Yo fui un niño de una familia humilde. Me crié en un barrio obrero, uno de aquellos barrios que, a finales de los setenta y principios de los ochenta, estaba formado por familias trabajadoras. Aquellos hogares en los que las madres eran amas de casa y los padres trabajaban de fontaneros, camareros, mecánicos o en una fábrica. Bastantes de nuestros abuelos habían nacido en un pueblo del que aún hablaban y al que aún regresaban de vez en cuando, cargados de embutidos, frutas y cierta nostalgia. Estudié en una escuela, en un instituto y en una universidad públicos. Mi pasión por la literatura nació a partir de los libros que devoraba y que me prestaban en una biblioteca también pública. Mi familia durante muchos meses llegó con dificultades a final de mes gracias a los subsidios de desempleo de cobraba mi padre. Empecé a trabajar con él un verano cuando tenía sólo 15 años.Le ayudaba en su trabajo de camarero en un chiringuito de playa, en aquella época se llamaba merenderos. Gracias a esos trabajos de verano y a las becas que recibía del estado pude estudiar y llegar a acabar una carrera, creo que fui el primero en hacerlo de entre todos los de mi generación en mi familia. Entre todas las generaciones anteriores sólo otras dos personas lo habían conseguido antes. Pese a que cuando hablo con muchos de mis tías y de mis primos mayores, reconozco en ellos una gran capacidad intelectual, la gran mayoría de ellos sólo pudieron ser camareros, campesinos o amas de casa. Mi historia no tiene mérito. Muchos de mis amigos vivieron circunstancias similares a las mías, muchos de los que fueron niños hace ahora treinta años pueden sentirse identificados.
De todo eso me acordaba cuando no hace mucho tiempo, casi un 40% de mis ingresos, se los quedaba el estado en concepto de impuestos. Aunque era consciente de que parte del dinero que yo ganaba, con mi esfuerzo y mi trabajo, iba destinado a pagar coches oficiales, a financiar aeropuertos inútiles, a engrosar la comisión de algún político corrupto, creía entonces (y he seguido creyéndolo en todo momento) que la mayoría de ese dinero serviría para que en la casa de algún parado pudieran llegar a final de mes, para que un niño pudiera leer un libro en alguna biblioteca o para que arreglaran alguna carretera.
Recuerdo muy pocas cosas de mis estudios universitarios, pero hay un principio del Derecho Tributario que no olvidaré nunca: el principio de equidad. Viene a decir que los que más dinero ganan deben contribuir con sus impuestos en mayor medida que los que tienen recursos más bajos. Gracias, entre otras cosas a ese principio, yo podía estar ese día en un aula aprendiéndolo.
Algunos de los que se ven obligados a pagar un 40% de su salario en impuestos suelen quejarse de lo que hace el “Estado” con “su” dinero. Bastantes de ellos tienen mutuas médicas que les garantizan una buena cobertura, mandan sus hijos a escuelas privadas y suele en vivir en casas a las que se llega a través de una carretera bien asfaltada. Y todo ello me parece muy lícito y entiendo que opinen de esa forma, a fin de cuentas una buena carretera llega hasta mi propia casa.
Hace un año, después de que la vida me tratara razonablemente bien, (aunque tengo una existencia bastante modesta, ha sido mucho mejor de lo que aquel niño de barrio obrero podía esperar a principios de los ochenta), ingresé en las colas del paro. Nuevamente vi como un subsidio ayudaba a nuestros ahorros familiares a que saliéramos adelante. También observé como la crisis azotaba a todos, pero especialmente a los que menos tienen y cómo, una vez más, ciertas políticas se repiten. En el marasmo de confusión de políticos ineptos que vemos en absolutamente todos los partidos, cada vez más hay voces que dicen que son todos iguales, pero siempre acabo viendo la misma historia: los conservadores, de forma sistemática, suelen bajar los impuestos sólo a los que más ganan y a minar las políticas sociales emprendidas por los progresistas.
Creo que mi biografía puede resultar parecida a la de buena parte de mis compatriotas, pero, a lo largo de los últimos años, veo cómo a muchos de ellos se le empezaron a olvidar sus orígenes. Hoy somos muchos los que estamos hartos de que nuestros impuestos paguen subsidios fraudulentos, comisiones ilegales, aeropuertos inútiles o proyectos faraónicos realizados a mayor gloria de algún político local, engrosamos una mayoría silenciosa que calla, que apechuga y que, sólo de vez en cuando, se moviliza por alguna manifestación. Y oímos cómo otros comienzan a gritar consignas fruto de la desgana, consignas que, aunque pueden tener una parte de verdad, suelen encerrar también una mentira.
Yo creo en el principio de equidad porque creo que es justo y trabaja por la igualdad. También entiendo en que haya gente que sea contraria o que, simplemente, sea pragmática y piense que es un absurdo idealismo difícil de alcanzar. Pero yo sigo creyendo en él a todos los niveles y eso, en mi opinión, es aplicable a tanto a personas, como a regiones y países que comparten un marco común. Y hay líneas que no estoy dispuesto a cruzar. Cada vez encuentro más gente que se declara más o menos progresista y que dicen sentir como propia la lucha por la igualdad, pero que piensan que otros se están gastando “su” dinero. En una Europa comunitaria donde los países con menos recursos reciben ayudas económicas de los que más tienen, ayudas de las que nosotros nos beneficiamos durante años y de la que ahora se benefician otros que más lo necesitan, cada vez hay más voces que gritan pidiendo nuevas fronteras que impidan que otros de gasten “sus” recursos y venden independencias en nuevos estados idílicos. Acompañan sus gritos con una lista de desagravios y con una interpretación de la historia que encierra muchas verdades, pero también muchas mentiras. Y esos gritos se enfrentan a los de siempre, a los que nunca quisieron cambiar porque no querían perder prebendas, a los que tienen una visión unitaria del mundo, que hoy por desgracia además viene marcada por los mercados, esos entes abstractos que ninguno conoce, pero que suelen actuar para el beneficio exclusivo de unos pocos. Y en esas estamos, las pequeñas minorías se agarran a sus mentiras sin querer ver las verdades del contrario, cada vez gritan más alto, cada vez hay más gente que se las cree.
Yo sigo sin estar dispuesto a cruzar la línea: la de aquellos que dicen que todos los partidos son iguales y la de las minorías nacionalistas que agarran su bandera para gritar sus mentiras a los sordos que tienen enfrente, para levantar fronteras porque otros se gastan “su” dinero. En 1.936 la gran mayoría silenciosa de este país se dejó arrollar por los que portaban las banderas del enfrentamiento. Cada vez tengo más dudas de que hayamos aprendido la lección. De momento, cada día van gritando más alto y la mayoría permanece en silencio.
Totalmente de acuerdo.
ResponderEliminarAG