Quince años después de mi primera
lectura me acerco a Los girasoles ciegos y descubro un libro de líneas subrayadas,
de párrafos enteros marcados por el amarillo ya gastado del rotulador. De
inmediato me sumerjo en las historias tristes de sus personajes y el grato
recuerdo se vuelve realidad y, en el presente, concluyo que estoy disfrutando
de uno de los mejores libros que haya leído nunca.
Me embargan los sentimientos de
sus personajes derrotados, a los que ni siquiera el escritor puede salvar de su
destino y sufro con sus dudas, sus miedos y sus penas, que conocemos no solo por
las diferentes voces narradoras, sino también a través de sus cartas, sus
diarios abandonados, que Alberto Méndez, su autor, mezcla con una habilidad que
está a la altura de muy pocos.
En menos de 150 páginas nos
cuenta cuatro historias que aparentemente no tienen ninguna relación. Más
tarde, cuando ya es casi imposible no devorar con un placer exquisito cada una
esas páginas, descubres que todas están relacionadas. Quizás la más conocida
sea la última, la que da título al libro y fue llevada al cine, pero yo
prefiero la primera de ellas, la del capitán que no quería formar parte de la
victoria y en una de sus cartas duda: “tendremos que elegir entre una guerra o
conquistar un cementerio”.
El libro es un ajuste de cuentas
con los vencedores y una justificación llena de ternura de los vencidos. “Finalmente
viéndoles guerrear como quien ayuda al vecino a cuidar un familiar enfermo, la
idea de que eran hombres nacidos para la derrota convirtió a aquellos
milicianos en un inventario de cadáveres. Siempre lleva las de perder el que
más muertos sepulta”.
No se puede contar más con menos
palabras, insinuando otras muchas cosas que un lector inteligente se encargará
de deducir o investigar, porque todo está muy cuidado, incluso el vocabulario.
Como en mis lecturas infantiles, tuve que acudir al diccionario para precisar
ciertos significados: várgano, agrimensor, enteco, abacero, tahalí, falleba,
moharra… cuyo descubrimiento ilumina la lectura, aunque se pueden deducir por el
contexto; o acudir a internet para situar en el mapa esos minúsculos pueblos de
nombres que parecen inventados, pero de los que la cartografía se encarga de
confirmar su existencia. La riqueza del lenguaje se mezcla con la sencillez de
su narrativa, repleta de frases cortas, simples, pero magníficamente
construidas.
El sabor más profundo se
encuentra en los matices, en los pequeños detalles que llenan sus páginas, en
la geografía precisa de las calles, el detallado itinerario de la camioneta que
traslada al capitán desde el frente cercano al centro de Madrid, la diferencia
entre los desarrapados milicianos del frente y los soldados perfectamente
uniformados de los edificios oficiales, el cajón sin entoldar del camión o el reloj
de su abuelo, que no era uno cualquiera, sino un Roskov o simplemente en la
poesía de las descripciones: “Bajo un aire tibio, transparente como un aroma,
Madrid nocheaba en un silencio melancólico alterado sólo por el estallido
apagado de los obuses cayendo sobre la ciudad con una cadencia litúrgica, no
bélica”.
Más allá del Capitán Alegría que
decide rendirse a los que van a perder la guerra al día siguiente, nos
encontramos con otros personajes que nos enamoran por su sufrimiento: el joven
poeta que huye a través de las montañas y, tras la muerte de su mujer en el
parto, malvive sus últimas semanas junto al hijo recién nacido en una cabaña
rodeada por un paisaje de hambre y nieve; Juan Senra, el profesor de chelo que,
como Sherezade, alarga su vida unos días
contando falsas historias heroicas sobre la estancia en la cárcel de Porlier
del hijo del coronel que debe condenarlo a muerte; o la del niño que ve cómo su
padre, un profesor de literatura de instituto, sufre, desde el armario en el
que se ve obligado a esconderse para sobrevivir, el acoso a su mujer por parte
de un lujurioso diácono, traumatizado por los acontecimientos de los que formó
parte durante la Gloriosa Cruzada. Nos encontramos a personajes que en la
dureza de la derrota mantienen lo más importante: la dignidad, porque como
confesó su autor: "Hay momentos en los que no tienes que elegir entre la
vida y la muerte, sino entre la dignidad y otra cosa. Yo he querido hacer un
canto a la dignidad".
En el momento en el que, años
después, cerré por segunda vez la última página de Los girasoles ciegos reviví
un sentimiento: la rabia por no poder leer nada más de Alberto Méndez, un
traductor, guionista y editor que, aunque siempre estuvo relacionado con la
literatura, publicó su primera y única novela a los 63 años. Meses más tarde un
cáncer le impidió vislumbrar el éxito que iba a venir: los premios de la
Crítica o el Nacional de Narrativa, el medio millón de ejemplares vendidos en
sus más de cuarenta ediciones, la película y el favor de un público que no se
ha cansado de leer Los girasoles ciegos. No se me ocurre mejor obra para
formar parte del temario de literatura de los institutos. Hace unos meses los
nietos del franquismo, que vuelven a rozar el poder político, lo sacaron del temario
en Andalucía. Por eso, ahora más que nunca, su lectura para los que no lo
conocen o su relectura para los que quieran volver a disfrutar de este libro
maravilloso, es casi obligada.
En una entrevista le preguntaron a
Méndez sobre la nota biográfica que aparecía en la solapa de la novela, donde
no constaba ningún libro anterior. Su respuesta me conmueve: “La verdad es que
no he tenido tiempo. Sumando los hijos, el trabajo... el tiempo libre llega muy
tarde.”
Mientras escribo este texto leo
uno de Antonio Muñoz Molina sobre Cesare Pavese, en el que recuerda una frase
del escritor italiano que me ilumina: “La verdadera impresión de las cosas
inolvidables no sucede la primera vez que las encontramos, sino la segunda”.
Pues eso…
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