En la guerra, la mejora del
tiempo nunca es buen presagio para los que esperan un ataque. En la mañana del
24 de diciembre de 1.938 todo el personal del aeródromo de Rosanes, cercano a
La Garriga, tenía la mente puesta en la fiesta de Nochebuena, que durante la
República se había disfrazado bajo el nombre de la fiesta del invierno, pero un
día antes Franco había lanzado la ofensiva final contra Cataluña y, a media mañana,
la actividad en las pistas comienza a ser intensa. La escuadra de Natachas
acaba de recibir la orden de bombardear el avance enemigo cerca de Fontllogosa,
en el frente de Balaguer.
Los camiones van de un lado a
otro de la pista poniendo en marcha los aviones. Los ametralladores prueban sus
armas con ráfagas cortas. Los pilotos no pueden hacer lo mismo: ante la escasez
de medios, las suyas han sido desmontadas para armar los cazas Polikarpov
“Chatos”, lo cual les deja indefensos en el caso de que el ametrallador sea
alcanzado por las balas enemigas. A las dos despega el primer aparato, pilotado
por el jefe de la escuadrilla, el toledano Eustaquio Gutiérrez. Minutos más
tarde los nueve Natachas se alejan del cielo de La Garriga agrupados en tres
patrullas que dibujan una flecha. Media hora más tarde se encuentran con las
dos escuadrillas de cazas Polikarpov I16 “Moscas” que deben darles cobertura en
el ataque. Los diez aviones de la Sexta Escuadrilla se sitúan doscientos metros
por encima de los bombarderos, mientras los nueve de la Séptima vuelan unos
cien metros por debajo de ellos. Tienen que hacerlo en zigzag para poder seguir
el lento vuelo de los aparatos que protegen si no quieren caer en pérdida. A
estas alturas de la guerra, los Natachas son ya aviones anacrónicos frente al
avance técnico de los últimos modelos de la aviación alemana e italiana que
operan en el bando nacional.
Cuando llevan una hora y veinte
de vuelo alcanzan su objetivo y son recibidos por el fuego violento de la
artillería antiaérea. A una altura de quinientos metros dejan caer las bombas y
comienzan el viraje a casa. Ante la intensidad de los disparos que reciben
desde tierra se ven obligados a dispersarse y, aunque no han perdido la
formación, la han dejado demasiado abierta. De repente cesa el fuego. Los Moscas
de escolta vuelan ya lejos cuando un enjambre de Fiats nacionales se lanza
sobre ellos. Los cazas enemigos, que regresaban de dar protección a un bombardeo, se han dado cuenta de la
situación y se ensañan contra los Natachas, cuyo único medio de defensa es un
picado vertiginoso. Sin la ayuda de los cazas y sin ametralladoras rápidas son
una presa fácil.
El primero en caer es el jefe de
la escuadrilla: Eustaquio Gutiérrez y su ametrallador, Teodoro Garrote, son
heridos por los disparos y se ven obligados a saltar en paracaídas sobre
territorio enemigo. Son hechos prisioneros. El aparato que le acompañaba a la
derecha también es alcanzado. El piloto, José Gómez, ha recibido un impacto de
metralla en la cabeza y la sangre apenas le deja ver cuando siente un enorme
dolor en el tobillo producido por la bala explosiva de un Fiat. Mientras, el
ametrallador, Juan José Ruiz, que ha recibido seis disparos en una pierna,
continúa disparando hasta caer desmayado. Cuando alcanzan las líneas propias,
el combustible corre por el suelo del aparato y amenaza con incendiarlo. Toman
tierra de forma violenta en una montaña dos kilómetros al norte de Osó de
Balaguer, un terreno de matojos cercano a un barranco. Son recogidos por un
pequeño grupo de soldados republicanos que ha visto al accidente y los llevan a
lomos de mulos hasta un hospital de campaña. Allí, los médicos piensan que el
piloto ha muerto y centran sus esfuerzos en su compañero, hasta que un niño de
siete años se acerca al cuerpo y, al tocarlo, se da cuenta que aún está con
vida. Más tarde recuperará la conciencia, pero se quedará sordo porque han
tenido que extirparle ambos oídos. A su colega le han amputado una pierna. El
tercer avión de la primera patrulla, el que vuela a la izquierda es alcanzado.
El ametrallador, Diego López deja de disparar a causa de las heridas. Sin
defensa, el piloto Antonio Nicolás consigue llegar hasta territorio controlado
por los republicanos, pero se estrella y muere en el acto. Su compañero lo hará
un día más tarde.
El Natacha que encabeza la
segunda patrulla, que pilota Francisco Palma, se lanza en un picado salvaje
hostigado por sus perseguidores y logra aterrizar cerca de Tárrega, pero el
aparato sufre averías irreparables y tanto él como el ametrallador, Miguel
Mulet, han resultado heridos. A su derecha, el avión al mando de Antonio
Arijita logra escapar en solitario sin que nadie lo vea, pero no regresa a su
base y lo dan por muerto junto a Martiniano Lumbreras. No saben que ha logrado
tomar tierra en Vic sin haber recibido un solo impacto. El bombardero de la
izquierda donde vuelan Isidoro Nájera y Dionisio Onoro consigue escapar junto a
uno de la tercera patrulla, el de Luis Villalvilla y Antonio Lizaga. Ambos se
defienden de forma conjunta de los cuatro cazas que les persiguen, logrando
incluso abatir a uno de ellos. Son los únicos que consiguen regresar a La
Garriga. El jefe de la última escuadra, Héctor de Diego, se lanzó en picado a
más de quinientos kilómetros por hora mientras escuchaba los insultos de su
ametrallador mezclado con el tableteo de su arma. Tras dejar atrás a los cazas,
trató de tomar tierra con la mayor brevedad posible para que pudieran socorrer
a su compañero, herido en una pierna, y capotó sobre un campo donde el aparato
sufrió un vuelco brusco. Tras ser atendidos
en Cervera, consiguieron regresar en coche a Barcelona, donde, después de pasar
unas horas en la Clínica Platón, de Diego decide dejar a su compañero, al que
atienden de las heridas en una pierna, y regresa a La Garriga.
El último Natacha, el de Ramón
D’Ocón, tuvo peor suerte. Perseguido por algunos de los pilotos enemigos más experimentados, entre
ellos el as de la aviación nacional García Morato, es el que más impactos
recibe. El ametrallador, Enrique Sanz, no cesa de disparar su rápida Shkás. Ese
día le ha tocado relevar en el puesto de fotógrafo del último avión a un
compañero. Tras ser alcanzados, el piloto salta en paracaídas, pero se
desespera al ver cómo su compañero se estrella con el avión en el pantano de
Camarassa. Después de permanecer escondido durante toda la noche en terreno de
nadie maldiciendo la muerte de su amigo, logra alcanzar las líneas
republicanas.
Cuando Héctor de Diego llega a La
Garriga, a las tres de la madrugada del día de Navidad, el silencio es
sepulcral. La mesa estaba preparada con la cena
de la fiesta, pero vacía, iluminada por la luz de las velas. La
escuadrilla de Natachas del aeródromo de Rosanes ya es historia.
Miembros de la
2ª escuadrilla frente al Chalet.
Fotografía tomada
por uno de los pilotos: Héctor de Diego.
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Nota. El pasado día 23 de abril,
diada de Sant Jordi, mi mujer Laura me regaló, como es tradición cada año, un
libro: Aviació i guerra a La Garriga. 1933-1946 de David Gesalí y David
Iñiguez. Pese a que en ocasiones se pierde en detalles localistas, algo
provincianos, está magníficamente documentado e ilustrado. Este artículo bebe
de algunos detalles, muy precisos, descritos en él.
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