El premio Nobel sirve a veces para poner el foco en
maravillosos escritores que nos resultaban lejanos por la lengua o la
geografía, pero cuando en 2015 se lo otorgaron a la escritora bielorrusa Svetlana Alexiévich pasó para mí desapercibida.
Las películas y las series de televisión tienen hoy una enorme capacidad para despertar
nuestra atención sobre algunos acontecimientos. Ha sido la magnífica serie de HBO Chernobyl la que me ha acabado por
acercar a esta obra.
Voces de Chernóbil, crónica del futuro resulta inclasificable. En
la portada del libro se anuncia claramente, aunque con letra pequeña, como un
ensayo. No me gustan las etiquetas, esas eternas divagaciones sobre la realidad
y la ficción. A mí lo que me gusta es que me cuenten historias que logren
emocionarme. Como describe la propia Alexiévich en este libro, “la literatura
cedió su lugar ante la realidad” y ella decidió darles el protagonismo de la
narración a los personajes reales que vivieron y sufrieron la historia.
Se trata de la voz narradora
posiblemente más poderosa que haya leído nunca. A través de las entrevistas, presentadas
como monólogos, nos revela la realidad desde muchos y diferentes puntos de
vista. La vemos a través de los ojos de la esposa del bombero que se enfrentó a
un desastre del que desconocía las dimensiones, como también las desconocían
los diversos científicos: ingenieros, físicos, biólogos, químicos… que no
podían aceptar que la ciencia había fallado.
En mitad de una gigantesca
conmoción no hallaban las respuestas para preguntas que nunca habían osado
hacerse. El accidente de la central nuclear de Chernóbil abrió una enorme
grieta en la dictadura soviética, hizo añicos la irrealidad utópica del relato
oficial sin que lograran encontrar las palabras que definieran la verdad. Como
en una antigua tragedia griega, los héroes se enfrentan a retos imposibles que
son recordados por un coro de voces: viudas, hijos, vecinos evacuados, madres,
médicos, periodistas, historiadores, políticos… De todos ellos Alexiévich sabe captar la sensibilidad por los pequeños
detalles y lo hace desde la complicidad y compromiso de una periodista que pone
al lector dentro de lo que pasó.
El segundo monólogo, el de la
propia escritora, me parece el más impresionante de todos porque nos explica el
motivo de su libro: Me dedico a lo que he
llamado la historia omitida, las huellas imperceptibles de nuestro paso por la
tierra y por el tiempo. Escribo y recojo la cotidianidad de los sentimientos,
los pensamientos y las palabras. Intento captar la vida cotidiana del alma. La
vida de lo ordinario en unas gentes corrientes. Aquí, en cambio, todo es
extraordinario: tanto las inhabituales circunstancias como la gente, tal como
les han obligado las circunstancias, elevándolos a una nueva condición al
colonizar este nuevo espacio.
Ante una
desgracia que no pueden entender, sus personajes deambulan por un mundo
paralelo, continúan sus vidas, arando los campos, comiendo comida radiactiva,
viendo cómo el paso del tiempo va dejando horribles huellas en los cuerpos
porque, como describe uno de los personajes, en la vida las cosas terribles ocurren en silencio y de manera natural.
Y con esa
naturalidad y esa voz tan creíble Alexiévich nos cuenta una historia que muchas
veces no resulta amable leer –sobre todo en mitad de unas vacaciones
estivales-, pero que nos atrapa por su realismo sencillo, alejado de la
grandilocuencia y el dramatismo con las que se cuentan a veces este tipo de
historias
De pronto, se encendió
cegadora la eternidad
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