A los dieciocho años
abandoné la ciudad en la que nací y nunca he vuelto a vivir en ella. Desde
entonces he estado empadronado en Barcelona, en Sant Cugat –en tres momentos
diferentes-, en Terrassa, en Madrid y ahora en un pueblo minúsculo que duerme a
la falda de un Parque Natural a media hora de Barcelona. Las sucesivas mudanzas
siempre me dejaron el aire despistado del que acaba de llegar y no conoce el espacio
que habita y me vacunaron contra el nacionalismo egoísta y paleto que se
extiende, como una mancha de aceite pringoso, por todos los pueblos de nuestra península.
Ahora que se han puesto de
moda los patriotas –no hay palabra que me provoque más repelús porque en nombre
de la patria y la religión se han provocado las mayores carnicerías de la
historia- creo, cada vez con más firmeza, que la única patria es una que no
existe: la que se perdió en los recuerdos mentirosos de la infancia.
Una y otra vez volvemos a ella
buscando lo que no encontramos por el camino, pero la memoria es traicionera y casi
siempre acaba idealizando lo que vamos dejando atrás, otorgándole una magia que
convive con una realidad medio inventada.
Yo siempre que me recuerdo
de niño, me veo muy pequeño, perdido en unas dimensiones irreales y
desproporcionadas que luego decepcionan al confrontarse con la verdad, pero, a
pesar de todo ello, es imposible olvidar el paisaje de los primeros años porque
nos marcan para siempre. Una prueba de ello es el papel que encontraron en el
bolsillo del abrigo de Antonio Machado a su muerte, un verso maravilloso, el
último que había escrito: “Esos días
azules y ese sol de la infancia”.
Hace unas semanas encontré
en una red social dos foros sobre fotografías antiguas de Málaga que han significado para mí un delicioso viaje al pasado, despertando recuerdos
que dormían en el último cajón del olvido, aquel donde guardamos las emociones
más antiguas. A veces, en el fondo de esos cajones encontramos objetos
inesperados que regresan para despertar nuestra memoria, para viajar incluso a
un pasado más antiguo al nuestro, el que pertenece al mundo de nuestros padres
y hasta de nuestros abuelos. Gracias a esas fotografías he visto paisajes que
ni siquiera conocí, otros que ya son muy diferentes a cómo yo los recuerdo e
incluso algunos que dejaron de existir hace tiempo.
Así, un viejo tranvía
circula junto al mercado de mi barrio por unas calles casi vacías que se
dibujan mucho más amplias. Quizás en el aquella época no estaría aún la tienda
de hielo ni la barbería donde me cortaba el pelo. Ahora vamos a las peluquerías
o incluso, los más cursis del lenguaje, a los salones de belleza unisex, pero
cuando yo era niño la peluquería era territorio exclusivo de las mujeres, con
aquellos secadores tan aparatosos en los que introducían las cabezas para hacer
las permanentes. Como todos los hombres, yo iba a la barbería, aunque no
tuviera ni un solo pelo en la barba y, ya por entonces, casi nadie acudía a
ellas a afeitarse. No obstante, yo aún recuerdo fascinado la primera vez que vi
rasurar a navaja: los movimientos expertos y rápidos del antebrazo con los que
el barbero afilaba la hoja, frotándola sobre la superficie reseca de cuero; la
espuma, blanca y abundante, que aplicaba con una enorme brocha de pelo; la
ceremonia de los masajes faciales y el olor varonil de la loción Barón Dandy.
Desde entonces siempre me quedé con las ganas de que un día me afeitaran en una
barbería, una sensación que sigo sin haber conocido.
Los tranvías desaparecieron
muchos años antes de que yo naciera y, como mucho, recuerdo algún raíl
olvidado, medio tapado por el asfalto. Hoy que los más jóvenes sólo conocen los
teléfonos móviles y algunos incluso no han visto una cabina, sorprende ver a
los hombres que, como si estuvieran colgados del cielo, tiraban los cables
telefónicos por el Puente de Armiñan.
O ver aquellos vehículos que circulaban por un
puente más estrecho que el actual a principios de los años setenta.
Lo que recuerdo como si
fuera ayer es el recorrido que había desde mi casa hasta la de mi abuela
Dolores, el lugar donde comenzaba la calle Cauce, dejando a la derecha la
Cuesta de Capuchinos. Había que dejar
atrás la antigua fábrica de conservas –ya hablaré de ella en otro momento- y el
local pequeño y alargado donde Modesto alquilaba los tebeos y las novelas del
oeste. Modesto andaba encorvado y tenía una mirada que a mí me parecía hosca,
iba casi siempre con un pantalón, una americana y una boina casi tan oscuros y sucios
como el local. A mi madre no le gustaba que cogiera sus tebeos, pero mi abuelo
Rafael solía pasar cada semana a cambiar algunas de aquellas viejas novelas del
oeste que escribían a destajo Marcial Lafuente Estefanía o algunos de los
maravillosos escritores a los que la dictadura hostil y gris no había perdonado
su pasado republicano.
Más adelante estaba El
Garaje, el bar donde mi abuelo pasaba largas horas jugando al dominó. Recuerdo
la barra que se alargaba a la derecha desde la entrada y el grupo de mesas,
siempre llenas de hombres cansados que arrastraban sus primeros años de vejez
barajando las fichas blancas y negras. Aún recuerdo el tacto suave que tenían
la primera vez que mi abuelo me dejó, delante de sus compañeros de juego,
removerlas o el frescor duce de la primera naranjada a la que me invitó el
viejo anarquista de enorme corazón.
La calle Cauce -mis abuelas
vivían en el número 43 donde se conocieron, como vecinos, mis padres- rezumaba
por entonces vida. En aquellos corralones de viviendas, formadas en la mayoría
de ocasiones por una sola sala donde se apilaban familias enteras, la vida se
hacía en el patio común y, sobre todo, en la calle. El concepto de vecindad era
mucho más profundo que los buenos días del ascensor y las aburridas reuniones
de junta que hoy se estilan por las “comunidades”.
Cuando, de regreso de casa
de mi abuela, volvía a enfilar la calle Parras tras girar la esquina donde
estaba la animada cafetería MariPepe, se marcaba una línea de tristeza. Ya
entonces estaba sucia y desolada y, por desgracia, la imagen apenas ha
cambiado. En eso el pasado sigue siendo reconocible. Lo que nunca le perdonaré
a los diferentes Consistorios que han desfilado en todo este tiempo y especialmente
a los últimos de mayorías absolutas del Partido Popular, es el grado de
deterioro al que han abandonado algunas callejas tan cercanas al llamado Centro
Histórico. Parece que al alcalde siempre le han interesado más los adornos y
las guirnaldas con las que engalanan de feria las calles más céntricas o esos
horribles artefactos arquitectónicos, de puertas gigantescas y postizos
campanarios de yeso, en los que ha convertido las Casas de las Hermandades de
Semana Santa. La última vez que vi la calle Parras estaba muy sucia y
escalonada por solares fantasmales, llenos de escombros de edificios derruidos.
Unos metros más adelante
estaba la minúscula calle Dos Hermanas, donde estaba mi casa, pero esa es una
historia que merece su espacio propio.
como puedo contactar con jose maria velasco
ResponderEliminarDisculpa pero no he leído tu comentario hasta hoy. Mi email es jose.m.velasco@hotmail.com para lo que quieras...
ResponderEliminar