07 septiembre, 2014

Una cacicada

Hace unos meses, Antonio Muñoz Molina recordaba en su blog algunas de las actividades de las que más orgulloso se sentía en su época de director del Instituto Cervantes de Nueva York y entre ellas destacaba: Cada 23 de abril organizábamos una lectura pública del Quijote y del Tirant y regalábamos una rosa de Sant Jordi a los que asistían. […]  En 2005, en representación de España, trajimos a Quim Monzó, porque me parecía importante resaltar que en mi país había otras lenguas aparte del castellano”

Ha pasado menos de una década y hoy las personas inteligentes que pudieron estar cerca del poder político se encuentran más alejadas que nunca de él. En su lugar sólo encontramos acólitos obedientes a las doctrinas de los mediocres gobernantes, esos que se enfadan cuando le llaman casta, una palabra demasiado benevolente para reflejar su incapacidad reiterada. Se llenan la boca de la palabra que menos practican: diálogo y con sus palabras y actos sólo hacen que retroalimentar desencuentros y alentar a las facciones mas talibanes del nacionalismo de uno y otro lado.

Unos días atrás saltaba a la prensa la cancelación de un acto de presentación de Victus, la novela de Albert Sánchez Piñol sobre los acontecimientos de 1714, que se iba a realizar en el Instituto Cervantes de Utrech. La editora está gestionando hábilmente la noticia que seguramente le reportará más lectores a su representado, pero el hecho en sí es intolerable y vergonzoso y ni siquiera puede entenderse en el clima de falta de empatía y de compresión que muchos se están encargando de extender por intereses políticos. Este acto sólo puede verse como un acto más de censura y despropósito de un gobierno centralista y autoritario y de nada me sirve la excusa peregrina y absurda que ofrece el jefe de gabinete de Rajoy cuando dice que al Presidente le gustó la novela.

A mí no me gustó. Apenas puede hojear un centenar de páginas y me pareció oportunista y comercial y, desde un punto de vista literario, la considero mediocre, entre otras cosas porque la voz narradora y el tono en ningún momento me resultan creíbles para contar la historia. Al calor de conmemoraciones históricas y especialmente cuando hay manifiestos intereses políticos detrás, los poderes y los medios le suelen dar un pábulo inmerecido a obras menores. Hace unos años al calor del bicentenario de la batalla de Trafalgar, Arturo Pérez Reverte escribió una novela infumable, repleta de onomatopeyas y anacronismos. Fue el paso definitivo en el que dejó atrás al magnífico escritor de aventuras –siempre me gustaron sus novelas históricas o su maravillosa Territorio Comanche y hemos tenido que esperar muchos años, hasta que Yolanda Álvarez nos ha contado las vivencias de Gaza, para que en la Televisión española se vean crónicas de guerras como las suyas en los Balcanes-. Con aquella novela dio el paso definitivo para convertirse en el esperpento de cualquier de sus personajes sobrados de testosterona.

A diferencia supuestamente de Rajoy -de este hombre yo no me creo nada- a mi no me gustó Victus, pero la cancelación del acto me parece una cacicada. Más allá del valor literario, hay que reconocerle a Sánchez Piñol un muy loable esfuerzo por buscar ecuanimidad en el rigor histórico de lo que escribe. De hecho, leí entrevistas en la prensa más independentista en las que los periodistas le criticaban que hubiera escrito la novela en castellano y que Rafel de Casanovas apareciera dibujado en ella más cerca del cobarde que fue que del héroe de la patria que se inventaron algunos historiadores para que cada año le lleven ramos de flores. Las respuestas que le leí me parecieron maravillosas y le hicieron ganar mi empatía. Dijo simple y llanamente que trató de ser lo más fiel posible a la realidad de la historia y que, como toda la documentación que leyó durante meses para preparar la novela estaba en castellano, le resultó más fácil pensar su ficción en esa lengua. Los escritores tienen unas manías creadoras que los políticos y los periodistas a su servicio nunca podrán entender.

Son ese tipo de gente los que han vetado a Sánchez Piñol a hablar de su novela, temiendo que de paso exprese sus sentimientos favorables a la independencia de Catalunya. La prohibición sólo ha producido el efecto contrario y ha dado una enorme resonancia a lo que trataban de evitar, la enésima prueba de su estupidez.

¡Qué lejos queda ese sentimiento del que hablaba Muñoz Molina en el Instituto Cervantes de Nueva York!

06 septiembre, 2014

El paraíso del cine.

Ayer, mientras conducía hacia una reunión de trabajo, la radio anunciaba que se volvía a reponer Cinema Paradiso en cien salas de nuestro país para celebrar los 25 años de su estreno. El equipo de Gemma Nierga volvió a estar atento a ese tipo de noticias que suelen pasar desapercibidas para los demás, pero que interesan una minoría no tan pequeña. Fue una pena que el tratamiento de la misma quedara en los labios de esos tertulianos que se extienden por las emisoras como un virus, humoristas de chiste fácil que presumen sin rubor de su ignorancia y lo único que ponen de manifiesto es su estupidez.

¡Cómo pasa el tiempo! fue lo primero que me vino a la mente. En estos 25 años desde que la vi de estreno en un cine de Barcelona, he vuelto a ver la película muchas veces hasta convertirse en una de mis favoritas. No sé si ha envejecido bien y probablemente los críticos busquen razones para discutirlo, pero a mí me sigue pareciendo una historia maravillosa.



“La literatura es un lujo; la ficción, una realidad” A menudo he citado en este blog esa frase de Chesterton, que también sería válida para el cine. Cuando el Cinema Paradiso arde, el cura se pregunta qué van a hacer ahora en el pueblo, cómo se van a distraer en mitad de tanta pobreza y es que yo no entiendo la vida sin las historias que nos cuenta el cine y la literatura.

Hay varias escenas que quedaron para siempre en mi memoria. En una de ellas Alfredo, el proyeccionista que a mí me recuerda un poco a mi abuelo Rafael, le enseña a Totó la magia del cine y la proyecta a través de la ventana en la plaza para que todos puedan verla. En otra, vemos cómo la madre del protagonista deja de hacer punto y un hilo se alarga hasta la puerta donde lo recibe muchos años después de su marcha. En la larga escena del entierro comencé a entender entonces lo que con los años se haría una evidencia: por mucho que huyas de una infancia humilde y busques en el próspero norte un futuro mejor, nunca puedes huir del sur ni de la melancolía. Pero de entre todas las escenas, la más recordada sin duda es la última: el mejor homenaje al cine que conozco. Aunque la haya visto decenas de veces, me sigue estremeciendo de emoción ver los besos cortados que la censura no se pudo llevar.

Anoche nos juntamos en el sofá para volver a disfrutarla. Por primera vez la veía con mi hija Paula, de nueve años, y con mi padre. A mí, Cinema Paradiso me recuerda a las historias del Cine Duque con las que mi padre tanto me ha fascinado (ver http://bit.ly/1pYrTI3). En un momento en el que aparece el cartel de Lo que el viento se llevó, me contó que nunca tuvieron que reponer tanta agua en los botijos que tenían en la puerta del cine como en el estreno de esa película. Y más adelante, cuando un ciclista lleva a toda prisa la cinta de un cine a otro, nos contó que también a él le había tocado correr desde el Duque al Capitol porque utilizaban la misma copia para ambas salas.


Cinema Paradiso es una película maravillosa, te atrapa con su música y con unos actores en estado de gracia y cuando acaba te hace sentir más feliz que al principio. Anoche mis ojos volvieron a humedecerse con esa escena final que forma parte de la historia del cine.



01 septiembre, 2014

El nadador aturdido.

La tarde tranquila del domingo que marca el final de las vacaciones me pareció un momento fantástico para volver a leer uno de los cuentos que más me gusta: El nadador, de Cheever. Esa luz ambarina del agosto que agoniza en un verano turbio y extraño, poblado de nubes, ofrecía el entorno ideal para nadar en la maravillosa historia de hombres presuntamente prósperos, que viven en casas con setos, piscinas y pistas de tenis.

Los cuentos son fugaces y se resisten -más que las novelas- a pervivir en la memoria del lector, o al menos ése es mi caso, entre otras cosas porque se leen y se publican más novelas que cuentos. Pero hay tres textos breves que siempre recuerdo. Los otros son dos maravillas de Cortázar: Casa tomada y No se culpe a nadie –habría que añadir también alguno de Hemingway-.

La cadencia lenta de El nadador hace que parezca un texto mucho más largo de sus apenas quince páginas. Según he podido leer, Cheever las pulió a partir de un borrador inicial de 150 hojas manuscritas durante dos meses de trabajo, un periodo mucho más largo de lo que acostumbraba a dedicar a sus textos. Tras la última línea el lector acaba tan cansado y sorprendido como el propio protagonista, un hombre que “si bien no era joven” nos lo presenta “con la especial esbeltez de la juventud”, sentado al borde de una piscina y con un vaso de ginebra en la mano.

“Anoche bebí demasiado” es lo primero que le oímos, en un tono que propicia el comienzo de la confusión. El hermoso domingo de verano transcurre en una de esas zonas residenciales, situadas en las afueras de las ciudades, donde los miembros de la clase media americana disfrutan de sus fiestas y sus campos de golf. Neddy Merril, el exultante padre de cuatro hijas maravillosas, decide regresar a su casa nadando de piscina en piscina a través de las diferentes propiedades de sus vecinos, un colectivo de hombres y mujeres a los que iremos conociendo por sus apellidos y que representan ese esplendor social estadounidense de los años cincuenta. Pero rápidamente aparecen los primeros desajustes que van difuminando esa realidad tan maravillosa -las nubes que se van haciendo más grandes, un suéter extraño en agosto- y, conforme avanza la narración, se van haciendo mas presentes: aparecen el primer trueno, las hojas secas y amarillas de los arces, las constelaciones del otoño…



¿Está el protagonista borracho? ¿Por qué transcurren las cosas en un tiempo condicional? Lo anormal se nos va presentando de forma paulatina y el escritor consigue llevarnos a una confusión deliberada y tan extraña como la que siente el señor Merrill. Todo en este cuento está pensado y construido con un fin –y con mucho oficio por parte del autor-.

Uno de las lecciones que más recuerdo de mis cursos de narrativa es la importancia de hacer que el lector se sienta inteligente. Los lectores se sienten atrapados por un texto cuando les hace pensar y son ellos mismos los que son capaces de ir juntando pistas para entender lo que el autor propone. El texto de El nadador está lleno de ellas y en todo momento están a la disposición del que lo lee. Muchos malos escritores de cuentos nos sorprende con una trampa final, una sorpresa que se inventan en el último momento, como esos tahúres tramposos que se sacan la carta escondida de la manga.

Cheever puebla en texto de indicios disonantes que alcanzan toda su intensidad cuando hacia la mitad, el antes exultante Neddy tiene que cruzar la autopista, casi desnudo y en mitad de la lluvia, y ese mundo ideal de clase media se desvanece en una ácida crítica hacia la sociedad americana.

No quiero desvelar más detalles porque no hay mejor manera de entrar en este septiembre desnortado que nos espera que zambullirse en la lectura de este cuento, donde los caminos de la ficción y las medias verdades nos llevan a una realidad desenfocada que descubrimos tarde, pero aún a tiempo para dedicarle una sonrisa a Cheever por advertimos que no siempre las promesas hermosas son verdaderas.




Nota.- En 1968, cuatro años después de que Cheever publicará El Nadador, fue llevado al cine con Burt Lancaster como protagonista. No se me ocurre mejor rostro para Neddy Merrill.

31 agosto, 2014

Un breve homenaje

El último día de agosto de 1.978 murió mi abuela María Álvarez. Entonces yo era un niño de apenas nueve años que no sabía nada de su vida, la fui conociendo más tarde a través de las historias que me contaban mis tías y los detalles más emocionantes y desconocidos los encontré en plena investigación histórica para la novela que escribo, cuando recibí copia de su expediente penitenciario o del consejo de guerra que siguieron contra ella.

Han pasado treinta y seis años desde entonces y durante los últimos, a medida que iba conociendo su historia, esa dignidad con la que los héroes improbables encaran los acontecimientos más duros, esa fuerza interior que debió conducirla a través de los momentos más dramáticos, he ido teniendo más preguntas sin respuesta. Fue una pena que se marchara tan pronto, ahora me gustaría poder conversar con ella, conocer los mil detalles, las pequeñas historias que tanto me gustaría preguntarle, las que he tratado de imaginar muchas veces con el miedo de no serle fiel a sus vivencias.



Han pasado treinta y seis años, pero somos muchos los que estamos orgullosos. Vivirás en el recuerdo de generaciones: el principal motivo que me lleva a escribir esa novela que tengo tan embarrancada es que algún día mi hija Paula pueda conocer y emocionarse con tu historia.

En su homenaje dejo aquí un pequeño fragmento de ella:

La mañana se colaba a raudales por el ventanal del pabellón de lactantes dibujando cuarterones de luz en el suelo ajedrezado de baldosas blancas y negras. La mayoría de las reclusas aprovechaban la tranquilidad del descanso para cuidar de sus hijos al abrigo del resplandor que les regalaba el sol del invierno. Mientras unas jugaban con ellos, otras les daban el pecho, cantaban nanas o simplemente los abrazaban contra su cuerpo. Las travesuras de un par de niños, que corrían entre las gastadas cunas de madera, provocaron las risas de algunas madres, un breve instante de alegría entre tanta amargura. A diferencia de la oscuridad de las celdas donde malvivían el resto de las presas, la claridad inundaba la sala con una extraña sensación de confort y la convertía en un fugaz paraíso. 

María observó a su pequeña que, dormida en el regazo, sonreía envuelta en la delgada manta. Trató de imaginar qué  dulces sueños debían motivar una felicidad tan sencilla y, a la vez, tan grande. Dentro de la cárcel una sonrisa es el mayor de los tesoros y la cara radiante de la criatura le parecía una enorme puerta abierta al campo, un soplo de libertad escondida en la negrura.



31 julio, 2014

La espera del coronel

No nos damos cuenta del valor de las cosas y de las personas hasta que desaparecen de nuestras vidas. Es entonces cuando, no queriendo resignarnos a la pérdida, intentamos recuperarlas a través de los vestigios que nos quedan. La muerte de Gabriel García Márquez nos privó de nuevas maravillas literarias, su imaginación desbordada ya no volverá a florecer, pero nos queda el tesoro que nos testó en sus libros.

En cuanto se supo la noticia de su fallecimiento creí que había llegado el momento, tantas veces prometido, de volver a leer la novela más fascinante que pervive en mi recuerdo de lector: no hay mejor imagen para comenzar una novela que la del coronel que recuerda, frente al pelotón de fusilamiento, la tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo. Pero el río que fluía entre las casas de barro y la cañabrava de Macondo  bajaba demasiado crecido y a los pocos minutos acabé ahogado en su desmesura. Siempre hay un tiempo exacto para acercarse de forma adecuada a una novela y la promesa quedó en un nuevo retraso.



El calor de los días de julio, el agobio del trabajo y las prisas de los clientes en recibir antes de las vacaciones esas ofertas tan apremiantes no dejaban ningún espacio para la lectura. Aún así, conseguí robar alguna hora nocturna o algún trayecto del vagón del cercanías para picotear algunos de esos maravillosos Doce cuentos peregrinos que, cómo el maestro nos cuenta en el prólogo, reescribió de un tirón muchos años más tarde de haberlos perdidos. Hace unos días estuve a punto de comprar, por un precio minúsculo, un ligero ejemplar de bolsillo de El coronel no tiene quien le escriba, pero un presagio me detuvo en el último momento. Horas más tarde encontré en un estante de mi pequeña biblioteca, otra vieja edición de bolsillo de la editorial Bruguera, fechada en 1.983. Al pasar las páginas, me sorprendieron las antiguas señales de las esquinas plegadas que habían dejado la pista de una lectura que no recordada. ¿Quién las había doblado para recordar donde debía haber continuado muchos años atrás? Acabé llegando a la conclusión de que no había sido yo: una novela como ésa no se olvida.

“El coronel destapó el tarro del café y comprobó que no había más de una cucharadita. Retiró la olla del fogón, vertió la mitad del agua en el piso de tierra, y con un cuchillo raspó el interior del tarro sobre la olla hasta cuando se desprendieron las últimas raspaduras del polvo de café revueltas con óxido de lata”.

Las primeras frases son una muestra de lo que nos espera, una novela que narra, de forma mucho más contenida de lo que cabría esperar de su autor, la historia cotidiana de un anciano que lleva décadas esperando una carta que debe confirmarle el pago de una pensión merecida por sus años de servicio a la patria. Y el hecho de que tenga que apurar el tarro de café no es un detalle baladí, es el primer indicio de la pobreza y la desesperación del protagonista.

Cuando me pongo a pensar en la mayoría de esos personajes que García Márquez sabía construir como nadie, me vienen a la memoria una panda de ancianos memorables. Unos buscan refugio en una pasión adolescente y virgen, algunos acaban dando cuerpo a las suyas en el último momento y en mitad del cólera y otros narran la historia de toda una saga. El coronel, del que ni siquiera llegamos a saber el nombre, espera un acto de justicia.

En un entorno donde la asfixia del calor y la persistencia de la lluvia son una constante, el paso del tiempo se ralentiza y siempre está presente, lo vemos en el reloj al que el protagonista da cuerda cada día, en los diferentes mecanismos aparentemente sencillos a través de los que el escritor nos sumerge en una historia llena de símbolos. Como el gallo de pelea que el coronel se niega a desprenderse, pese a las desesperadas peticiones de su asmática mujer, porque es lo único que le queda del hijo muerto, la última esperanza de dignidad que se resiste a perder y le obliga a ir vendiendo los pocos objetos que le quedan.

La historia avanza entre imágenes y silencios, aunque más de silencios habría que hablar de susurros, de detalles pequeños que aparecen de fondo sólo para sugerir al oído del lector secretos que volarán por su imaginación: las campanas que anuncian el toque de queda, los misteriosos papeles que pasan por las manos del protagonista, los avisos de censura cinematográfica del sacerdote, las batidas policiales, los indicios borrosos de la riqueza del compadre don Sebas, el antiguo compañero de ideas que supo ganar donde los demás perdieron… Y entre las imágenes, más allá de tarro de café vacío de las primeras frases, me quedo con el rostro acostumbrado a afeitarse al tacto porque la pobreza le dejó sin espejo mucho tiempo atrás o los botines nuevos a los que no consigue adaptarse por la falta de costumbre.


Todo ello dibujado con sencillez, a través de frases cortas, de forma muy diferente a la desmesura de las novelas que llegarían más tarde, las que escribió para que sus amigos le quisieran más. Yo, desde luego, siempre caeré rendido a esa forma tan personal de narrar y me quedo, como lección, con una de sus frases: “Si los libros no salen de las tripas, es mejor no escribirlos”.

19 junio, 2014

Carta de despedida

El sábado pasado mi prima Nuría se marchó sin avisar. He dudado mucho si debía publicar aquí este texto. Describe un dolor muy íntimo, muy privado. Al final he decidido hacerlo. A lo largo de este blog he ido escribiendo historias de mi familia y siempre he intentado hacerlo desde el orgullo y la admiración. Algunas de las personas que me quieren me han dicho que, al leerlas, ellas también han compartido esas emociones. Por eso y porque no debemos sentir rubor por algo hecho desde el amor más profundo, dejo aqui esta carta de despedida.

Hay ocasiones en las que el dolor se hace tan grande que necesitamos compartirlo para poderlo soportar. Hoy estamos juntos para llenar el enorme vacío de tu ausencia. Una vez te dije que, encajando las palabras adecuadas, se podían reflejar todos los sentimientos en el blanco de una página, pero ahora sé que estaba equivocado porque no encuentro las que necesito para decirte lo que quiero.

Ante todo, debería justificar el motivo de las mismas: no podía soportar que te despidiéramos con las frases hechas, gastadas por la liturgia mil veces repetida. Hay momentos en los que las palabras apenas sirven. No sabemos qué decir ante la condolencia y el dolor extremo, pero sé que a ti no te hubiera gustado marcharte de esa forma y, por eso, me tienes aquí emborronando una carta de despedida. Pero, como casi todo en la vida, también en esto hay un motivo egoísta. Al escribirlas, repaso tus recuerdos y así puedo desahogar un llanto terapéutico. Tú, que siempre estabas dispuesta a ejercer de psicóloga de guardia para resolver los problemas de los demás, me entenderás mejor que nadie.



Eras lo más parecido a la hermana que no tendré nunca. Cuando me fui a vivir con vosotros, tú tenías cinco años. Siempre recordaré el enfado con el que salías del Colegio de las Teresianas cuando, día tras día, era yo y no tu mamá, quien te esperaba en la puerta. Luego siempre te quedabas atrás y con cara de pocos amigos en el camino de vuelta a casa. Uno de aquellos mediodías nos sorprendió un coro de cláxones en el cruce de Mitre con Muntaner mientras un señor muy serio leía un sobre en la pantalla de una tienda de electrodomésticos. No entendías el motivo de tanta alegría y tanto jaleo y yo te expliqué que acababan de darle a Barcelona los Juegos Olímpicos. Ya ves, ¡cuántas cosas nos han pasado a todos desde entonces! De niña, siempre te las apañabas para sentarte a mi lado en las mesas de todas las comidas, porque te encantaba chincharme y llevarme la contraria, pero yo sabía que no era sino otra forma de demostrar cuánto me querías. Mantuviste la costumbre de buscar la cercanía y ayer, cuando por primera vez tuve que sentarme sin ti en la misma mesa tantas veces compartida, me fui a otro lado, perdido sin tu presencia.



Fueron pasando los años y, juntos y por separado, hemos vivido infinidad de sensaciones. Te vimos crecer y sentimos la dulce rebeldía de tu adolescencia, conocimos tus sueños de mujer que fue madurando tanto como para dar consejos maravillosos en lugar de recibirlos.

La última vez que estuviste en mi casa te despediste con un enorme abrazo, cargado de cariño. Ese día, sentados en el mismo jardín desde el que ahora te escribo, me contaste sentimientos muy hermosos. Lo estabas pasando mal, la vida te había puesto a prueba, pero en ese esfuerzo de superación me contaste cómo descubriste un lado positivo: había mucha gente que te quería y estaba dispuesta a ayudarte. Me explicabas las conversaciones que habías tenido con tus padres y tus hermanos y cómo te habían acercado tanto a ellos y, cuando me lo contabas, yo también te sentía más próxima que nunca.

Ya sabes que nunca fui un buen padrino, por mucho que combatiera el desastre de mi memoria para no olvidar el día de la Mona y que no te faltaran los bombones Ferrero que tanto te gustaban. Me encantaba que, cada cuatro de marzo, sopláramos juntos las velas del pastel de nuestro aniversario. Haber nacido el mismo día nos hacía especiales. Porque, creo que siempre lo supiste, tú fuiste muy especial para mí. Lo único que no te perdono es que te hayas marchado tan pronto porque, a partir de ahora, sin tí ya no podré celebrar nuestro cumpleaños.



Cuando me dieron la mala noticia no puede llorar durante horas. No encontré las lágrimas. Me negaba a creer que te habías marchado para siempre. Ya sabes que nos parecemos mucho. Tú siempre tratabas de demostrar que eras más fuerte de lo que me decían tus ojos. Cuando empezamos a compartir el vacío de tu ausencia todos sentíamos lo mismo: “esto es una pesadilla que no existirá mañana al despertar”. Pero ya han amanecido dos días y es una verdad que tenemos que aceptar.

Al principio de esta carta decía que ese vacío que nos has dejado es enorme. Sólo lo llenaremos con una montaña de recuerdos. Yo he querido empezar a poner los primeros granos de arena de esa enorme montaña e invito a todos los que te querían y han venido hoy a despedirte a que, aunque sea en silencio, aunque ellos tampoco encuentren las palabras, encuentren los recuerdos con los que tapar ese vacío. Y no sigo más, aunque te diría millones de cosas. No quiero que me digas que me enrollo demasiado. Solo quiero darte las gracias por ser como fuiste, por hacerme sentir orgulloso de ti, y lanzarte un beso lleno del cariño que siempre nos supiste transmitir, un beso enorme, eterno.


NURIA PRAT ROCA
4 Marzo 1981 /14 Junio 2014

31 mayo, 2014

Años lentos

A finales de diciembre de 2010 escribí un relato breve que titulé Los años veloces. Se lo mandé a mis amigos, a modo de felicitación, con mis mejores deseos para el nuevo año. En él jugaba con una idea: en los momentos alegres el tiempo corre y se eterniza en las épocas duras. Por ello,  les deseaba un año veloz. En 2012, un escritor del que nada había leído hasta entonces, Fernando Aramburu, publicó una novela que, bajo el título de Años lentos, retrataba la grisura de los últimos coletazos del franquismo en Euskadi.

Cuando esa primavera, por la Diada de Sant Jordi, mi mujer me pidió una lista de libros que me gustaría recibir como regalo, lo incluí junto con Las hormigas ciegas, de otro novelista vasco: Ramiro Pinilla. Ambos aparecían entre las recomendaciones de narrativa en castellano que publicaron varios periódicos en su suplemento literario especial para el día de las rosas y los libros. Pero, a pesar de ello, y de que le dieran varios premios -Libro del Año según los libreros y Premio Tusquets- resultó una misión imposible encontrarlo en los tenderetes callejeros que pusieron en  el pueblo junto al que vivimos. “No son libros para regalar en Sant Jordi” le llegaron a decir. Para los presuntos libreros sólo merecían esa etiqueta los ejemplares de ex políticos, músicos retirados, periodistas y presentadores de televisión que, disfrazados de novelistas, habían escrito obras, cuyo único mérito son sus ideales siempre serviles al nacionalismo del gobierno y de su principal oposición que curiosamente, nunca se opone. Con esos gustos literarios no me extrañó que la única librería que quedaba en el pueblo acabara cerrando.

Dos años más tarde, encontré la edición de bolsillo de Años lentos en los estantes de otra librería, precisamente pocas semanas después de otra Diada de Sant Jordi. La etiqueta que marcaba la contraportada señalaba el precio: ¡menos de ocho euros!, ¡y aún hay incultos que dicen que los libros son caros! Y decidí que ya era hora de eliminarlo de mi lista de lecturas pendientes.



Lo primero que sorprende en esta novela es la estructura formal, las dos voces, completamente diferentes, que  narran la historia. Por un lado, la conocemos a través del recuerdo de un niño que tenía ocho años cuando sucedió y se la traslada al escritor que, convertido también en personaje, está dispuesto a escribirla y, por otro lado, a través de las presuntas notas preparatorias del propio escritor.

La primera voz encierra la ingenuidad de la infancia, que olvida algunos momentos o sólo llega a entenderlos muchos años más tarde. Cargada de oralidad, tiene la ventaja de trasmitirnos los sucesos desde la mirada directa de un testigo, una mirada creíble, que resulta próxima. En la notas del escritor nos aporta, de forma original, otros detalles, apenas esquemas de ideas, carentes en apariencia de estilo, con las que se ahorra desarrollar formas mas literarias más complejas y que, de paso, nos transmiten la propia complejidad a la que se enfrenta a la hora de contar –todo el que se enfrente a la escritura de una novela puede sentirse identificado en los problemas que describe-.

No me suelen gustar los experimentos formales. Entre otras cosas porque buena parte de los novelistas del último tercio del pasado siglo rertorcieron sus textos bajo formas muy innovadoras, experimentos literarios que, aunque en aquel momento gozaron del favor de la crítica más moderna y de los lectores mas esnobistas, hoy pueden parecer artefactos complejos que no logran rozar la emoción del que los lee.  A mí lo que me gusta es que me cuenten historias que me atrapen, con una voz que me hipnotice y me invite a seguir. Y debo que reconocer que, pese a mis reticencias formales, la doble voz de Años lentos está pensada para hipnotizarnos.

La historia es sencilla: un niño navarro de ocho años, al que su madre no puede mantener por culpa de la pobreza familiar, marcha a vivir con su tía a un barrio obrero de San Sebastián y allí nos presenta a unos cuantos de esos personajes realistas que, ante todo, resultan creíbles. La tía, una matriarca de fuerte carácter y religiosidad que debe bregar con los adversidades de todos; el tío, un hombre fuerte y a la vez cobarde, huraño y también sensible frente a los problemas de su hijo y de su nieta, un perdedor que gasta sus días entre la fábrica y el bar; la prima, una ingenua que sufre por su furor uterino; y, sobre todo, el primo, un inculto adoctrinado en las mentiras del nacionalismo más feroz que acaba entre dos fuegos igual de dañinos. De entre ese conjunto de miradas ambiguas, llenas de contradicciones que huyen del maniqueísmo, sobresale la del cura: un hombre profundamente antipático, en el que su integrismo ultranacionalista sólo está a la altura del religioso y que se convierte en el dueño de las almas y las ideas de la mayoría de los vecinos del barrio.

“Yo, señor Aramburu, por las razones que usted conoce, siendo niño pasé nueve años…” comienza la historia y, ya de entrada, se nos ocultan esas razones, de la misma forma que no sabremos muchos detalles que serán silenciados, dejados al albedrío de la imaginación del lector, conocidos a través del contexto, como si el autor buscara la complicidad del que lo lee y le susurrara pequeños detalles al oído, detalles que deben permanecer escondidos en el entorno familiar porque hay confesiones que la sociedad cruel nunca podrá entender.

“Me gustaría pedirle perdón, pero no vive […] y ya sólo por dicho motivo debería escribir la novela”. La última frase del libro es toda una declaración de intenciones, un intento de perdonar la culpa de un hombre que sufre por la persecución política de su hijo. Una violencia que viene primero a manos de los esbirros de la dictadura franquista y luego del entorno social de los que había sido sus antiguos compañeros en una organización terrorista que comenzaba sus primeros años de lucha armada.


Me gustan las historias de las personas humildes que tratan de sobrevivir, como pueden y de la mejor forma que logran aprender, a la cruda realidad del entorno que les rodea. En esas situaciones siempre abundan los manipuladores que desde la sombra tratan de imponer sus ideas. No me gustan las historias de las gloriosas multitudes que tratan de imponer su falsa unanimidad en las calles, sino las de las personas individuales que sufren sus dudas y sus contradicciones en el interior de sus casas. Años lentos están llenos de personajes maravillosos que sobreviven en ese entorno. Es, por ello, una lectura muy recomendable, ahora que el tiempo, gracias a los políticos mediocres, a sus periodistas cómplices y a los gurús mentirosos de la economía, pasa tan despacio.

16 mayo, 2014

La batalla de Elgeta

Cuando el miércoles de la semana pasada llegué a la plaza del pueblo de Elgeta, bien pasadas las cinco de la tarde, estaba desnortado de hambre. Después del madrugón para tomar el vuelo y tres visitas comerciales en Bilbao, Vitoria y Bergara, el bocadillo de tortilla, que tuvo a bien hacerme la dueña del bar cuando ya estaba a punto de cerrar, me supo a gloria. “Los huevos son de caserío. Cada vez que viene la inspectora de sanidad amenaza con multarme, pero yo le contesto que a mí esos huevos me ofrecen mucho más confianza y tienen mucha más calidad y frescura que los que venden en cualquier supermercado” me dijo la mujer.

Elgeta. Pirala, Ángel. El Estandarte Real, revista político-militar ilustrada. Edición correspondiente a Abril de 1892. Autografiado.

Mientras saboreaba la textura esponjosa de la tortilla iba mirando los viejos grabados de las guerras carlistas en la pantalla de mi ordenador. Como era el único cliente –“y el último de hoy”-, la señora estaba atenta a lo que hacía. Al poco rato giré la pantalla y le pregunté si sabía dónde estaba el puente que aparecía en el dibujo. Le expliqué que mi tatarabuelo había luchado allí en una batalla y ella de seguida comenzó a hablarme de los Intxortas, el intento de las tropas republicanas para frenar el avance franquista, pero yo estaba allí siguiendo el rastro de un enfrentamiento más antiguo, que se produjo el 13 de febrero de 1876.

Ejército de la izquierda - Acción de Elgeta, librada el 13 del actual. JL Pellicer. 
La Ilustración española y Americana Edición 29 Febrero 1876

A principios de ese año la suerte de la Tercera Guerra Carlista ya estaba echada. El fin de las operaciones en Cataluña había dejado un único frente y los carlistas, con la moral por los suelos después de las últimas derrotas, contaban con menos recursos y hombres. La caída de la Primera República y la restauración de la monarquía, en la persona de Alfonso XII, había producido que algunos de los hombres que habían comenzado combatiendo por su sentimiento antirepublicano y profundamente monárquico, cambiaran de bando o, simplemente, abandonaran las armas y regresaran a su casa.

Batalla de Elgeta. 13 Febrero de 1876. Historia contemporánea, anales desde 1843 hasta la conclusión de la última Guerra Civil. 
Autor del libro, Antonio Pirala. Leyenda. Escala 1.100000.

A principios de febrero las nevadas duraron varios días y los caminos quedaron impracticables, lo cual obligó a detener las operaciones militares. Mientras el general Loma había avanzado por el interior, Morriones lo había hecho por la costa, tomando Bermeo, Lekeitio, Guetaria y Zarautz con el objetivo de alcanzar San Sebastián y levantar el cerco que pesaba sobre la capital donostiarra. Pero antes había que controlar el valle del río Deva y eso pasaba por conquistar el puerto de Elgeta, donde esperaban doce batallones carlistas al mando de Carasa.


Elgeta. Vista tomada desde el camino antiguo de Bergara. JL Pellicer. La Ilustración española y Americana Edición 29 Febrero 1876

A lo largo de este blog, he explicado con detalle las batallas de San Pedro de Abanto y Monte Muro, dos colinas que los liberales trataron de tomar y se convirtieron en dolorosas derrotas, en las que tomó parte mi tatarabuelo Antonio López, que sufrió toda la intensidad de la lucha. Dos años más tarde la situación iba a ser muy diferente. Los carlistas se retiraron, pero esta vez sus unidades comenzaron a desintegrarse ante la deserción de parte de las tropas y la falta de mandos que pudieran controlar la situación. Tras la toma de Elgeta, el ejército liberal entró en los pueblos de Ermua y Plasencia. En los días siguientes levantaron el sitio de San Sebastián, conquistaron por fin la capital del carlismo: Estella y, tras entrar en Pamplona y Tolosa, alcanzaron la frontera francesa por la que el pretendiente don Carlos se marchó al exilio para, pese a prometer lo contrario, no volver nunca más.

Batalla de Elgeta. 13 de febrero de 1876. Cuerpo de E[stado] M[ayor] del Ejército. 
Atlas topográfico de la narración militar de la guerra carlista de 1869 a 1876.



Acción de Elgeta reventó una granada debajo de su caballo destrozándole el vientre y dejándole muerto, quedando ileso el jinete. Alaminos, J. Historia contemporánea segunda parte de la Guerra Civil

Tras la batalla de Elgeta, el expediente militar de mi tatarabuelo Antonio López indica que participó en las operaciones de Tolosa y luego permaneció en Guipúzcoa hasta el final de la campaña. Más tarde pasó a Vitoria y se acantonó en Haro, donde fue licenciado al final de la guerra de forma ilimitada y se le abonó un año de servicio que extinguía su empeño, mitad en activo, mitad en la reserva. En esa situación pasó el año 1.877, en el que terminó sus obligaciones como soldado e inició su trabajada ascensión como oficial.

La ilustración Española y Americana en su edición del 22 de febrero de 1876 describe la situación del país: “Entre tanto por toda la península se alza un alegre clamor, repican las campanas, se preparan festejos, resuenan músicas y canciones populares, se recompone el telégrafo, ya no nos separa de Europa una muralla de fusiles, el país respira con ansia la atmosfera tranquila de la paz”, pero no todo eran alegrías: “Siempre han sido las guerras civiles la calamidad más temible para un pueblo: son guerras en las que la patria jamás alcanza la gloria, por ser sus hijos a la vez vencedores y vencidos: al furor de la lucha colectiva se añade el de las venganzas y los odios personales”.

Elgeta (Gipuzkoa) - Hospital de sangre después de la batalla del 13 de febrero. . JL Pellicer.
 La Ilustración española y Americana Edición 22 Marzo 1876

La calamidad volvería décadas más tarde y nuevamente las boinas rojas de los carlistas aparecerían por Elgeta. Ésta vez no formaban parte de los defensores, sino de las tropas de Franco que, en clara superioridad y en proporción de 4 a 1, trataban de tomar el puerto para tener el paso libre hacia el resto de los territorios vascos. La resistencia de los batallones nacionalistas, comunistas, anarquistas y socialistas, que defendían a la desesperada la montaña, fue feroz y sea largó durante varios meses, pero finalmente tuvieron que ceder ante un enemigo muy superior en número, pero ésa es otra historia.

Una historia que los vecinos del pueblo no quieren que se duerma en el cajón del olvido y, por ello, desde hace un par de años recrean aquel enfrentamiento. Con el hambre ya saciada, recorro las trincheras que han quedado de la última recreación que, según me había contado la dueña del bar, se celebró apenas unos días antes. Y en medio de aquellas hermosas montañas, llenas de bosques, trató de imaginar cómo mi tatarabuelo y, años más tarde los defensores republicanos, vivieron su enfrentamiento contra los carlistas desde dos perspectivas diferentes y admiro la hermosa loma de la colina cubierta por el verdor de la hierba.


13 mayo, 2014

El día de mañana

“El resto de la gente estaba a verlas venir: pobres o ricos, viejos o jóvenes, catalanes o no… Si al cabo de un tiempo convenía seguir siendo franquistas, lo seguirían siendo y, si había que hacerse demócratas, pues  se harían demócratas, y punto. Luego, tras la muerte de Franco, parecía que todo el mundo era demócrata de toda la vida. Salían demócratas de debajo de las piedras... ¿De verdad crees que, si hubiera habido tanto demócrata y tanto antifranquista, el régimen habría acabado como acabó, con Franco muriendo de viejo y en la cama?. No me hagas reír, hombre.”

Estas palabras tan directas suenan en la boca de unos de los personajes de El día de mañana, la novela de Ignacio Martínez de Pisón. Y no se trata de un personaje cualquiera, sino de un inspector de la temida Brigada Social, la policía política del franquismo.

Los manuales de historia suelen reinterpretar los grandes acontecimientos a la medida de los que los dirigen, pero, a menudo, en la ficción de la literatura podemos encontrar la verdad cotidiana de las personas que no aparecen en esos libros. Hace apenas unas semanas, el fallecimiento de Adolfo Suárez volvió a despertar la avalancha de elogios sobre esa Santa Transición que tantas veces han tratado de vendernos sus protagonistas, siempre desde el poder que mantienen durante décadas. La lectura de esta maravillosa novela puede ofrecer una visión menos académica, pero mucho más real que todos los panegíricos con los que los medios de comunicación agotaron los elogios y los calificativos, tras la muerte del primer Presidente de nuestra democracia.

Creo que Martínez de Pisón es uno de los escritores del panorama literario de nuestro país que mejor conoce su oficio, uno de los más solventes a la hora de construir historias. Yo lo descubrí hace algunos años cuando comencé a leer su novela, Carreteras secundarias, en un viaje a alta velocidad entre Barcelona y Madrid. El sueño ocasionado por el madrugón y las prisas por llegar puntual a la cita de trabajo, hicieron que dejara olvidado el libro en el vagón del tren, pero hay lecturas interrumpidas por el azar que vuelven mucho tiempo después. Hace ahora unos meses encontré el título entre los estantes de la biblioteca pública y, como guardaba un magnífico recuerdo de aquel libro inacabado, decidí que había llegado el momento de enmendar la tardanza.

Antes había leído Partes de guerra, una colección de relatos breves, pertenecientes a una treintena de autores, que Martínez de Pisón había seleccionado para una antología maravillosa  y que ofrece una visión plural y colectiva sobre nuestra Guerra Civil. A su autor lo recuerdo hace un par de años, en una de esos tenderetes callejeros que organizan las librerías para que los autores puedan firmar sus libros a sus lectores en el Día de Sant Jordi. En mitad del Paseo de Gracia, Martínez de Pisón, ocioso y con cara de aburrido, miraba la larga cola que esperaba a Javier Marías, que estaba a su lado firmando.  Su colega estampaba docenas de dedicatorias en Los enamoramientos, el enésimo pestiño de Marías que había tratado de leer y que, como todos los anteriores y pese a todos mis esfuerzos, se desplomó en el mayor de los aburrimientos. Creo que ese año a Marías le dieron muchos premios, le hicieron muchas entrevistas y vendió muchos ejemplares. En 2011 a Martínez de Pisón, un autor sin tanto seguimiento mediático –debo confesar que yo tampoco estaba en su escasa cola de firmas, sino en la de otra escritora-, le dieron el Premio de la Crítica por El día de mañana.



Y es –en mi subjetiva opinión- una de las mejores novelas que se han escrito en los últimos años. A través de la polifonía de voces de una docena de personajes, conocemos la historia de Justo Gil, un emigrante aragonés que llega a la Barcelona de principios de los años cincuenta y cuya degradación moral es una buena imagen del franquismo. Se trata de un hombre ambiguo, esquivo, que se va envileciendo conforme avanza la lectura y que el escritor nos dibuja de forma maravillosa, con todos sus matices, pero negándole la palabra. Vemos a Justo a través de un coro de personajes que complementan un abanico de miradas con las que Martínez de Pisón no sólo nos cuenta la vida del protagonista, sino que compone un mosaico de la sociedad gris del tardofranquismo y los primeros años de la Transición.

Justo Gil  es un trepa, un desclasado que no acepta su condición, un timador que comete errores y acaba convirtiéndose en confidente de la Brigada Social, donde le llaman “el Rata”, un personaje siempre presente al que nunca oímos, que no se justifica, una sombra enigmática que se va perfilando en las opiniones segmentadas de los que lo conocieron. Entre ellos, encontramos al policía franquista, cuya voz oímos al principio de este texto, que no comparte el gusto de sus jefes  por la tortura, pero que no duda en utilizar los medios de un régimen opresor para conseguir sus fines. También a un intelectual plomizo, uno de los muchos conspiradores de salón, incapaz de ir más allá de las palabras, que nos confiesa: “A veces ni nosotros mismos entendíamos lo que decíamos […] Utilizábamos expresiones como discurso promocional del hipertexto, performatividad y aletoriedad de la creación, comunidad cooperativa de expresión… No teníamos muy claro lo que todo eso quería decir, pero si sabíamos que era urgente transformar la sociedad. Nosotros no lo llamábamos así porque habría  resultado zafio, vulgar. Nosotros los llamábamos alterar la organización del poder, abolir las estructuras jerárquicas”.

A una joven huérfana, tras las inundaciones de Terrassa de principios de los sesenta, que, desde los bordes de la lucha antifranquista, a lo único que aspira es a prosperar en la vida y que no entiende la retórica absurda de los que sólo sabían usar las palabras: “Una vez, uno de ellos me dijo que lo que yo tenía que hacer era proletarizarme. Ésa fue exactamente la palabra que utilizó, y yo me quedé muy desconcertada. ¿Proletarizarme yo, que había perdido la casa y la familia, que vivía acogida en casa de unos parientes, que no tenía nada? ¿A qué más tendría que renunciar para proletarizarme?”

En las voces de esos personajes se destila la crítica, el humor, la ternura que los convierten en personas de carne y hueso, que nos hablan de forma directa y esconden al narrador porque toman ellos mismos la palabra para contarnos la historia, una historia múltiple, plena de opiniones plurales que, lejos del maniqueísmo, nos compone una realidad de la transición mucho menos heroica de lo que algunos nos contaron, como cuando describe el encierro de Montserrat: “Algunas celebridades como  Miró, Tàpies o Vargas Llosa, estuvieron un rato y luego se marcharon”.

Todos ellos que se mueven por la ciudad de Barcelona, por sus bares: el Velódromo, el Bocaccio, por los calabozos oscuros de Vía Laietena, por algunos de los pueblos del extrarradio. Una ciudad en la que aparecen personajes reales, pero siempre con una presencia lejana para no robarle nunca el protagonismo a esos héroes y anti héroes grises que toman la voz para defender, en unos casos, su fanatismo de ultraderecha o en otros, reivindicar “la naturaleza subversiva del sexo” o discutir manifiestos o simplemente tratar de sobrevivir en un régimen gris que se estaba pudriendo.

Hace poco leí una entrevista en la que Martínez de Pisón afirmaba: “Prefiero pensar que los buenos novelistas son aquellos que saben poner palabras a nuestras vidas, nuestros sentimientos, nuestras reflexiones, los que parece que te hablan al oído y han escrito la novela pensando en ti. Me gusta leer novelas en las que me reconozco como persona, esas novelas que te hacen detenerte un instante y decir: "Esto lo he pensado yo alguna vez, y no hay mejores palabras para expresarlo que las que utiliza este escritor."


Y no sólo comparto en su totalidad esa opinión, yo me atrevería a decir que Martínez de Pisón es uno de esos buenos novelistas que saben contarte una historia al oído.