa de encontrar otras historias, de continuar esa magia en otras novelas y de regresar a ellas varias décadas más tardes para volver a disfrutarlas.

24 octubre, 2013

El nieto del fascista.

Hace unas semanas la asociación Jueces para la Democracia criticaba con dureza al Gobierno por incumplir de forma sistemática la Ley de Memoria Histórica. La denuncia coincidía con la llegada a nuestro país de los enviados de Naciones Unidas para recordar que los crímenes del franquismo no están sujetos a amnistía y que España debía tomar medidas legales y judiciales al respecto. Aportaban además una cifra escalofriante: con más de 114.000 desaparecidos, nuestro país ocupa el segundo lugar en la estadística del terror, sólo por detrás de la Camboya de los jemeres rojos, por lo que se refiere a asesinatos cuyos cuerpos no han sido recuperados ni identificados.

La lectura de esos datos coincidió con la escritura de la escena de mi novela en la que se narra el fusilamiento de mi tío abuelo Paco, de la que se produjo el 77ª aniversario hace sólo unos días.

El gobierno actual ha derogado de facto una ley que costó años legislar, al dejarla sin fondos por segundo año consecutivo. El ministro de justicia, Alberto Ruiz Gallardón, esbozaba una letanía de justificaciones basadas en la crisis económica.

Con casi seis millones de parados e injustificables recortes en la educación y la sanidad pública, este tema ha regresado al olvido, el lugar del que algunos no quisieron que saliera nunca. Estoy de acuerdo con un razonamiento: ahora que se cierran plantas de hospitales, que se despiden profesores, que (según publicaba la prensa hace sólo unos días) más de catorce mil niños catalanes se han quedado sin la beca comedor a la que tenían derecho, simplemente porque otro gobierno, en este caso el de Catalunya, dice no tener dinero, ahora no se puede dedicar dinero público a reparar la deuda que tenemos con la historia. Pero, aceptando esa afirmación que considero justificada, discrepo en lo principal: la deuda con la memoria no es económica, sino moral. Retirar los símbolos fascistas que aún perviven en nuestras calles, evitar la apología del franquismo, reconocer los hechos o anular las sentencias dictadas no cuesta apenas dinero.

En este país no todas las víctimas son iguales y nunca ha habido una verdadera voluntad política de reparar la historia de los crímenes que dejó la dictadura en las cunetas. Tampoco debería extrañarnos si atendemos al pasado de los que nos gobiernan.

Si quisiéramos echar la vista atrás descubriríamos un curioso personaje: “El Tebib Arumi”. Estas palabras, que en árabe quieren decir “el Médico Cristiano”, son las que utilizaba para firmar sus crónicas uno de los periodistas más fieles al régimen. Víctor Ruiz Albéniz fue un médico que abandonó su profesión para ejercer como corresponsal  en la Guerra de África primero y más tarde en la Guerra Civil. Durante la “Cruzada de Liberación Nacional” también hizo crónicas radiofónicas, se afilió a la Falange y fue colaborador del diario de FE de las JONS Proa.

Su prosa florida relata el imparable avance del ejército nacional con una enorme exaltación, la misma que hoy nos parece tan mentirosa y anticuada cuando oímos las noticias del viejo NODO. No podemos olvidar que mientras los valientes legionarios, los voluntarios italianos y las tropas marroquíes avanzaban con el valor que nos cuenta el cronista, las cunetas y los cementerios se llenaban de cadáveres, de hombres, inocentes en muchos casos, fusilados sin un juicio justo. Eso, al parecer, no era importante: “El día del comienzo de la operación amaneció sin una nube,  sereno,  tranquilo. Los Tabores de Regulares, las Banderas legionarias, ocupan en el centro la línea de extrema vanguardia, y en los flancos y a su altura, están los Requetés y las Banderas de Falange. Era muy grande, extraordinaria. el ansia de avance que tenían nuestros muchachos, y así no fue de extrañar que, añadiendo a las buenas condiciones de las tropas que hemos enumerado el entusiasmo y el ímpetu alegre que siempre da la acometida, el enemigo quedase prontamente batido y rebasado su frente casi sin ninguna reacción digna de ser tenida en cuenta.”



Si volvemos la vista al presente, encontraremos que actual Ministro de Justicia, Alberto Ruiz Gallardón, es el nieto del mayor propagandista del franquismo: Víctor Ruiz Albéniz. Su abuelo firmó esta loa a Franco el 4 de septiembre de 1942: Por estadista te teníamos; ahora, además, hay que concederte la suprema categoría de político y gobernante. ¡Que Dios —todos los días se pide así en mi hogar— conserve tu vida, la fortaleza de tu ánimo y la sagacidad de espíritu, para bien de esta España tan querida a la que tanto amamos y que tanto te debe. Te saluda con toda emoción este veterano, inque­brantable creyente en ti y en tu obra”.

Con datos como estos sobran las justificaciones de su nieto.


Nota.- Los restos de mi tío abuelo reposan, junto a los 39 hombres que fusilaron con él, en las fosas 255 a 299 del Patio de San José del cementerio de Granada.

21 octubre, 2013

22 de Octubre de 1936

A las once y cincuenta minutos del día veintitrés de octubre de mil novecientos treinta y seis el juez municipal de Granada, José Cobo, firmaba en el Registro Civil de la ciudad la defunción de Francisco Álvarez López, de 21 años, natural de Churriana e hijo de José y de Antonia. Tras dibujar unas tachaduras curvas sobre los datos que debían reflejar el domicilio, el secretario, José Jiménez de Parga, hizo constar que el fallecido tenía la profesión de mecánico y era soltero.

La defunción se había producido el día anterior a las seis de la mañana, a consecuencia de disparos por arma de fuego, según resulta de la orden recibida. No del reconocimiento practicado, ya que estas palabras aparecen tachadas en el texto. El cadáver iba a recibir sepultura en el cementerio de la capital.

Continúa detallando que la inscripción registral se practica en virtud de la orden de D. Manuel Navarro, Teniente Juez Instructor de la plaza. El hecho lo había presenciado como testigos Carlos Raya y otra persona cuyo nombre permanece en el misterio difuso de la mala caligrafía. Ambos eran mayores de edad y vecinos de la ciudad. Sus firmas aparecen al final del documento junto con la del juez y el secretario, a la derecha del sello azulado del Juzgado de Primera Instancia de Granada, donde se dibuja un borroso escudo entre dos columnas.

La inscripción número 1.619 es la de mi tío abuelo Paco. Ninguno de los miembros vivos de mi familia llegó a conocerle. Todos sus siete hermanos ya han muerto y sus sobrinos más mayores, entre los que se encuentra mi madre, eran niños de apenas meses cuando lo asesinaron, pero su historia ha pervivido a lo largo de varias generaciones de “Mitaíllas”. Hoy, setenta y siete años más tarde, su recuerdo sigue vivo en nuestra memoria y en la novela que lleva varios años dando vueltas en mi cabeza.

El aniversario me ha sorprendido trabajando precisamente la escena de su fusilamiento. Llevo ya algunas semanas reescribiéndola a partir de esbozos que tracé hace tiempo, reinventándola, tratando de imaginar, a través de los detalles más pequeños de la investigación histórica, el momento que transcurre desde que la barra oxidada del primer cerrojo rompió el silencio de la celda hasta el estruendo de la salva de disparos que oyó mientras miraba a la tapia del cementerio, pasando por la última noche en la capilla de la cárcel o el itinerario que sigue el camión que le lleva hacia su destino.

Una vez más intento alejarme del personaje, una vez más el sentimiento es más poderoso y todo lo desborda, pero ya no lucho contra ello: sólo lo que me emociona en lo más profundo puede emocionar también a un futuro lector.


A estas horas de la noche de hace más de siete décadas, el celador ya habría pronunciado los cuarenta nombres de la lista “Hasta ese instante sólo había sentido la impotencia que arañaba su cuerpo cada vez que el celador acababa la lista sin que él estuviera en ella. Era entonces el momento de bajar la cabeza, de no mirar a los que se marchaban por la vergüenza de no compartir su destino. Esa vez Paco miró a los ojos de los compañeros que salían con él de la celda y vio en ellos el mismo miedo.”



28 agosto, 2013

Prohibido morirse en agosto

En su edición de mitad de agosto, cuando los periódicos adquieren la enorme delgadez de una dieta falta de noticias, Babelia publicaba un artículo firmado por Javier Gomá Lanzón que titulaba Raptado por las musas. El texto comenzaba así: “Hay un hecho notorio y universal que reclama una buena explicación: por qué determinadas personas dedican las mejores horas del día, los mejores días del año y los mejores años de su vida a producir algo que nadie les ha pedido, sin que el éxito social, los requerimientos de la conciencia, el anhelo de fama o el enriquecimiento económico constituyan nunca la motivación principal. El hecho suele ser designado con la palabra vocación.”

El artículo continuaba más adelante: “Es literaria aquella vocación que elige como objeto la producción de un texto. De igual manera que un pintor percibe un magnetismo en la asociación de unos particulares colores o el compositor descubre la necesidad interior de una concreta secuencia de notas musicales, así el escritor es aquella persona que ha desarrollado un sentido para aprehender el campo de fuerzas que generan dos o más palabras cuando se ponen cerca y del que carecen por separado. El escritor, en resumidas cuentas, no es otra cosa que un juntapalabras y su arte reside en juntarlas con acierto”

Hay ocasiones en que las palabras se niegan a juntarse o, cuando lo hacen, el resultado que revelan es desolador, pero a veces de una idea absurda, de un título surreal, nace un hilo que basta poco más de dos centenares de palabras antes de romperse para dejar una resultado incierto...

Emilio Cifuentes eligió para morir un domingo de agosto. Durante los días previos las temperaturas fueron muy altas, tanto que le provocaron un hervor de pensamientos que le remordió el estómago y le fue consumiendo muy despacio. La mañana del deceso, en cambio, amaneció tibia, pastosa, con un cielo lleno de nubes sucias que tampoco era promesa de lluvias.
—¡Vaya día ha elegido este cabrón para marcharse! —pensaba su mujer en mitad de una soledad inquebrantable. Era de esperar: en vida su esposo no se había dedicado a hacer amigos.
—Debería estar prohibido morirse en Agosto cuando todo el país está de vacaciones —musitó entre dientes después de firmar el papeleo—. Al menos así tendrán la excusa para no venir al entierro.
Al salir a la avenida limpia de coches el calor comenzaba a repuntar y decidió que ya era hora de dar portazo al pasado.
—Te va a enterrar con la camisa azul Rita la Cantaora, porque yo acabé bien harta de tu yugo y tus flechas.
Cuando llegó a casa, lo primero que hizo fue ducharse, mirar como el agua se iba por el desagüe dibujando círculos entre sus pies doloridos. Con el pelo aún mojado abrió la puerta del armario ropero y no tardó mucho en rebuscar entre las perchas de plástico. Cogió el vestido negro que vistió el año en que murió su madre, se fue a la cocina y lo tiró a la basura.


23 agosto, 2013

Un pequeño tesoro

El paso del tiempo se dibuja a través del color sepia de las fotografías, se hace más evidente en los rostros antiguos que nos miran desde ellas, en esos rasgos que nos resultan familiares y que, desconocidos u olvidados por el paso de los años, se nos presentan de repente, como una visita agradable a la que ya no esperábamos. A veces los pequeños objetos de escaso valor económico pueden suponer un tesoro que despierta curiosas emociones. Los Mitaíllas sólo conservábamos dos fotografías de la bisabuela Antonia. En una de ellas, ya muy anciana, una sombra le emborrona parte de la cara, mientras el resto aparece casi velada por una claridad que entra del exterior. Guarda un enorme parecido con mi abuela María, comparten la misma expresión de quien ha sufrido mucho en la vida.

Cuentan que la bisabuela hablaba con nostalgia de su infancia en Málaga, de las enormes palmeras y del mar que permanecían en su recuerdo muchas décadas más tarde. En 1896, cuando su padre marchó a la Guerra de Cuba, la familia se mudó desde Melilla y vivió algo más de tres años en la Ciudad del Paraíso, como la llamaba Vicente Aleixandre en ese magnífico poema que recuerda su niñez malagueña.

Cuando comencé a documentarme con el objetivo de escribir una novela, me convertí en un detective y en viajero de la imaginación. Siguiendo pistas muy tenues conseguí conocer detalles de las vidas de mis antepasados que se habían perdido en el largo pasillo del tiempo. A través de los documentos viajé a los montes del norte donde combatió el tatarabuelo, los mismos que pude ver con mis propios ojos no hace mucho; a las ciudades cubanas por las que se perdía su pista; al paisaje de la guerra que vivieron mis abuelos José y María; a los lugares donde mi abuela sufrió la condena de la posguerra. De todos esos viajes al pasado, uno me emocionó de forma especial: el que me transportó a mi más remota infancia, al recuerdo de los parques, las palmeras y el mar de mis primeros años en Málaga para tratar de imaginar lo que pudo sentir Antonia en la ciudad a finales del siglo XIX.

La imaginé bordando a la espera del teniente, rezando por el regreso de su padre de una guerra lejana, que se consumía al otro lado del océano, sufriendo la estricta moral de su madre Feliciana, deseando seguir los pasos de su hermana mayor y estudiar para maestra…

Hace unos días recibí unas fotografías muy antiguas. Las hizo Francisco Martín en su estudio de la calle Comedias, uno de los primeros fotógrafos que ejercieron el novedoso oficio en Málaga. Al parecer, fue el mismo que hizo las primeras fotografías a Pablo Picasso. La bisabuela compartió alguna cosa más con el pintor, ambos fueron bautizados en la misma iglesia: la de Santiago. En unoa de los retratos, Feliciana posa con sus cuatro hijos. A su derecha, de pie, se encuentra María, la primogénita. Sentada sobre un cajón o una silla muy pequeña se encuentra Paquita, la más pequeña de las niñas. Ambas llevan vestidos oscuros, abrochados al cuello, y unas cruces que caen con una cadena sobre el pecho, por encima de las ropas. A la izquierda de su madre, nos mira Antonia. A diferencia de sus hermanas, su vestido es muy claro, probablemente blanco, con unas mangas exageradamente anchas, gracias a los bullones que se abultan cerca de los hombros y que luego se estrechan hasta unos puños muy ajustados en las muñecas. Apoya una mano sobre una mesita de largos flecos. Encima de la rodilla derecha de Feliciana se mantiene de pie el pequeño Antonio, el niño tan deseado por su padre, al que ni siquiera ha podido aún ver. Cuando el teniente marchó a Cuba en enero de 1896 su mujer estaba embarazada. Cuentan que, después de haber tenido tres hijas, ya no tenía esperanza de que llegara varón y, como no acaba de creerse la buena noticia, le pidió a su mujer una fotografía donde se viera con claridad su masculinidad. Imagino la cara de sorpresa del fotógrafo F. Martín, al ver cómo la adusta Feliciana le quitaba los faldones al pequeño para que pudiera lucir en toda su desnudez.

En esta fotografía, en cambio, todos posan muy recatados. La madre ocupa el centro de la escena con su mirada seria, el traje muy oscuro, ceñido al cuello por un broche que debía ser dorado. Es muy probable que el destinatario de la misma fuera Antonio para que tuviera consigo, en la isla caribeña, una imagen de su familia que le ayudara a olvidarse por momentos de la penuria de la guerra, de los ataques de los mambises, de los caminos selváticos, de las picadas de los mosquitos.

Junto a la foto de familia, me llegó otra en la que aparece sola la bisabuela. Viste la misma ropa, pero se permite la libertad de traer sobre el pecho su larga cola de pelo rubio, atada por un lazo blanco. En ésta se le aprecia una pequeña cruz que le cuelga del cuello. Al fondo, aparece ahora con más claridad las formas arquitectónicas que intenta dar perspectiva al retrato: unas falsas columnas acanaladas que la envuelven de un aire irreal. La imagen debió ser tomada el mismo día que la anterior: había que aprovechar la ocasión. Resulta difícil hoy, que almacenamos miles de imágenes digitales, imaginar lo que debía representar en aquella época una visita al fotógrafo, un lujo que estaba al alcance de pocos.



Antonia vuelve años más tarde, ya casi convertida en una mujer, con uno de aquellos vestidos decimonónicos de cintura de avispa y mangas muy anchas y el pelo rubio, que caracterizará a las Mitaíllas, recogido en un moño muy trabajado. Aún vivía en Málaga, pero no debía faltar mucho para que la familia regresara, por fin, al pueblo de la vega granadina donde habían nacido sus padres y del que habían permanecido alejados durante más de dos décadas por la larga carrera militar del teniente. Aún no conocía a José, el gañán pobre, veinte años mayor que ella, del que se iba a enamorar y con el que compartiría una vida de complicidad y sufrimiento. Un amor que Feliciana, su madre, nunca aceptaría hasta el punto de desheredarla, pero ésa ya es otra historia que no cabe en una fotografía.

18 agosto, 2013

Las viejas fotos de Cuba

Tuve la suerte de conocer a mi abuela María. Murió cuando yo tenía ocho años. A pesar del sufrimiento al que el azar de la guerra y la posguerra la habían condenado, aún conservaba genio en la mirada. Desde muy niño pude advertir la admiración con la que todos hablaban de ella, el orgullo con el que narraban su historia.

Del tatarabuelo Antonio, en cambio, nada sabíamos. El único detalle conocido por la familia es que regresó con el grado de teniente de la Guerra de Cuba y que su hija, la bisabuela Antonia, rezó durante los tres años que permaneció en la isla antillana para que volviera sano y salvo. Cuando solicité su expediente militar al Archivo de Segovia no podía imaginar lo que iba a encontrar. El documento fue el extremo de un hilo del que comencé a tirar: la historia que guardaba el enmarañado ovillo no deja de sorprenderme aún hoy. La pulcra caligrafía decimonónica comenzó a nombrar lugares que desconocía, una geografía lejana que se perdía en las montañas del norte o en ciudades caribeñas: Abanto, Monte Muro, Manzanillo, Cienfuegos

Con el paso de los meses fui descubriendo detalles de los hechos en revistas antiguas, en grabados magníficos que me acercaban a ellos, en periódicos que los contaban con una rabiosa actualidad, imposible de encontrar en los libros de historia. Quedé atrapado por aquellas batallas de hace dos siglos, con sus asaltos a punta de bayoneta y un heroísmo que no tiene cabida en las guerras modernas. Los soldados eran solo fichas en un tablero, pero aún veían al enemigo y llegaban a enfrentarse cuerpo a cuerpo, a intercambiar cigarrillos, a interesarse por familiares y amigos que combatían en el bando contrario.

Antonio López Martín tuvo la mala suerte de estar en sus dos guerras siempre en el lugar equivocado en el peor momento. En San Pedro de Abanto formó parte del ataque final, el más desesperado. En Monte Muro no está claro si ése volvió a ser su papel o si estuvo entre las últimas tropas en marchar, las que cubrieron la retirada de todo un ejército en mitad de la derrota. Y en Cuba su cuerpo, la Administración Militar, también se llevó la peor parte: eran los encargados de internarse en la manigua para llevar provisiones a los lugares más remotos, expuestos a los mambises y a los mosquitos en caminos impracticables y selváticos.

Mi admiración por el tatarabuelo fue creciendo con la lectura de los documentos, pero no podía ponerle rostro a sus sentimientos. Los “Mitaíllas” no conservábamos ninguna fotografía suya.  En las cajas guardadas como un tesoro por la familia fueron apareciendo las caras de todos los personajes, pero no había rastro del teniente y sus rasgos quedaron al albedrío mentiroso de mi imaginación.

De forma casual, una llamada de mi prima Alicia, que forma parte de una rama más lejana de la familia, me abrió a la esperanza: marchaba de vacaciones al pueblo de la vega granadina donde nació nuestro antepasado común y otra prima, que ni siquiera conozco, conservaba fotografías más antiguas.


Las imágenes fueron llegando primero al teléfono móvil de mi tía Victoria y luego a mi correo electrónico: el tatarabuelo Antonio se nos presentaba desde un pasado muy remoto con una sonrisa, vestido con el traje oscuro del ejército. Las estrellas de teniente en la manga y una insignia borrosa, imprecisa, que solo podían pertenecer al cuerpo de Administración Militar, nos ayudaron a identificarlo entre otros rostros.



Luego apareció en una foto anterior, con barba algo más oscura y el uniforme de rayadillo que vistieron las tropas en la Guerra de Cuba. Posa acompañado por otros tres compañeros, con altas botas oscuras, fustas y cuerdas propias de un regimiento de transporte con mulos. Un rasguño de la fotografía condena la cara de unos de ellos al olvido, pero las de los otros tres son bien visibles: con bigotes decimonónicos y ojos que no miran a la cámara. Los dos del centro dirigen su mirada hacia la izquierda con porte orgulloso, la de Antonio, menos gallarda, esconde cierta melancolía.


Su historia ha cogido ya tanto vuelo que no me cabe en la novela, demasiado larga, demasiado compleja según el consejo de otros que saben más que yo del oficio de escritor. Al final creo que no voy a tener más remedio que hacerles caso: ni siquiera he escrito una pequeña parte de mi primera novela y ya tengo la segunda esperando. Es más, buena parte del material  ya escrito forma parte de ella y deberá dormir en un cajón durante más tiempo.

08 agosto, 2013

La batalla de Monte Muro VII. Las consecuencias.

(Nota previa.- Ésta es la séptima entrada consecutiva publicada en este blog sobre los hechos que acontecieron en la batalla de Monte Muro, ocurrida ene los montes de Estella a finales de junio de 1874. Se recomienda iniciar la lectura por la primera de ellas para entender de forma cronológica y ordenada lo que aconteció allí y las peripecias del soldado de segunda Antonio López Martín, mi tatarabuelo).

Los carlistas, que permanecieron escondidos en sus trincheras durante toda la madrugada, no se enteraron de la retirada de las tropas liberales hasta que ya era demasiado tarde para hostilizarlas, como reconoció el propio Dorregaray en sus Memorias: “por la falta de vigilancia encargada de la extrema izquierda no supo á tiempo la retirada del enemigo”. Al salir algunas fuerzas a efectuar reconocimientos y recoger las armas y municiones perdidas en el combate fue cuando supieron lo ocurrido.

Dorregaray, ebrio de victoria, llevó entonces a término su promesa de guerra sin cuartel y ordenó la muerte de los 155 soldados liberales que habían quedado en Abarzuza. La excusa fue un incendio que se propagó en dicho pueblo durante la batalla. Efectivamente, en la mañana del 27 se propagaron por las casas algunas de las hogueras, que habían encendido los soldados liberales para calentarse; hecho que ya provocó el enfado y la reprimenda del general Concha a sus tropas. Pese a la oposición de algunos mandos carlistas, que intentaron frenar el despropósito, el cruel Dorregaray, ordenó la ejecución inmediata de catorce hombres, aunque muchos de ellos pertenecían a unidades que habían estado lejos del lugar de los hechos. Entre los ajusticiados se encontraba un ciudadano alemán, lo que provocó las quejas de las potencias internacionales ante la barbarie del general carlista, obligándole a justificarse en una carta firmada en Estella un día más tarde, que se publicó en El Cuartel Real, diario oficial de Don Carlos: “Hoy hemos fusilado no más que la décima parte de los criminales: de hoy para arriba sufrirán esa suerte todos; de para arriba haremos guerra sin cuartel á ese ejército de fieras.” […] “Esos hijos espúreos de la patria, que veían manchando el nombre del antiguo ejército español con sus vandálicos atropellos, lo han hecho en esta ocasión de la manera más inícua, cobarde y asquerosa de que hay ejemplo en la historia de las naciones civilizadas. De este modo, Señor, han respondido a la intachable y casi paternal conducta que constantemente contra ellos hemos observado”.

El pretendiente Don Carlos, satisfecho con la victoria, le concedió a Dorregaray la Cruz de San Fernando y a Mendiri el condado de Abárzuza. Podemos vislumbrar la personalidad de los personajes a través de sus palabras tras la victoria. El parte que firmó Dorregaray dice: “Dios, que visiblemente vela por nuestro ejército, ha querido recompensarle concediendo a sus ramas la victoria más completa y decisiva que hemos tenido en esta campaña, y a costa de muy pocas, aunque siempre sensibles pérdidas, en los mismos puntos, testigos de los crímenes de nuestros contrarios” o en la alocución que realizó don Carlos a sus tropas en la revista realizada el 2 de julio en Monte Jurra ante 28 batallones: “El Dios de los ejércitos, por cuya gloria principalmente peleamos, multiplicó vuestro aliento y os ayudó a confundir la soberbia del que había prometido la destrucción y el exterminio de esta tierra leal, haciéndole morir a vuestros pies, precisamente el día en que la Iglesia conmemoraba la aparición de Santiago en Clavijo para confundir a la morisma”.

No fue la ayuda divina el motivo de la vitoria carlista. La falta de provisiones y la inclemencia del tiempo obligaron a los liberales a presentar batalla hambrientos y a escalar colinas en condiciones impracticables, pero la desmedida ambición del plan de ataque tampoco se ajustaba a los medios con los que contaba. Tras el levantamiento del sitio de Bilbao, el general Concha pretendía dar el golpe definitivo que acabara con la guerra. Su objetivo no era sólo tomar Estella, sino conseguir el mayor número de prisioneros. En todo momento contuvo el ataque de la derecha del ejército, que estaba más próxima a la capital de los carlistas, porque, tras la toma de Monte Muro, los batallones del ala izquierda debían cortar la huida al enemigo.

Algunos panegiristas de Concha dicen que el general “se había encariñado con un plan vasto, extenso, que no sólo le diese la victoria, sino que le produjese un resultado decisivo. No le satisfacía la mera ocupación de Estella, ni no hacía á la vez algunos miles de prisioneros”. Y a continuación añaden: “La ocupación de Estella pudo conseguirse, mas no conseguía el Marqués su objeto, y la pérdida de los carlistas se habría limitado á la de la ciudad, quedándoles libre la retirada.” Otros en cambió criticaron su decisión: “Otro general, quizá de menos entendimiento, pero de mayor serenidad de raciocinio, hubiera desechado el citado plan, ó á lo sumo hubiera requerido del Gobierno el envío de la fuerza que necesitaba para realizarlo. De ninguna manera se habría aventurado en una empresa que, sobre ser ardua, no le iba á producir, aun victorioso, el resultado decisivo que apetecía.”

Mendiri, que dirigió a los carlistas en la colina de Monte Muro, analizó años más tarde la batalla y alabó el plan de Concha “pero le faltó, estratégicamente hablando, apreciar lo que siempre constituyó nuestra debilidad. Sí una vez situadas sus fuerzas sobre Villatuerta, Murillo, Zaval y Abarzuza, nos hubiera entretenido con pequeños ataques de guerrillas, sin comprometer sus masas, adelantando aquéllas con sus reservas parciales hasta obligar á nuestros voluntarios á romper el fuego, dos días hubiéramos podido resistir, pero al tercero nos habríamos visto obligados á abandonar las posiciones y la plaza por falta de municiones, pues con las que teníamos de reserva apenas hubiéramos podido reponer de 30 á 40 cartuchos por plaza”.

El jefe carlista Mendiri en la Acción de Monte Muru.
Dibujo de G. Marichal para La Ilustración Española y America, edición de 15 de julio de 1874
Una victoria en la batalla de Monte Muro sin duda hubiera acercado el fin de la contienda. La derrota, en cambio, alargó la guerra dos años más y acabó por precipitar el fin de la República y la restauración borbónica con la subida al trono de Alfonso XII. Lo que nadie puede negar al general Concha fue su valor en el combate. Tenía 66 años cuando se puso al frente del Ejército del Norte. Consiguió levantar el sitio de Bilbao, empresa en la que habían fracasado previamente los generales Morriones y Serrano. En el momento decisivo de la batalla, decidió ponerse a la cabeza de las tropas que subían la colina de Monte Muro y encontró la muerte en primera línea de combate, un hecho completamente inusual porque los generales observaban las batallas desde la distancia.

En el sexto aniversario de su muerte se inauguró un monumento en su honor en el lugar donde perdió la vida. La columna aún permanece hoy al borde de la carretera que lleva desde Estella a Abárzuza. Hace poco más de un mes, cuando conducía medio perdido buscando los lugares de la batalla, apareció junto a los campos sembrados. Era el mismo día y a la misma hora en que falleció y en ese momento decidí contar en este blog las peripecias de mi tatarabuelo en aquellos mismos campos.

Monte Muru - Inauguracióndel monumento erigido a la memoria del General Marques del Duero
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Dibujo de Nemesio Lagarde para La Ilustración Española y Americnaa, edición de 15 de julio de 1874


Los primeros seis meses en el ejército del soldado de segunda Antonio López Martin coincidieron con los más duros de la 3ª Guerra Carlista. Tras las derrotas en Abanto y Monte Muro, participó en la conquista de Oteiza, el levantamiento del bloqueo a Pamplona, la toma de Aoíz y la batalla de Elgueta. Terminada la contienda pasó a Vitoria y se acantonó en Haro, donde fue licenciado y se le abonó un año de servicio que extinguía su empeño. Ya no era necesario mantener un ejército tan numeroso, pero Antonio, que había participado en duras batallas como soldado raso, seguramente creyó conveniente amortizar ese esfuerzo continuando su carrera militar, esta vez como oficial y en tiempo de paz. Tenía sólo veintidós años, pero los acontecimientos vividos  debieron cambiar seguramente su forma de pensar y hacerle madurar de forma acelerada. Inició entonces su lento y trabajado ascenso por los grados más bajos del escalafón militar. Tuvieron que pasar otros veintidós años para que alcanzara el grado de teniente, pero para eso tuvo que volver a presentarse voluntario a otra guerra: la de Cuba.


La guerra carlista ocupa hoy escaso párrafos en los planes de estudio, pero, más allá de los actos heroicos de la última guerra romántica, origina la idea de las dos Españas, que acabaría de estrellar décadas más tarde en la Guerra Civil. Algunas de sus consecuencias siguen hoy vivas: nuestra actual Constitución recoge derechos arcaicos que han sido cuestionados incluso por las instituciones europeas. Tampoco debe ser casualidad que en los territorios donde el carlismo encontró más adeptos sean hoy aquellos en los que nacionalistas vascos y catalanes obtienen mayor número de votos.

07 agosto, 2013

La batalla de Monte Muro VI. La retirada

En cuanto el general Echagüe se enteró de la gravedad de la situación se subió a un caballo, pese a estar muy enfermo de disentería, y se dirigió a Abarzuza. Así lo narra Galdós: “El primer Jefe que se presentó en Abárzuza fue el General Echagüe, que enterado del desastre tomó el mando del Ejército a pesar de hallarse muy enfermo. No olvidaré nunca la cara del Conde del Serrallo cuando vio el cadáver de su amigo y maestro. El dolor concentrado y mudo no tuvo jamás expresión más fiel que la que le dieron aquellas facciones duras, angulosas, de soldado curtido en cien combates. La primera determinación de Echagüe fue convocar Consejo de Generales y Brigadieres.. Por unanimidad acordose la retirada del Ejército a Tafalla para el amanecer del siguiente día. Y al cabo se circularon órdenes a fin de que el movimiento se realizase aquella misma noche.”
Como justifica La Época en su edición de agosto de 1874, no había otra elección posible: “Doloroso era en extremo volver sobre sus pasos, cuando uno más hubiera dado al ejército la posesión de Estella, pero sin municiones de boca no de guerra, puesto que las segundas se hallaban agotadas y las primeras habían llegado en una cantidad insuficiente para el ejército; inferiors éste en número al enemigo; colocado en el hemiciclo en cuyo fondo se asienta Abárzuza, con fuerzas contrarias a vanguardia y retaguardia y quebrantada la moral del soldado por la pérdida de un general en Jefe que gozaba de grande y merecido prestigio, intentar un nuevo a ataque al día siguiente habría sido insensato; permanecer en las posiciones hasta esperar los elementos de que carecía, sobre ser punto menos que imposible, creaba al gobierno todos los embarazos de una situación militar forzada. La retirada era precisa y el General Echagüe la ordenó”

Movimientos de retirada del día 28 de junio de 1874

La narración en la novela de Galdós alcanza entonces sus momentos más brillantes: “Las tropas se pusieron en marcha. El desfile de las de la derecha fue protegido por las del centro. Las de la izquierda mantuviéronse en sus posiciones hasta que desfilaron todas las demás. El cadáver del Marqués del Duero fue colocado con misterio sigiloso en un furgón de Artillería, y los heridos quedaron en Abárzuza confiados a la humanidad del enemigo. Como el éxito de la operación dependía del tiempo que se ganase y de que los carlistas no advirtieran la retirada, se apresuró ésta todo lo posible y se tomaron minuciosas precauciones. Determinose prohibir a los vecinos de los pueblos por donde había de pasar la tropa el encender luz ni fuego en las casas; se advirtió a todo el Ejército que nadie podía fumar, del General en Jefe para abajo; se conminó con penas severísimas al que imprudentemente produjera el menor ruido. De este modo, bajo la protección del silencio y de las sombras, realizose el prodigio de que antes de amanecer hubiera desfilado ya la muchedumbre armada, incluso la Artillería y los convoyes, por delante de las posiciones de Villatuerta, sin que los realistas sospechasen siquiera lo que ocurría en el campo liberal.”
Las compañías del Regimiento de Zamora, que formaban parte del 1er Cuerpo del Ejército, habían permanecido hasta las nueve de la noche en las posiciones de Arandigoyen, tal y como se les había ordenado. A las doce de la noche el general Rosell llegó a Villatuerta, donde dos horas más tarde se recibió una carta manuscrita a lápiz del general Echagüe en la que se comunicaba la muerte del Marqués del Duero y que añadía: “Para proteger nuestra retirada el general Rosell deberá ocupar las alturas de Villatuerta y no las abandonará hasta nuestro paso”.

En cuanto las tropas de Rosell ocuparon sus posiciones y las de Melitón Catalán las suyas en Arandigoyen, la artillería empezó a cañonear los altos de toda la línea para que el enemigo no saliera de sus trincheras. Una vez más los soldados del Regimiento de Zamora se convieron en protagonistas de la escena: “El convoy, aunque dificultado por el estado  del camino de travesía desde Murillo a la carretera vieja de Oteiza, a causa de la abundante lluvia del día anterior, pudo ir llegando a aquel último punto, cubriendo el trayecto la división Catalán, que tuvo que sostener un nutrido fuego y rechazar los ataques del enemigo tanto por la parte de Arandigoyen como por la de Villatuerta. […] Fue notable sin duda aquella retirada, con inmenso convoy, desfilando después majestuosamente por malos caminos, ante un enemigo no despreciable, conteniéndole de posición en posición, desplegando batallones y haciendo fuego por escalones y en masa.”

En ese punto, vuelvo a la narración de don Benito: “Ya era día claro y nos aproximábamos a Oteiza cuando los carlistas se dieron cuenta del fúnebre desfile. Tarde conoció el enemigo su engaño, y fue inútil cuanto intentó para molestar a nuestras tropas. Las columnas delanteras donde iba el furgón mortuorio avivaron el paso. Las de retaguardia, combinadas con las fuerzas de Rosell y de Reyes, tomaron posiciones y contuvieron el tardío movimiento de los soldados de Dorregaray, retirándose después por escalones con el orden más perfecto. No se perdió ni un hombre, ni un fusil, ni un cañón, ni una acémila, ni un carro del convoy: la retirada dispuesta por Echagüe en Abárzuza fue una brillante aunque triste página militar. En las encarnizadas acciones del día 27, las bajas del Ejército de Concha habían sido: 121 oficiales y 1.300 individuos de tropa fuera de combate, más 268 extraviados y prisioneros.”

El general Echagüe se lo expreso asó al Ministro de Guerra: “No se ha perdido nada del material de artillería, ni un solo carro de los 200 que traje desde Murillo, ni una sola acémila de las 2.000 que seguían en el ejercito, ni una res de las 250 que se llevaban para abastecerlo”

Un día más tarde, el 29 de junio, la 2ª División del 1er Cuerpo se situó en Lárraga. El soldado de segunda Antonio López Martín había dejado atrás su segunda batalla que, como la primera, había acabado con una derrota dolorosa. Sólo habían transcurrido cuatro meses desde su alistamiento en el ejército, pero ya había tenido que afrontar difíciles peripecias. Derrotado, pero vivo, al tatarabuelo aún le quedaban dos años de guerra por delante. 

El siguiente número de La Ilustración Española y Americana recoge en su edición una noticia: “La muerte del general Concha ha sido la nube más densa y triste que ha enturbiado el horizonte nacional estos días. Azotados por el vendaval, calados por la lluvia, agarrotados por el lodo, nuestros bravos soldados avanzaban a través de una granizada mortífera de proyectiles”. Anunciaba también “el viaje para ponerse al frente de las tropas del ministro de la Guerra, general Zabala”

06 agosto, 2013

La batalla de Monte Muro V. La muerte del General Concha.

Al atardecer del 27 de junio de 1874 los soldados liberales intentaron por segunda vez la toma de Monte Muro, pero “cubiertos de lodo y rendidos de cansancio, se vieron súbita y rudamente atacados a la bayoneta por las fuerzas carlistas” según nos describe el Tomo II de Los Anales de la Guerra Civil que continúa la descripción: “El momento era supremo, y nadie medía la distancia ni se ocupaba del peligro común. Con la vista fija en el cerro de enfrente, y envueltos humo denso, era imposible seguir el movimiento de las tropas. Se tocó alto al fuego de la artillería y disipada la niebla, vimos aparecer por la cresta de Muru masas compacta de carlistas, que avanzaban sobre los bravos soldados, obligándoles a retroceder hasta la cañada. Volvió la artillería a destrozar trincheras y á causar bajas al enemigo, pero sin contener su ataque, que era brusco, sostenido y ordenado. Nuestros oficiales, nuestros jefes y nuestros brigadieres y generales estaban allí alentando á todos; los ayudantes iban y venían para trasmitir órdenes; el Estado mayor corría á través del fuego y dejaba a alguno de sus individuos muerto ó herido en el campo.”



Las palabras de Galdós también nos relatan los hechos: “Los treinta cañones empleados en la altura escupían a torrentes la mortífera metralla. Concha, con gesto de rabia y ronco acento imperioso, daba órdenes y más órdenes. La formidable Artillería logró al fin contener el ímpetu de los valientes realistas, obligándolos a buscar el refugio de sus trincheras. Por segunda vez treparon nuestros soldados con increíble arrojo por las fragosidades de Murugarren y Muru, y de nuevo fueron atajados en su avance. Descompuestos retrocedieron hasta la carretera. Pero los cañones, vomitando fuego, pusieron nuevamente a raya a los bravos batallones de don Carlos.”
Colina que sube a Monte Muro
La situación era crítica para los soldados republicanos que se retiraron hacia la carretera, donde el coronel Castro consiguió reunir los restos de los batallones junto a las tropas de reserva. Hacia allí se dirigió a las siete de la tarde el general Concha. Su ejército, diseminado y batido con dureza desde las trincheras carlistas, corría además el riesgo de perder la cobertura de la artillería, que comenzaba a quedarse sin munición. En ese instante desesperado, el jefe del ejército decidió ponerse al frente de las tropas de vanguardia que iban a intentar el tercer ataque sobre Monte Muro. Cuando llegó junto al arroyo Iranzo concentró las fuerzas que allí quedaban en una sola columna y comenzó a ascender.

La obra Relación histórica de la Última Campaña  del Marqués del Duero nos describe el momento: “Al llegar al puentecillo, el general en jefe se separó de la carretera hacia la derecha y, pasando junto a un grupo de chopos que crecen en la margen del arroyuelo, comenzó a ganar la pendiente accidentada. Ya a la mitad de ella, era imposible la subida a caballo y el general Concha y su comitiva echaron pie a tierra, dejando los caballos reunidos en una ligera inflexión del terreno, algo resguardada del fuego de flanco que los carlistas haciéndose la parte de Murugarren. No iba escolta alguna para el cuartel general y los caballos quedaron sueltos, bajo la vigilancia del asistente del general. Poco antes de llegar a la meseta, coronadas trincheras que para su defensa habían abierto los carlistas, mandó detenerse a los que le acompañaban.”

Don Benito Pérez Galdós adorna así la narración: “Cansado de esperar a los batallones del General Reyes, se decidió Concha a intentar el esfuerzo supremo. Dejó los tres Regimientos de Caballería en la altura donde estaban emplazados los cañones, para que protegiesen esta posición y aseguraran el flanco derecho. Llevose consigo los dos batallones de Infantería y con ellos se unió a los diez y ocho que acababan de reconcentrarse. Al frente de estas fuerzas se lanzó al asalto, cuando ya el sol, enrojeciendo las nubes de Occidente, se hundía en el horizonte. Arreció el combate con creciente furia. Las tropas de Reyes no llegaban. Concha enviábale de continuo órdenes apremiantes para que acudiera pronto en apoyo de sus movimientos. Y decidido a jugar el todo por el todo, ascendió al frente de sus tropas hacia las trincheras carlistas.” 

Cuando llegó a cincuenta metros de las trincheras carlistas, viendo que se acercaba la noche y que no había recibido los refuerzos necesarios para mantener el ataque, decidió posponer las operaciones para el día siguiente. Regresamos a la novela galdosiana: “La artillería continuaba teniendo a raya a los carlistas, que ya no se atrevían a salir de sus trincheras. El avance de Concha fue tan rápido que llegó a cincuenta metros del enemigo cuando aún no se le habían incorporado los batallones del General Reyes. Por falta de este apoyo no se pudo dar fin y remate al supremo esfuerzo. A las siete y media de la tarde, Concha no tuvo más remedio que aplazar el ataque definitivo, dando por frustrada en aquel día la operación. Empezó a descender, dirigiéndose con los demás Jefes a donde aguardaban los caballos.”

No muy lejos de allí se encontraban los soldados del Regimiento de Zamora, como queda reflejado en la obra Relación histórica de la Última Campaña  del Marqués del Duero: “Entretanto, el Coronel Castro que dirigía la reserva, creyendo hace más eficaz su acción con apoyar la marcha del General por su flanco derecho, ganaba la altura por una inflexión de la montaña, donde no experimentaría los efectos de la fusilería enemiga hasta ponerse ya muy cerca de las trincheras que iba a atacar. Y con efecto, ya asomaba a la cumbre y se disponían las parejas de guerrilla, que iban a la cabeza, a romper el fuego, cuando después de de nutridas y mortíferas descargas de los que defendían las trincheras, les asaltó una masa de infantería navarra para lanzarse sobre nuestros soldados a la bayoneta y con una espantosa gritería”

De nada serviría ya el último esfuerzo. En ese preciso instante se producía el fatal hecho que iba a cambiar la batalla: la muerte del general Concha: “Le acercó el caballo y los situó de través con la pendiente a fin de que el general lo montase mejor; y, al cruzar éste la pierna derecha para dejarla descansar en el estribo, una bala de fusil fue a atravesarle el pecho derribándole sobre la espalda derecha del caballo sin que bastasen apenas las fuerzas del criado, que quiso recogerlo en brazos, para amortiguar el terrible golpe de su caída en tierra”.

Capitán Grau y el Teniente de Húsares Montero trasladan el cadáver del General Concha
Galdós novela el momento con gran maestría:
Las voces de Tordesillas acudieron los que estaban más próximos. El cuerpo del General en Jefe cayó en tierra. Tal fue la consternación y el espanto de los primeros espectadores de la terrible escena, que todos quedaron un momento mudos. Los ayudantes de Concha, creyendo que aún vivía el caudillo, le desabrocharon el impermeable y levita, haciendo saltar botones y rasgando ojales. Nada vieron que no indicase la seguridad de una muerte instantánea. Pronto se formó un grupo espeso en el cual nadie osaba determinar cosa alguna. ¿Qué pensar, qué decir, qué hacer...?
Por fin, entre los ayudantes y Tordesillas discurrieron lo único práctico en trance tan fatídico. Ante todo urgía apartar de allí el cadáver. Con gran trabajo, por la pesadumbre del recio cuerpo exánime, colocaron éste sobre un caballo y sigilosamente fue conducido al pueblo de Abárzuza, evitando que las tropas pudieran darse cuenta de la catástrofe. La triste caravana, fatal término y desenlace de un acto militar que debió ser glorioso, deslizábase furtiva por los campos como una decepción horrenda, o una burla del Destino que quiere sustraerse a la mirada humana, y aun a los ojos de la Historia. La media luz crepuscular, alumbrando este paso solemne y medroso, daba a la escena la intensa melancolía de las grandezas caídas súbitamente en los abismos de la nada.

Muerte del Marqué de Duero
Finalmente llegaron a Abarzuza, desde donde el general Echagüe dirigió sin pérdida de tiempo al ministro de la Guerra el siguiente despacho telegráfico: “General en jefe interino al ministro de la Guerra. Ejército rechazado. General en jefe muerto. Pérdidas sensibles. Me ocupo en levantar la moral de las tropas, mientras llega mi relevo. Padezco mucho. Echagüe.”

Gloriosa Muerte del Marqué de Duero


Desconozco la posición que ocupaba el soldado de segunda Antonio López Martín. Quizá formaba parte de una de las cinco compañías del Regimiento de Zamora que avanzaban con las tropas de reserva, muy cerca de Concha en el momento de su muerte. O tal vez aún permanecía en Arandigoyen. En ambos casos, al tatarabuelo  le esperaba una noche muy dura, una madrugada muy larga…