Ahora sé que una de las cosas más difíciles cuando se está escribiendo una novela es usar la verdad para contar una mentira. La mayoría de los escritores inventan una historia, la cosen a su medida con total libertad. Son pequeños dioses que crean personajes y los hacen vivir a lo largo de las páginas que deciden escribir. Otros en cambio, utilizan, en mayor o menor medida, hilos de sucesos reales, propios o ajenos, con la intención de tramar lo que nos quieren contar. Últimamente me interesan más los segundos. Llevo meses dándole vueltas a la historia de mi familia, la real, la que describen los documentos que he encontrado, el historial militar de mi tatarabuelo, el sumario del caso de guerra contra mi abuela, su expediente penitenciario; la que cuentan mis tías, mis primos en esas maravillosas narraciones orales, que parecen exageradas por el paso de los años, pero que luego se descubren totalmente exactas en la fría lectura de los informes. Meses tratando de encontrar la forma de convertir esa historia tan maravillosa en una novela digna de lo que cuenta. Durante ese tiempo no he parado de acercarme a lecturas que encerraban, escondían hechos verdaderos.
Lo que me queda por vivir anda por esa senda. Hace unos meses, Elvira Lindo presentaba su último libro en Barcelona. Frente a una sala abarrotada, dejó claro que no se trataba de una autobiografía, pero es evidente que la protagonista debe tener mucho de ella misma. No sabemos cuánto verdadero y cuanto inventado hay en ese personaje.
Recuerdo una tarde de hace varios años. Del fondo del pasillo llegaba la risa contagiosa de mi mujer. De la bañera, repleta de agua, sólo sobresalían, entre la espuma, su cabeza y sus manos que sostenían uno de aquellos Tinto de verano que escribía Elvira. A menudo se infravalora a las personas que tienen la mágica habilidad de hacernos reír. Los actores se quejan por el hecho de que siempre reciben los premios aquellos que nos hacen llorar. Como si la sonrisa fuera un regalo fácil. Tampoco a los que escriben para niños o jóvenes se les reconoce la dificultad de su trabajo. ¡Qué difícil resulta inventar un cuento! Las pocas veces que lo he intentado delante de mi hija he podido darme cuenta como mi capacidad narrativa se desplomaba en pocos segundos. En las palabras de Elvira esa tarde de otoño en la librería de Barcelona donde presentaba su libro, podía sentirse una cierta desazón por algunos comentarios de críticos torpes sobre su obra.
No nos engañemos. Lo que me queda por vivir es una gran novela. Bajo la apariencia de su lectura fácil, su lenguaje sencillo, sus escenas cotidianas, hay un texto muy difícil de escribir. Por mi experiencia de aprendiz de escritor creo que no hay nada más complejo a la hora de narrar una historia como la gestión del tiempo en el que transcurre y la construcción de los diálogos. A mí al menos son las dos armas que más me asustan. Ahora que precisamente trato de construir la escaleta de mi novela, es el ejercicio en el que encuentro inmerso y casi ahogado en mi curso de narrativa, puedo asegurar que no hay nada más complicado que pasar del pasado al presente luchando por ligar la mahonesa, por levantar algo que pueda gustar a un lector. En esta obra, Elvira retuerce el tiempo, el recuerdo trae constantemente la presencia de un pasado sin el que es imposible entender el presente de la protagonista, pero lo hace con una naturalidad tan sutil para el lector que la trama se va construyendo ante sus ojos sin darse cuenta de las técnicas narrativas que laten por debajo.
Los diálogos parecen simples, son fáciles de leer, la mirada atenta pasa por ellos como un suspiro, pero a mí me parecen muy difíciles de escribir. Creo que consigue esa naturalidad porque muy probablemente recurre a conversaciones oídas en aquellos ochenta que antes nos parecían tan modernos y que ahora no dejamos de sentir como horteras. Ahí se encuentra en mi opinión una de las mejores lecciones que se pueden aprender de este libro: usar la propia vida, la realidad, para contarnos una ficción, una mentira. Me gusta el realismo con el que lo cuenta, esos hechos cotidianos tan parecidos a aquellos que los lectores hemos podido vivir. A menudo, leyendo sobre ese mundo de muebles de formica, de platos de duralex, de barrio alejado del centro, he recordado algunas escenas parecidas de mi adolescencia. ¡Quien no ha recordado la cama de barrotes metálicos en la que dormían sus abuelos, quien no ha visitado el pueblo familiar y no ha recibido el cariño de aquellas tías con olor a guiso! La presentación de la protagonista en las primeras páginas del libro produce un inevitable ejercicio de identificación. Hubo un tiempo en el que algunos adolescentes soñábamos con ser escritores y pensábamos que el mejor camino para conseguirlo era buscar la inspiración sobre las mesas de mármol blanco de aquellos cafés que tenían nombres de ciudades europeas, Paris, Viena, Zurich, donde el prematuro aprendiz de escritor podía ver su cara, molesta por el plantón de las huidizas musas, reflejada en aquellos espejos que nos introducían en los paisajes que creíamos tan literarios. Después de conseguir la identificación, el cariño, la ternura del lector hacia el personaje, ya no es necesario ponerle nombre. Resulta curioso, pero esa mujer que ha sido huérfana y madre con demasiada prisa, sin poder evitar un sentimiento enorme de culpabilidad, vive su madurez forzosa a lo largo de las páginas sin que la autora la llame apenas por su nombre.
A mí me gustan las novelas escritas desde el interior, las que describen algo tan difícil de pintar como son los sentimientos. Es más fácil hacerlo a través de hechos cotidianos, de gestos que dibujan una imagen a través de las palabras, pero eso, que podría parecer sencillo, es tan complicado de conseguir sin que se nos cuelen los tópicos. La niña que se niega a formar parte del protocolo social en el entierro de su madre, la tristeza en los ojos de los familiares que ve la novia de una boda civil sin convite, la mujer engañada que espera la llamada cotidiana de un hombre que no la quiere, pero que acude cada noche a la cabina telefónica con la intención continuar la farsa, la madre que pasea con su hijo pequeño a esas horas de la noche en las que ya no hay niños en las calles… ¡Qué manera tan hermosa de usar la realidad para escribir una ficción!
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