Si hay un escritor que aparezca omnipresente,
por encima de los demás, en los manuales de narrativa o en las escuelas de
escritura es Gustave Flaubert. Hace unas
semanas quedé prendado de Madame Bovary. Confieso que tenía cierta reticencia a
leer la historia que narra los amores adúlteros de una fantasiosa burguesa del
siglo diecinueve. Y es que los prejuicios siempre resultan inevitables, también
a la hora de seleccionar los libros que despiertan nuestro interés. Pero un
aprendiz de escritor no debe tenerlos y menos con esta novela.
Mientras la escribía, Flaubert mantuvo
correspondencia con su amante, Louise Colet y en sus cartas le describe el
sufrimiento tan profundo que le significaba el proceso de su escritura. Muchos
años más tarde, un joven Vargas Llosa devoró la novela en un hotel de París y
acabó recogiendo su apasionado disfrute de lector en un libro titulado La orgía
perpetua. Para aprender sobre literatura no hay nada mejor que leer, al mismo
tiempo y de forma entrelazada, esas tres obras.
Como dijo el escritor peruano: “que los pensamientos y los sentimientos en
la novela parecieran hechos, que pudieran verse y casi tocarse no sólo me
deslumbró: me descubrió una predilección profunda.” Y esa pasión por la
literatura le llevó a afirmar que “un
puñado de personajes literarios han marcado mi vida de manera más durable que
buena parte de los seres de carne y hueso que he conocido.” De entre todos
ellos se acuerda de unos pocos y destaca, por encima de ellos, a Emma Bovary.
Si un aprendiz inquieto se fija con
detalle, puede encontrar en esta novela decenas de pasajes donde aprender el
oficio de escritor. Ahora apostaría a que Vargas Llosa aprendió en la escena a varias
voces de los comicios, donde el elegante provinciano Rodolphe seduce por
primera vez a Emma con una facilidad que hace sufrir al lector, mientras suenan
al fondo los mítines políticos, esa maravillosa mezcla de diálogos entrelazados
con el que arranca su Pantaleón y las visitadoras, uno de los libros más
maravillosos que existen porque consigue esconder al narrador y que nos
adentremos entre sonrisas en la historia.
Es en la escena en la que Madame
Bovary vuelve a ser seducida por segunda
vez, nuevamente con una torpeza irritante por parte ahora del mediocre pasante
León, donde se mejor se plasma el silencio de la narración, el que permite que la
acción se desarrolle mucho más en la imaginación del lector de lo que podría
hacerse si lo contara de forma explícita su autor. Así, conocemos, por un brazo
desnudo que aparece entre las cortinillas del carruaje de alquiler, la pasión
que está transcurriendo en su interior, mientras se suceden sin parar las
calles y las avenidas de Rouen durante varias horas.
Es en la velocidad que Flaubert le
imprime al suicidio de Emma, una velocidad que contrasta con el tiempo
circular, lento, provinciano y burgués de una vida insípida, que nos acompaña
buena parte de la narración, donde descubrimos que la señora Bovary no es sólo
otro personaje quijotesco consumido por la imaginación de las novelas, sino un
ser demasiado sensible para enfrentarse a una realidad tan triste y tan actual:
las deudas que la llevan a perder su casa y a poner de manifiesto todas sus
mentiras. Porque, a fin de cuentas, esta novela si trata de algo es de los
deseos más tópicos de cualquier mortal: salud, dinero y amor. Y cuanto más se
engaña Emma y más cerca se cree de conseguir sus objetivos, más lejos se
encuentra y su sufrimiento, que también es el de Flaubert mientras los escribe,
acaba por atraparnos.
Fue al leer una respuesta sobre Madame
Bovary en mitad de una entrevista que le hicieron a Ian McEwan cuando descubrí
cual era el motivo de mi desapego por su novela Chesil Beach, de la que todos
contaban maravillas. El escritor inglés afirmaba no entender por qué
Flaubert lloraba de forma desconsolada
mientras mataba a su protagonista con arsénico. Fue cuando entendí que Chesil
Beach es casi una obra maestra porque consigue introducir al lector en la mente
de los personajes. Y digo casi porque, en mi opinión, esa maravilla se queda a
medias, ya que en ningún momento llegamos a rozarles el corazón y, al menos yo,
me quedé igual de frígido que su protagonista después de leerla.
Creo que de nada sirve llegar al
cerebro de los personajes si en ningún momento podemos adentrarnos en sus
corazones. Yo amo a los escritores que se desbordan por los sentimientos, que
consiguen que sus novelas sean una orgía de palabras, esa orgía perpetua de la
que nos habla Mario Vargas Llosa, que se produce, por ejemplo, en la escena de
la ópera en la que, después de ver la entrada del matrimonio Bovary en el
edificio, de observar al público expectante, a los músicos que ensayan los
últimos acordes, a los instrumentos que se afinan, nos perdemos a través de lo
que ocurre en el escenario dentro del corazón de Emma con un cambio progresivo
de encuadre que sólo está a la altura, no sé ya si del genio o del sufrido
empeño, de Flaubert.
Y he dejado para el final el magnífico
principio. Podría parecer de entrada, nada más leer el título, que Madame
Bovary estará omnipresente a lo largo de toda la novela, pero no es más que el
personaje principal rodeado de otros maravillosos. Yo aún me pregunto a quien
pertenece esa voz imposible que es testigo en primera persona de la llegada del
torpe niño Charles Bovary a una escuela provinciana, la que nos cuenta su vida
mediocre en las páginas del primer capítulo, la que retrasa la aparición de Emma
con las que luego nos quedaremos, pero nunca a solas porque siempre nos
acompañará el rapaz y odiable comerciante Llereux, el ilustrado boticario Homais,
ansioso de reconocimiento, el cojo Hippolyte del que sólo al final sabremos que
era el único que realmente la amaba y siempre con esa maestría en el paso de
las escenas y de los personajes que Flaubert dominaba como nadie
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