20 marzo, 2012

La música es maravillosa cuando se ve.


A menudo asociamos una emoción a un único sentido, pero cuando lo disfrutamos con todos ellos es mucho más intensa. La música es maravillosa cuando podemos verla.

En mi memoria se pierde la penúltima vez que escuché en directo un concierto de música clásica. Hace tantos años que su recuerdo es muy borroso ―de hecho creo que es una experiencia que sólo he disfrutado en un par de ocasiones―, pero la que no olvidaré es la última. El domingo pasado fui al Auditori de Barcelona. Me acompañaban mi hija Paula, de seis años, mi mujer Laura y una amiga, que venía también con sus dos niñas pequeñas. Desde el lateral de la tercera fila de la platea la música se puede ver y la experiencia es maravillosa, muy diferente a los asientos más económicos del gallinero, que voy recordando conforme escribo. Gracias a la Escola de Música a la que va mi hija, el precio de las entradas fue cinco veces más barato que el oficial de la taquilla y pudimos acceder a uno de esos lujos que deberían estar al alcance de todos, una de esas experiencias que nos vamos perdiendo, sin darnos cuenta, en el trajín del quehacer cotidiano y que son las que le de verdad dan sentido a la vida.

La música es maravillosa cuando podemos verla: el orden, las disposición jerárquica de los músicos; los diferentes tonos de las maderas de los instrumentos de cuerda, curiosamente más oscuros cuanto más grandes, en una gradación que pasa por los violines, violas, violonchelos y contrabajos; el brillo dorado de los timbales, que me recuerda a los que tenían las cacerolas de cobre en las cocinas antiguas; los zapatos acharolados, brillantísimos, del director de la orquesta; los movimientos de su batuta; o el de los arcos de los violinistas que, de repente, se tensan sobre los asientos y lo acercan a las cuerdas, avisando así de la proximidad de una apoteosis de sonidos; las diferentes posturas que toman los cuerpos, mientras una violinista se deja caer en la silla y sólo apoya los tacones de los zapatos negros en el suelo, otra inclina todo el torso hacia adelante, descargando el peso de sus piernas entreabiertas en el parquet; las manos de los músicos pasando con rapidez las páginas de las partituras, llenas de fusas y corcheas; las rozaduras negras de las suelas de la pianista en el lugar exacto donde pisa con fuerza las pedales, su cara de concentración y de placer, el reflejo de sus dedos volando por las teclas que se dibuja en el interior de la tapa del piano, a medio abrir para que salgan mejor los sonidos y, de paso, se vean vibrar las cuerdas y moverse las palancas de madera; los gestos concentrados de los intérpretes que esperan atentos su turno mientras escuchan a los compañeros; la ceremonia de los saludos, los músicos destacados que se levanta a agradecer el requerimientos que les hace el director con la punta de la batuta; las sonrisas ante los aplausos, las felicitaciones; las inclinaciones de cabeza cada vez que, obligados por el público, regresan al escenario…


Maurice Ravel 1.875 - 1.937

La música es maravillosa cuando podemos verla. El plato fuerte de la mañana parecía ser la Sinfonía Linz de Mozart que cerraba el programa, de la que más tarde supe que el genio la compuso en apenas cuatro días. También descubrí que el Teatro Bolshoi de Moscú se inauguró con la obra de un músico catalán: la Suite del ballet de La Cenicienta de Ferran Sor, que abrió la jornada, pero con el que me quedé boquiabierto fue con el Concierto para piano y orquesta en Sol Mayor de Ravel. Con Mozart los músicos no cesaban, las baquetas de los instrumentos de cuerda se movían en un continuo ir y venir, con la participación de todos los instrumentos de viento, tanto de metal como de madera, en permanente agitación. En cambio con Ravel llegaron las pausas, las  esperas. Se inició de súbito con el sonido de una fusta, que semejaba el golpe de un látigo, y unos arpegios continuados que me recordaban sonidos populares españoles. En el segundo movimiento, el Adagio Assai, se produce un diálogo maravilloso: el piano y el corvo inglés se susurran durante un buen rato mientras van entrando despacio los violines. Y ahí se nota la cadencia del jazz. Ravel compuso esta obra después de una exitosa gira por los Estados Unidos, donde conoció a Gershwin. Lo hizo al final de su carrera, poco tiempo antes de que una enfermedad neurológica, que le costaría la vida, empezara a mostrar sus primeros síntomas. Fue en ese instante, mientras hablaba el piano, en el que yo me pregunté cómo era posible que nunca antes hubiera oído esa maravilla.

La música es maravillosa cuando se ve.

Concierto para piano y orquesta en Sol Mayor.

Movimiento 1. Allegramente: 
http://www.youtube.com/watch?v=A5yETp8Ho50 
Movimiento 2. Adagio Assai: 
http://www.youtube.com/watch?v=o2BNDEVmCPA&feature=related
Movimineto 3. Presto:
http://www.youtube.com/watch?v=yeJnnyUnjAo&feature=related

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