18 marzo, 2012

Las maravillosas narraciones de la adolescencia


En el momento en que abrí la primera página de El lector de Julio Verne yo ya estaba rendido de antemano, predispuesto a disfrutar con la última novela de Almudena Grandes. Me lo habían regalado por mi cumpleaños, apenas tres días después de que saliera publicada. Al igual que Nino, su protagonista, yo devoré, en el principio de mi adolescencia, todos los libros de Verne que llegaron a mis manos, los pocos que me regalaron y los muchos que tomé prestado de las bibliotecas públicas. Sus historias llenaron de aventuras aquellos años tanto como otras, igual de fantásticas, que me contaban mis tías en las cocinas, al calor de las cacerolas y las ollas. Pero sus narraciones no hablaban de islas lejanas, de expediciones a lugares remotos, tampoco transcurrían en paisajes pintorescos, en veleros o en globos aerostáticos. Las que contaban mi familia, las que se habían transmitido de forma oral a lo largo de generaciones, había transcurrido en las provincias de Granada y Málaga, pero por ellas también se movían pérfidos villanos, héroes imposibles, humildes y aventuras fantásticas. En ellas siempre veía a mi abuela María frente al pelotón de fusilamiento, embarazada de ocho meses, negándose a revelar el escondite de su marido y de sus compañeros, los Quero, que se habían echado al monte después de la guerra.

Es por eso que El lector de Julio Verne me evoca tantos sentimientos y una cercanía hacia los personajes que no podré encontrar en otras novelas. No obstante, más allá de mi rendición, tengo que decir que es un libro magnífico, disfrutado página a página. Almudena despliega una capacidad narrativa que atrapa desde el principio y de la que ya es imposible escaparse. He devorado sus capítulos con la misma ansia con la que seguía a los hijos del capitán Grant a lo largo del paralelo 37, con el mismo misterio con el que buceaba en la mente del capitán Nemo, con esa lectura frenética que sólo desea saber cómo va a acabar la historia de unos personajes maravillosos. Es casi imposible no enamorarse de Pepe el portugués, que, cómo John Silver el largo en La isla del tesoro, guarda una personalidad escondida, que se intuye con claridad desde el principio, se consolida a lo través de muchos indicios, pero no se confirma hasta que Nino llega al final del libro de Stevenson y entiende por fin la ambigüedad de su amigo

Como aprendiz de escritor sé lo difícil que es encontrar la voz narradora desde la que contar la historia, una voz creíble que conduzca al lector por todos los caminos y vericuetos. Cuando esa voz es la de un niño de once años, la dificultad se agiganta, necesita un ejercicio constante de foco porque, en todo momento, debe pensar, mirar, actuar como un niño y Nino, al borde casi de su adolescencia, entra en el aprendizaje de la vida de la mano de el Portugués sin que, en ningún momento, chirríe su edad.

Otro aspecto a destacar de El lector de Julio Verne es el punto de vista múltiple desde el que aborda la trama. Se trata de una narración sobre el maquis, sobre los hombres que se echaron al monte después de la guerra, pero la vemos a través de los ojos de Nino, un hijo de guardia civil. Gracias a su mirada, que evoluciona de forma continua, nos acercamos mejor a las contradicciones, a una lucha en la que los dos bandos comparten las mismas miserias, parecidos miedos, donde los verdugos no siempre tienen capacidad de elegir y a veces descargan su brutalidad no sólo por motivaciones políticas sino también a causa de sus inmensas frustraciones.

Una de las escenas que más me ha impresionado ocurre precisamente cuando, en una de las noches de espanto que se producen entre las paredes del cuartel -las paredes que no pueden esconder los sufrimientos, ni ahogar los gritos- Nino le canta a su hermana una canción para que la pequeña no oiga lo que sucede en la habitación contigua. El intento es inútil porque entre las estrofas de la misma se oye el dolor de los detenidos, la sinrazón de su tortura.

He leído y oído algunas entrevistas que le han hecho a Almudena en los últimos días. En ellas insiste en la importancia de los motes para construir el universo donde se desarrolla esta obra. En sus páginas finales agradece que algunos amigos aportaran la mayoría de ellos como Fingenegocios, Putisanto y Burropadre, todos logrados, extraídos de la realidad, que le han ayudado a construir algunos de los personajes. Pero aunque no hay ningún personaje grande que no tenga un gran nombre, creo que la dificultad no estriba sólo en encontrarlos, sino en hacerlos hablar y que resulten creíbles, que se ajusten a los hombres y mujeres de un pueblo de Jaén que viven en la grisura de la posguerra en los años cuarenta. Algo que la escritora consigue a través de unos diálogos maravillosos. No hay nada más difícil que escribir un buen diálogo, que resulte natural, interesante para acompañar a la historia, que aporte detalles que sólo la voz directa, desnuda de los protagonistas puede contar. Confieso que he aprendido mucho con los de esta novela.

Si en ella hay un acierto a destacar por encima del resto, es la que gestión de las anticipaciones a lo largo de la trama. Al igual que en el cuento de Hansel y Gretel, nos va dejando un reguero de migas de pan ante el que sólo podemos continuar. Apunta pequeños detalles que deja en suspenso, pendientes de un hilo, siempre presentes, para contarnos los que encierran sólo unas páginas más adelante. De esa forma, el lector pica una vez y otra en el anzuelo y hace que esta sea un libro que resulta muy difícil dejar de leer.

Al acabar la última página, volvieron a mi mente las historias de los Mitaíllas -mi familia también tenía un apodo-, y  los montes de la Sierra Sur de Jaén dieron paso al Barranco del Abogado de Granada, Cencerro y sus hombres se transformaron en los hermanos Quero, con los que iba mi abuelo, y las vidas de las mujeres que les ayudaron se hicieron realidad, aunque, por desgracia, los guardias civiles tenían menos escrúpulos que muestran los que aparecen en El lector de Julio Verne. Sus humildes protagonistas, en cambio comparten la misma grandeza, la que tienen los héroes improbables, los que nunca pensaron que se verían obligados a enfrentarse a acontecimientos tan duros y encontraron la suficiente dignidad para afrontarlos. Pero ésa es otra historia, otra novela, la que sigo escribiendo desde hace más de dos años con la esperanza, la ilusión de que algún día pueda llegar a existir y encontrar lectores que disfruten con ella tanto como yo he disfrutado con la última obra de Almudena Grandes.



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