Pasan las semanas, los meses y las páginas se van llenando muy lentamente de palabras, de tachaduras que muestra cierta frustración. En la libreta negra las frases se retuercen, las ideas se dispersan, mientras el vagón del cercanías se llena de rostros somnolientos, a los que la mañana aún no ha despertado o la terraza de la cafetería se va llenado de primavera con el café de la comida. Esos son los paisajes imposibles de mi escritura. Luego la dura pantalla del ordenador va mostrando su crítica fría, tratando de domar un desorden que nunca discurre por el camino deseado. La tinta, fría, limpia, pulcra que arroja la impresora simula algo parecido a ese texto deseado, pero, horas más tarde, la decepción vuelve a mostrar los errores ocultos, aquellos que el tamiz de la inspiración, desbordada en el lugar más inesperado, no supo controlar en un primer momento. La desilusión retorna con las sucesivas lecturas, que arrojan una luz sobre aquel adjetivo que no encaja, sobre ese sustantivo que se repite como un testigo pesado que aparece por cualquier esquina para recordarme todas mis incapacidades.
Cuando hablamos, a veces las palabras se nos quedan en la punta de la lengua. Cuando escribo se pierden por los diccionarios, mutándose en sinónimos que no siempre funcionan, que no aportan el matiz exacto que andaba buscando. Durante meses he ido leyendo libros, he tratado de robar palabras a los maestros, como si se tratasen ladrillos dispersos que fueran a servirme a mí para construir un muro distinto, pero igualmente sólido. Siempre pensé que hay palabras especiales, que encierran en sí mismas, no sólo un significado, sino una forma que despliega una pequeña dosis de magia, una sonoridad que facilita su encaje, dinamizando unos párrafos que se van cansando por el camino. Hay palabras en las que no se puede mostrar la sonoridad de mi infancia: cañadulce, desnortado, desmayado sonaban muy diferentes en el acento de la Málaga de mis diez años. También de aquella época resucitan palabras olvidadas: jábega, cenacho, panocha que regresan del túnel oscuro donde las perdió el tiempo. El lector, si es que algún día hay algún lector, no llegará nunca a ver todo lo que para mí significan, el cariño íntimo con el que no sé si la vanidad de la inspiración o el recuerdo las va arrojando a esa orilla, donde naufrago cada vez que intento sentirme escritor.
En ese aprendizaje se va adquiriendo cierto oficio que no siempre basta para encontrar la voz adecuada desde la que contar la historia, la distancia necesaria para enfocar los hechos, para dibujar unos personajes que no aburran, que suenen diferentes en esos diálogos que nunca me suenan como yo quiero. Es en esos momentos de desasosiego cuando el azar me lleva a los estantes, me acerca a un libro cualquiera. Y detrás de aquella primera página se desencadena toda la magia que sólo alcanzan los elegidos. A veces es posible aprender de una envidia sana, pero se corre el riesgo de repetir la voz que otros ya utilizaron, de distorsionarla hasta convertirla en una mala caricatura. Aun así, la lectura siempre ayuda a desencadenar esas musas esquivas tan necesarias para escribir.
Las olas morirán en la orilla hasta el infinito. Detrás de cada lectura siempre aparece el riesgo de una decepción. Después de disfrutar de tanto sufrimiento llega ese instante dichoso en el que el objetivo ya no parece tan lejano, en el que la soberbia se conforma con ese sentimiento divino que ha permitido una creación.
Pasan las semanas, los meses y las visitas han ido aumentando. En mayo de 2.009 empecé a escribir en este blog. Cuatro meses más tarde empecé a contar las visitas. Llegaron a millar allá por principios de febrero del año pasado, en noviembre alcanzaron las cinco mil. Ahora que se han superado las diez mil, me sigue pareciendo maravilloso que sean tantas. Para celebrarlo ahí va otro pequeño fragmento de esa novela que sólo alcanza una veintena de páginas emborronadas
La espera de Feliciana había sido muy larga. Durante los primeros meses, tras la marcha de su marido, las incomodidades del embarazo se fueron agrandando tanto como su barriga, llenando los días de ocupaciones, que apenas le dejaron tiempo para preocuparse de otra cosa que no fuera el cuidado de sus hijas y del pequeño ser que iba creciendo en el interior de su vientre. Luego, con su cuarto alumbramiento, vino la alegría de dar a luz a un niño. Ella sabía que Antonio, después de haber esperado sin éxito a un varón y besar con resignación a cada una de las tres niñas arrugadas que había traído al mundo, rebosaría felicidad al enterarse. Por eso, en cuanto los entuertos del puerperio se lo permitieron, le escribió una breve carta dándole la noticia. “Se ha cumplido mi presentimiento. Esta vez te he dado un hijo. Como tú ya habías perdido la fe y te marchaste sin decir qué nombre te gustaría, le he puesto el tuyo. Sé que te hará feliz que un hombre pueda heredar tus apellidos y prolongarlos en las generaciones futuras” concluía su mensaje. La respuesta que recibió, más de siete semanas después, no dejó de sorprenderla. Antonio, que no acababa de creerse que el recién nacido fuera un varón, quería recibir una foto de su vástago completamente desnudo, donde se pudieran ver sus atributos masculinos. Insistió de tal manera en este punto, que a su mujer no le quedó más remedio que olvidarse de sus prejuicios, quitarle al retoño el faldón y los pañales delante del fotógrafo y darle el encargo tajante, a aquel hombre que la miraba con sorpresa, de que se le viera bien sus atributos masculinos para que así su padre pudiera quedarse por fin tranquilo.
Aquellas cartas le habían ido acompañando durante meses, portando las noticias deseadas, recordándole que su marido continuaba con vida a miles de kilómetros de distancia. A través de sus palabras podía leer la crónica de una guerra que no contaban los periódicos, que venía marcada por los pequeños detalles que el teniente intentaba destacar, pero también por aquellos silencios que a ella tanto le habían preocupado. Feliciana, tras dedicar las primeras horas de la tarde del domingo a las camisas del teniente, se dio cuenta de que ni siquiera el olor caliente de la plancha podía templar sus nervios. Por ello, decidió devolverlas debidamente emperchadas al armario y regresar de su cuarto con la vieja caja de hojalata donde guardaba los recuerdos de su ausencia. Fue colocando las cartas sobre la mesa de camilla según el orden cronológico que le marcaban los matasellos. Mientras veía como sus hijas continuaban con sus labores de bordado, decidió que no había mejor momento que aquel, en el que su llegada estaba tan próxima, para repasar los tres años en los que su marido había estado fuera del hogar, luchando en una guerra caribeña y lejana.
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