24 octubre, 2019

Los girasoles ciegos


Quince años después de mi primera lectura me acerco a Los girasoles ciegos y descubro un libro de líneas subrayadas, de párrafos enteros marcados por el amarillo ya gastado del rotulador. De inmediato me sumerjo en las historias tristes de sus personajes y el grato recuerdo se vuelve realidad y, en el presente, concluyo que estoy disfrutando de uno de los mejores libros que haya leído nunca.

Me embargan los sentimientos de sus personajes derrotados, a los que ni siquiera el escritor puede salvar de su destino y sufro con sus dudas, sus miedos y sus penas, que conocemos no solo por las diferentes voces narradoras, sino también a través de sus cartas, sus diarios abandonados, que Alberto Méndez, su autor, mezcla con una habilidad que está a la altura de muy pocos.

En menos de 150 páginas nos cuenta cuatro historias que aparentemente no tienen ninguna relación. Más tarde, cuando ya es casi imposible no devorar con un placer exquisito cada una esas páginas, descubres que todas están relacionadas. Quizás la más conocida sea la última, la que da título al libro y fue llevada al cine, pero yo prefiero la primera de ellas, la del capitán que no quería formar parte de la victoria y en una de sus cartas duda: “tendremos que elegir entre una guerra o conquistar un cementerio”.

El libro es un ajuste de cuentas con los vencedores y una justificación llena de ternura de los vencidos. “Finalmente viéndoles guerrear como quien ayuda al vecino a cuidar un familiar enfermo, la idea de que eran hombres nacidos para la derrota convirtió a aquellos milicianos en un inventario de cadáveres. Siempre lleva las de perder el que más muertos sepulta”.

No se puede contar más con menos palabras, insinuando otras muchas cosas que un lector inteligente se encargará de deducir o investigar, porque todo está muy cuidado, incluso el vocabulario. Como en mis lecturas infantiles, tuve que acudir al diccionario para precisar ciertos significados: várgano, agrimensor, enteco, abacero, tahalí, falleba, moharra… cuyo descubrimiento ilumina la lectura, aunque se pueden deducir por el contexto; o acudir a internet para situar en el mapa esos minúsculos pueblos de nombres que parecen inventados, pero de los que la cartografía se encarga de confirmar su existencia. La riqueza del lenguaje se mezcla con la sencillez de su narrativa, repleta de frases cortas, simples, pero magníficamente construidas.

El sabor más profundo se encuentra en los matices, en los pequeños detalles que llenan sus páginas, en la geografía precisa de las calles, el detallado itinerario de la camioneta que traslada al capitán desde el frente cercano al centro de Madrid, la diferencia entre los desarrapados milicianos del frente y los soldados perfectamente uniformados de los edificios oficiales, el cajón sin entoldar del camión o el reloj de su abuelo, que no era uno cualquiera, sino un Roskov o simplemente en la poesía de las descripciones: “Bajo un aire tibio, transparente como un aroma, Madrid nocheaba en un silencio melancólico alterado sólo por el estallido apagado de los obuses cayendo sobre la ciudad con una cadencia litúrgica, no bélica”.

Más allá del Capitán Alegría que decide rendirse a los que van a perder la guerra al día siguiente, nos encontramos con otros personajes que nos enamoran por su sufrimiento: el joven poeta que huye a través de las montañas y, tras la muerte de su mujer en el parto, malvive sus últimas semanas junto al hijo recién nacido en una cabaña rodeada por un paisaje de hambre y nieve; Juan Senra, el profesor de chelo que, como Sherezade,  alarga su vida unos días contando falsas historias heroicas sobre la estancia en la cárcel de Porlier del hijo del coronel que debe condenarlo a muerte; o la del niño que ve cómo su padre, un profesor de literatura de instituto, sufre, desde el armario en el que se ve obligado a esconderse para sobrevivir, el acoso a su mujer por parte de un lujurioso diácono, traumatizado por los acontecimientos de los que formó parte durante la Gloriosa Cruzada. Nos encontramos a personajes que en la dureza de la derrota mantienen lo más importante: la dignidad, porque como confesó su autor: "Hay momentos en los que no tienes que elegir entre la vida y la muerte, sino entre la dignidad y otra cosa. Yo he querido hacer un canto a la dignidad".



En el momento en el que, años después, cerré por segunda vez la última página de Los girasoles ciegos reviví un sentimiento: la rabia por no poder leer nada más de Alberto Méndez, un traductor, guionista y editor que, aunque siempre estuvo relacionado con la literatura, publicó su primera y única novela a los 63 años. Meses más tarde un cáncer le impidió vislumbrar el éxito que iba a venir: los premios de la Crítica o el Nacional de Narrativa, el medio millón de ejemplares vendidos en sus más de cuarenta ediciones, la película y el favor de un público que no se ha cansado de leer Los girasoles ciegos. No se me ocurre mejor obra para formar parte del temario de literatura de los institutos. Hace unos meses los nietos del franquismo, que vuelven a rozar el poder político, lo sacaron del temario en Andalucía. Por eso, ahora más que nunca, su lectura para los que no lo conocen o su relectura para los que quieran volver a disfrutar de este libro maravilloso, es casi obligada.

En una entrevista le preguntaron a Méndez sobre la nota biográfica que aparecía en la solapa de la novela, donde no constaba ningún libro anterior. Su respuesta me conmueve: “La verdad es que no he tenido tiempo. Sumando los hijos, el trabajo... el tiempo libre llega muy tarde.”

Mientras escribo este texto leo uno de Antonio Muñoz Molina sobre Cesare Pavese, en el que recuerda una frase del escritor italiano que me ilumina: “La verdadera impresión de las cosas inolvidables no sucede la primera vez que las encontramos, sino la segunda”. Pues eso…

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