La memoria es selectiva con
algunos libros, pero condena a otros a un recuerdo borroso, apenas una
apreciación global, una vaga sensación de agrado. En los últimos meses he ido
regresando a algunas de las arrebatadoras lecturas del final de la adolescencia:
en la mayoría de ellas quedaba un poso, un sabor conocido que retornaba después
de mucho tiempo con sólo leer las páginas iniciales. Nada, la novela de Carmen
Laforet ha sido diferente. Desconozco el motivo, pero no guardaba ningún rastro
de la primera vez y ha sido un redescubrimiento maravilloso.
Cuando era joven cerraba la
última página de un libro que me había gustado y me enfrascaba en el siguiente
sin preguntarme por los motivos que habían llevado a enamorarme de una
historia. Ahora, conforme avanza la lectura y quizás por esa deformación del
aprendiz del escritor, me intereso por el proceso creativo que siguió su autor,
por la vida que le rodeaba cuando lo escribió, por las formas que buscó para expresarse.
A veces conviene leer las
historias con la fecha en la que fueron escritas para entender toda su
grandeza. En enero de 1.944, cuando una joven huérfana de veintidós años
comenzó a escribir Nada, España vivía la época más oscura de lo que iba a ser
una larga dictadura mientras el mundo se desangraba en otra guerra. La mejor
generación había sido destrozada por un conflicto cainita que había obligado a
la mayoría al silencio del exilio y, en el peor de los casos, incluso a la
muerte. Las voces que habían quedado estaban alejadas de la realidad o sólo
estaban dispuestas a contar una mentira imperial de palabrería y artificio.
Dos años más tarde, esa
opera prima ganaba la primera edición de un premio que iba a ser clave en el panorama
literario de las siguientes décadas: el Nadal. Y hasta Juan Ramón Jiménez
rompió su silencio y en un artículo en la Revista Ínsula se preguntó: “¿Cómo puede llamarse Nada un libro que
encierra tanto y tan bueno?”
Leída con los ojos de ahora,
Nada puede parecer una buena novela, pero es mucho más que eso: supuso un
cambio con respecto a lo que se había escrito antes y, sobre todo, un soplo de
frescura entre la mediocridad de la dictadura. Como dijo Delibes “La prolijidad, el afán de atar todos los cabos, típica de la novela
de anteguerra, no se da aquí: es el primer chispazo de renovación”. Una
muestra de lo que Hemingway llamaría la teoría del iceberg, donde destacaba la
importancia de los silencios, de lo que no se cuenta y se deja oculto, moldeable
por la imaginación del lector.
En la escena inicial, cuando
Andrea, la joven protagonista, llega en mitad de la noche a la casa de su
abuela con una maleta cargada de libros, dispuesta a iniciar una nueva vida, se
encuentra con un reino de penumbras donde todos los personajes guardan un
secreto. A partir de ese momento, el lector ve a través de su mirada y trata de
descubrir lo que se esconde detrás de una familia destrozada por la guerra: un
mundo claustrofóbico y sórdido, lleno de enigmas que invitan a volar por sus
páginas, en las que se describe el hambre, la violencia, la amargura de los
deseos rotos por una pasado dramático del que apenas se habla, pero siempre
está en el ambiente.
Laforet nos cuenta una historia
a media voz sin los peajes del estilo, escrita casi a vuelapluma, con la
ingenuidad de la juventud. Más tarde su autora confesaría “Comprendo que no tengo la larga paciencia del genio. Al menos, en
cuanto al estilo me es imposible corregir un libro. Si alguna página mía suena
en un castellano correcto y armonioso, es porque así salió de mi pluma,
espontáneamente. Y no protestaría si algún crítico juzga que no hay ninguna con
estas cualidades. Aún viendo repeticiones de palabras muy fáciles de sustituir,
al leer una galeradas, es raro que las corrija, porque, preocupada por la idea
general del libro, las olvido. Lo que a mí, como novelista, me preocupa en mis
libros, lo que soy capaz de destruir enteramente y volver”.
La voz narradora de Andrea
guarda proximidad con la de su autora que ahonda en otra innovación: mostrarnos
los personajes sin emitir juicios y dejarlos al albedrío de los lectores. “Cuando yo escribí la novela tenía muchas
impresiones acumuladas en soledad y una instintiva sabiduría: la de darme
cuenta que si era cierto que yo podía ver y sentir ciertas cosas que aceptaba o
rechazaba mi sensibilidad, no tenía experiencia para juzgarlas. Por este motivo
puse el relato en boca de una jovencilla que es casi una sombra que cuenta.”
Una jovencilla en la que
había bastante de la propia Laforet: “Recuerdo
que, a mis veintitrés años, cuando me decían que Nada, mi primera novela, era
un libro autobiográfico, me sentía ofendida en mi egolatría de creadora. Estaba
bien segura de que, buena o mala, aquella novela era una fabulación de
personajes y de ambientes de los que había expurgado mi particular intimidad”
Es en ese punto: la
recreación de los personajes y los ambientes, donde esta obra alcanza una
envergadura impropia del bautismo literario de una joven. Por el tenebroso piso
de la calle Aribau comienzan a moverse un coro de personajes –otro factor
novedoso en ese momento- que se van perfilando despacio: la abuela que prefiere
aislarse en su demencia senil de una realidad que no quiere entender, la tía
Angustias que ejerce de madrastra egoísta y malvada, el tío Juan que canaliza
todas sus frustraciones en las palizas con las que castiga a su mujer Gloria,
una pobre ingenua que arrastra varios enigmas, aunque quizás ninguno tan grande
como el que esconde el tío Román, cuya su sensibilidad quedó trucada en una
mezquindad amarga.
Y frente a ese purgatorio de
almas derrotadas, Andrea conoce el mundo de la universidad, el de las familias
que quieren capitalizar la victoria, el de los aburridos cachorros de la burguesía
que sueñan con ser artistas, el paisaje de la ciudad natal cambiado por la
posguerra. “Al regresar a ella, recién
terminada la guerra civil, Barcelona tuvo para mí la magia de la primera gran
ciudad que pisaban mis zapatos vagabundos. No desbarataba en absoluto la
impresión mágica el que Barcelona presentase entonces las cicatrices de la
guerra reciente y que el hambre fuese una realidad como la del aire suave,
mediterráneo, de sus calles.”
Algunos compararon, por
proximidad en el tiempo, Nada con La familia de Pascual Duarte de Cela, pero la
trayectoria de ambos no pudo ser más diferente. Mientras el novelista gallego
fue un recaudador de premios y fama, un tremendista que supo explotar su propio
personaje, Carmen Laforet nunca logró superar el peso de su primera novela. Los
biógrafos la dibujan como una mujer depresiva, adicta a las pastillas
adelgazantes, de reprimidos deseos lésbicos; una madre de cinco hijos, que se
hundió aún más en el abismo tras la separación de su marido; una escritora
insegura para la que el proceso creativo se convirtió en una tortura, que
siempre encontraba inmadurez y defectos en sus obras, pese a la admiración y
los ánimos de algunos colegas como Ramón J. Sender, con quien mantuvo una
relación epistolar en la que me gustaría profundizar.
No puedo imaginar nada peor
para un escritor que el miedo a las palabras: la grafofobia que, según cuentan,
le llevó a ni siquiera poder firmar cheques. A los 65 años intentó trazar
palotes en el cuaderno de su nieta en un desesperado intento de escribir.
El azar del destino ha hecho
coincidir mi relectura de Nada con el décimo aniversario de la muerte de su
autora, que se produjo el 28 de febrero de 2004. Era una octogenaria que
llevaba años sin pronunciar una sola palabra.
Sus lectores tenemos la
fortuna de poder seguir leyéndolas y admirándolas.
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