En
el momento en que abrí la primera página de El
lector de Julio Verne yo ya estaba rendido de antemano, predispuesto a
disfrutar con la última novela de Almudena Grandes. Me lo habían regalado por
mi cumpleaños, apenas tres días después de que saliera publicada. Al igual que
Nino, su protagonista, yo devoré, en el principio de mi adolescencia, todos los
libros de Verne que llegaron a mis manos, los pocos que me regalaron y los
muchos que tomé prestado de las bibliotecas públicas. Sus historias llenaron de
aventuras aquellos años tanto como otras, igual de fantásticas, que me contaban
mis tías en las cocinas, al calor de las cacerolas y las ollas. Pero sus
narraciones no hablaban de islas lejanas, de expediciones a lugares remotos,
tampoco transcurrían en paisajes pintorescos, en veleros o en globos
aerostáticos. Las que contaban mi familia, las que se habían transmitido de
forma oral a lo largo de generaciones, había transcurrido en las provincias de
Granada y Málaga, pero por ellas también se movían pérfidos villanos, héroes
imposibles, humildes y aventuras fantásticas. En ellas siempre veía a mi abuela
María frente al pelotón de fusilamiento, embarazada de ocho meses, negándose a
revelar el escondite de su marido y de sus compañeros, los Quero, que se habían
echado al monte después de la guerra.
Es
por eso que El lector de Julio Verne
me evoca tantos sentimientos y una cercanía hacia los personajes que no podré
encontrar en otras novelas. No obstante, más allá de mi rendición, tengo que
decir que es un libro magnífico, disfrutado página a página. Almudena despliega
una capacidad narrativa que atrapa desde el principio y de la que ya es
imposible escaparse. He devorado sus capítulos con la misma ansia con la que
seguía a los hijos del capitán Grant a lo largo del paralelo 37, con el mismo
misterio con el que buceaba en la mente del capitán Nemo, con esa lectura
frenética que sólo desea saber cómo va a acabar la historia de unos personajes
maravillosos. Es casi imposible no enamorarse de Pepe el portugués, que, cómo
John Silver el largo en La isla del tesoro, guarda una personalidad escondida,
que se intuye con claridad desde el principio, se consolida a lo través de
muchos indicios, pero no se confirma hasta que Nino llega al final del libro de
Stevenson y entiende por fin la ambigüedad de su amigo
Como
aprendiz de escritor sé lo difícil que es encontrar la voz narradora desde la
que contar la historia, una voz creíble que conduzca al lector por todos los
caminos y vericuetos. Cuando esa voz es la de un
niño de once años, la dificultad se agiganta, necesita un ejercicio constante
de foco porque, en todo momento, debe pensar, mirar, actuar como un niño y
Nino, al borde casi de su adolescencia, entra en el aprendizaje de la vida de
la mano de el Portugués sin que, en ningún momento, chirríe su edad.
Otro
aspecto a destacar de El lector de Julio
Verne es el punto de vista múltiple desde el que aborda la trama. Se trata
de una narración sobre el maquis, sobre los hombres que se echaron al monte
después de la guerra, pero la vemos a través de los ojos de Nino, un hijo de
guardia civil. Gracias a su mirada, que evoluciona de forma continua, nos
acercamos mejor a las contradicciones, a una lucha en la que los dos bandos comparten
las mismas miserias, parecidos miedos, donde los verdugos no siempre tienen
capacidad de elegir y a veces descargan su brutalidad no sólo por motivaciones
políticas sino también a causa de sus inmensas frustraciones.
Una
de las escenas que más me ha
impresionado ocurre precisamente cuando, en una de las noches de espanto
que se producen entre las paredes del cuartel -las paredes que no pueden
esconder los sufrimientos, ni ahogar los gritos- Nino le canta a su hermana una
canción para que la pequeña no oiga lo que sucede en la habitación contigua. El
intento es inútil porque entre las estrofas de la misma se oye el dolor de los
detenidos, la sinrazón de su tortura.
He
leído y oído algunas entrevistas que le han hecho a Almudena en los últimos
días. En ellas insiste en la importancia de los motes para construir el
universo donde se desarrolla esta obra. En sus páginas finales agradece que
algunos amigos aportaran la mayoría de ellos como Fingenegocios, Putisanto y Burropadre,
todos logrados, extraídos de la realidad, que le han ayudado a construir
algunos de los personajes. Pero aunque no hay ningún personaje grande que no
tenga un gran nombre, creo que la dificultad no estriba sólo en encontrarlos,
sino en hacerlos hablar y que resulten creíbles, que se ajusten a los hombres y
mujeres de un pueblo de Jaén que viven en la grisura de la posguerra en los
años cuarenta. Algo que la escritora consigue a través de unos diálogos maravillosos.
No hay nada más difícil que escribir un buen diálogo, que resulte natural,
interesante para acompañar a la historia, que aporte detalles que sólo la voz
directa, desnuda de los protagonistas puede contar. Confieso que he aprendido
mucho con los de esta novela.
Si
en ella hay un acierto a destacar por encima del resto, es la que gestión de
las anticipaciones a lo largo de la trama. Al igual que en el cuento de Hansel
y Gretel, nos va dejando un reguero de migas de pan ante el que sólo podemos
continuar. Apunta pequeños detalles que deja en suspenso, pendientes de un
hilo, siempre presentes, para contarnos los que encierran sólo unas páginas más
adelante. De esa forma, el lector pica una vez y otra en el anzuelo y hace que
esta sea un libro que resulta muy difícil dejar de leer.
Al
acabar la última página, volvieron a mi mente las historias de los Mitaíllas -mi
familia también tenía un apodo-, y los
montes de la Sierra Sur de Jaén dieron paso al Barranco del Abogado de Granada,
Cencerro y sus hombres se transformaron en los hermanos Quero, con los que iba
mi abuelo, y las vidas de las mujeres que les ayudaron se hicieron realidad,
aunque, por desgracia, los guardias civiles tenían menos escrúpulos que muestran
los que aparecen en El lector de Julio
Verne. Sus humildes protagonistas, en cambio comparten la misma grandeza,
la que tienen los héroes improbables, los que nunca pensaron que se verían
obligados a enfrentarse a acontecimientos tan duros y encontraron la suficiente
dignidad para afrontarlos. Pero ésa es otra historia, otra novela, la que sigo
escribiendo desde hace más de dos años con la esperanza, la ilusión de que
algún día pueda llegar a existir y encontrar lectores que disfruten con ella
tanto como yo he disfrutado con la última obra de Almudena Grandes.
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