Escribo desde un patio cordobés con olor a jazmín y fuente callada, donde ayer el rumor del agua gorgoteaba y hoy el silencio es el sonido más hermoso. Pocos sonidos son tan musicales como el agua de una fuente en un patio tranquilo, En un trozo de cielo, que apresan las paredes, miles de golondrinas viran en sus continuos vuelos, dibujando curvas que nos les llevan a ninguna parte, pero que distraen la mirada. La fuente de piedra está callada. En su círculo de agua tranquila flotan geranios, jazmines y unas pequeñas flores malvas. Un naranjo, un platanero y una palmera rodean la fuente junto a unos bancos de hierro.
Córdoba es el sueño de un exiliado que vino de oriente y cruzó desiertos durante cinco años, huyendo de los asesinos que habían exterminado a su familia Omeya. Nieto de califa, tuvo que buscar el anonimato para sobrevivir a la persecución de los abbasies, que habían tomado el poder en Bagdad. Contempló el exterminio de su familia y, acompañado sólo por su liberto, alcanzó esta tierra de la que llegaría a convertirse en emir. Abd-al-Rahmán era su nombre y fue el fundador de una dinastía que embelleció Córdoba, una ciudad que se convertiría al final del primer milenio en la más poblada e importante de su tiempo. Una ciudad cuyo poder caería luego con estrépito en pocos años.
La visita a Córdoba deja el recuerdo gastronómico de los sabores locales, sabores de recetas antigua y simples, elaboradas con un estilo casero, que hace muy agradable el placer de degustar las naranjas “ picás” con bacalao, el salmorejo, el pisto, el estofado de rabo de toro, la sangre encebollada o los flamenquines en mitad de un ambiente popular.
Una de las sensaciones más agradables de Córdoba es callejear por la judería, perderse en el zoco, encontrarse unos pocos metros más allá en la Sinagoga y maravillarse por las paredes de estucos blancos de motivos florales, asomarse a la intimidad que deja al descubierto alguna puerta entreabierta que enseña su tesoro: el frescor de un patio lleno de macetas, ahora ya mustias en este otoño que llega.
El Guadalquivir se convierte en un río de aguas pantanosas y de cañaverales cuando se acerca a Córdoba. Es una paisaje de lodos y aguas embarradas donde nadan los patos, arbustos sobre los que revolotean las aves y una antigua noria árabe, la Albolafia que hace mucho que dejo de girar, pero se resistió a la estupidez de la católica reina Isabel que ordenó desmantelarla porque su ruido no la dejaba dormir, mientras se alojaba en los cercanos alcázares y planificaba como exterminar la cultura islámica que había prosperado durante ocho siglos en lo que entonces ni siquiera se llamaba España.
Esta ciudad guarda la decadencia de los lugares que llegaron a ser grandes, pero que tal vez nunca acabaron de creérselo. Una ciudad donde el judío Maimónides o el musulmán Averroes encontraron la tolerancia necesaria para difundir saber en mitad del oscurantismo medieval que asolaba Europa, pero que también acabó obligándoles a exiliarse a Marrakech a uno y al otro a El Cairo, anunciando la intolerancia que integristas como almohades y almorávides traerían consigo y que intentaron bajo la fuerza de las armas conservar un esplendor que ya nunca volvería a ser tan bello. Una ciudad donde Zyrab, otro exiliado de Bagdad, en este caso por ensombrecer a su maestro, compuso bellas músicas y trajo la modernidad de nuevas costumbres.
No hay comentarios:
Publicar un comentario