Mi abuelo fue muchas cosas:
buenas y malas. Entre las primeras podría citar su pertenencia a la guerrilla
antifascista de los hermanos Quero, en Granada. Mi abuela fue una de esas
heroínas anónimas que penó en las cárceles franquistas la valentía que no
querer delatar el paradero de su marido, ni si quiera cuando, embarazada de
seis meses, la pusieron frente al simulacro de un pelotón de fusilamiento. Mi
madre se crió en un convento de monjas con la obligación añadida de cuidar de
su hermana menor en aquel infierno y acabó abrazando la clausura y el hábito de
las novicias. Por eso, las historias que cuenta Almudena Grandes en sus Episodios
de una Guerra Interminable, y sobre todo en Las tres bodas de Manolita, me
llegan al alma, me producen unos sentimientos que difícilmente pueden
producirse con otras. Por eso, no puedo ser objetivo con sus novelas y declaro
mi rendición nada más comenzarlas. Hay libros, por desgracia no demasiados, que
te dejan huérfano al cerrar la última página, preso de una emoción que se
resiste a marchar, cuyo sabor permanece durante días en la garganta, recordando
los diferentes matices, las caras imaginadas de esos personajes que han logrado
quedarse para siempre en la memoria.
No sé si ésta es una obra
perfecta. Quizás le sobren algunas escenas y yo, convertido con las décadas en lector
puñetero, eliminaría alguna subtrama, pero ¡Qué cojones! ¿Cuántas veces en mis
tres años en la Escola d’Escriptors escuché que el guión de la novela que llevo
demasiado tiempo intentando escribir es demasiado largo, la trama demasiado
compleja y que le sobran personajes? Las tres bodas de Manolita demuestra cómo
pueden entrelazarse decenas de historias para que todas ellas encajen. Ése es
para mí uno de sus grandes aciertos, uno de los mayores méritos que sólo es
explicable por el oficio de la escritora, convertida aquí en artesana, porque
urdir una trama coral tan compleja y hacerlo con esa sencillez convierten este
libro en una obra de orfebrería, una maquinaria de precisión tan perfecta, sólo
a la altura de Silverio, el Manitas, uno de los muchos personajes inolvidables
que pululan por ella.
“En
los buenos tiempos la señoritas se casan por amor. En los malos, muchas lo
hacen por interés. Yo me casé con un preso en los peores, por dos multicopistas
que nadie sabía poner en marcha”.
La semana pasada, en la
presentación en Barcelona de Las tres bodas de Manolita, su autora explicó que
siempre reescribe el comienzo de sus novelas cuando ya las tiene acabadas,
porque esos primeros párrafos son fundamentales, la llave maestra que, explican
los profesores de narrativa, atrapará o no al lector en su tela de araña. A
nadie se le ocurriría comenzar una historia como ésta en un tablao flamenco,
pero entre “una marea de flecos y
volantes de todos los colores”, “al otro lado de la muralla de lunares” nos
encontraremos a un comunista escondido, que durante los primeros momentos del
Golpe de Casado y la derrota, sin lugar a dudas los más duros de lo que iba a
ser una larga dictadura, decide continuar su pequeña lucha. A partir de ese
momento, conoceremos todos los detalles de su vida, los de su hermana Manolita
y los de un racimo de personajes maravillosos (más de ciento sesenta, según el
listado aclaratorio que aparece al final del libro), entre los que yo siento
predilección por una extraña pareja de hecho: Eladia, la mujer de bandera que
no quiere a los hombres y Paco la Palmera, el hombre que los adora aunque sean
feos como él –magnifica la escena en la que por mi primera vez ambos comparten
cama, vestidos, con una persona del otro sexo que tanto les repele-.
¿Una novelas con más de 160 personajes?
Que no se asuste nadie, porque Almudena Grandes lo gestiona con una solvencia
pasmosa. Nos desmenuza con maestría sus vidas para que, no sólo podamos
digerirlas con facilidad, sino que deseemos tragar sus cucharadas con una gula
exquisita. El lector paciente entenderá con rapidez el código que le plantea la
autora, que dará todos los saltos en el tiempo necesarios para que podamos
componer cada detalle presente, pasado y futuro de todos los personajes y así
nos enamoremos, riamos y lloremos con la mayoría y odiemos a unos cuantos
malvados, sobre los que sobresale Roberto el Orejas, uno de esos hijos de puta
-y fueron muchos- que escalaron en el régimen franquista a costa de hundir, sin
la más mínima piedad, incluso a los que habían sido sus amigos. El personaje está
inspirado en Roberto Conesa, un siniestro comisario de la Brigada Político
Social que incluso fue condecorado por sus acciones, ya muerto Franco y en
plena democracia, por el Ministro Martín Villa.
Una vez le oí a Almudena
Grandes una frase de Tolstoi: “el estilo debe ser más limpio que brillante” y
eso se nota en todas las esquinas de esta novela. Sus historias son tan
potentes que no necesitan de giros ni florituras y provocan una voracidad en el
lector –al menos en mi caso- que hacen que las páginas vuelen, que vivamos las
situaciones que se producen en la eterna cola de la cárcel, que nos rebelemos
contra la grisura de un régimen criminal, que nos desvelemos por las personas
sencillas que lo sufren con una dignidad que estuvo muy por encima de las
circunstancias.
Ése es otro detalle que me
encanta de Las tres bodas de Manolita y la diferencia de otras obras que
transcurren durante los años treinta y cuarenta del siglo pasado. La guerra y la
represión generaron miles de biografías y situaciones fabulosas, la gran
mayoría de ellos de héroes anónimos e improbables, capaces de ocupar con su
enorme presencia las páginas de una novela,
por mucho que haya escritores que se empeñen en rodearlos de personajes
famosos, rígidos por la luz de los focos de la historia con mayúscula. Almudena
Grandes explicó la semana pasada que ahí ha encontrado un filón, pero también
el deber moral de narrarnos sus vidas, las de los viejos luchadores que, según
explicó, vienen a contársela en las manifestaciones a las que acude.
Que el estilo sea limpio no
significa renunciar a los recursos de los sentidos. Las palabras nos pueden
hacer sentir, oler, ver… Y esta novela está repleta de pequeños momentos sensoriales,
como la apertura de una puerta de un Mercedes requisado: “la inexperta mano que había marcado las puertas con las siglas de la
CNT no había sido capaz de evitar que unos hilillos de pintura blanca
chorrearan hasta el suelo como lágrimas sucias, desoladas de torpeza. Sin
embargo, el hombre que separó las dos primeras mayúsculas de la tercera al
bajar a la calle, no se correspondía con el tipo de personas que solían moverse
por Madrid en un coche como aquel” o el andar de Eladia, que despertaba los
mismos deseos con el traje de miliciana que con el de faralaes: “cuando la veían venir con una camisa
militar, pantalones, correajes, y una pistola de medio metro encajada en la
cadera, dejaban la acera libre mientras la borla de su gorra cuartelera de la CNT
marcaba su paso como un diapasón”
No hay nada mejor para
administrar el ritmo que un buen uso de los diálogos, la frescura del habla de
los personajes y en eso también lo borda:
─¿Y
tú que miras? ─al escucharla, la Palmera se dio cuenta de que estaba borracha,
seguramente drogada, pero lo que le impresionó no fue eso.
─¿Yo?
─sino descubrir que nunca, en su vida, había visto tanta rabia en los ojos de
nadie─. Nada.
Es cierto que Almudena
Grandes suele ser vehemente en sus opiniones y en sus libros, que pueden tender
hacia cierto maniqueísmo, pero no se puede juzgar a un escritor por sus ideas
sino por sus obras y, personalmente, estoy harto de la equidistancia de los
políticamente correctos, una equidistancia por otro lado mentirosa porque, si
bien es cierto que en la Guerra Civil hubo buenos y malos en ambos mandos, no
lo es menos que en la contabilidad de los crímenes y los horrores también ganan
por goleada los que se llevaron la victoria. Yo le agradezco que cuente la
historia de esos rostros borrosos que siempre se quedan en el segundo plano de
la historia, como ella comentó la semana pasada. Y entiendo su deber moral
porque también es el mío, aunque yo no haya tenido que escuchar las historias
de mucha personas en manifestaciones y reuniones, sólo tenía estar atento a los
relatos inverosímiles y novelescos de mi propia familia. Por ello y porque,
parafraseando la dedicatoria que me firmó, la felicidad que nos producen las
buenas lecturas también son una buena manera de resistir a tiempos tan grises
como los actuales, no sólo recomiendo con vehemencia Las tres bodas de
Manolita, sino sus dos novelas anteriores y, si alguien quiere conocer los
motivos, aquí pueden encontrar unos cuantos:
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