Semanas atrás, explicaba la importancia que
tienen para mí las imágenes cuando trato de abordar una escena. La mayoría de
mis textos parten de una, basada casi siempre en un hecho real, que luego mi
imaginación modela, a veces de forma caprichosa. De hecho, toda la novela que
tengo en la cabeza no deja de ser una sucesión de imágenes, borrosas al
principio, que se van haciendo nítidas conforme las voy escribiendo.
Como he explicado en alguna ocasión, algunas surgieron
entre la documentación que he ido encontrando. El consejo de guerra que
siguieron contra mi abuela describe con
minuciosidad la noche de espanto que precedió a su detención. En su
expediente penitenciario y en algunas lecturas sobre la vida de las mujeres en
las cárceles del franquismo, encontré detalles cotidianos que quizás nunca
habría logrado imaginar. La casualidad hizo que encontrara el diario de viaje de
un soldado que viajó a Cuba en el mismo barco que mi tatarabuelo, donde relataba
las penurias de la travesía, la tempestad a la que tuvieron que enfrentarse antes
de llegar a La Habana, el menú cansino que comían cada día entre el mareo y los
vómitos. Ya he contado en este blog cómo en los periódicos de 1986 puede leerse
la euforia con la que despidieron a los tropas que iban a luchar a la Guerra de
Cuba, también el estado lamentable en el que regresaron tres años más tarde.
Pero algunas de las imágenes más poderosas las
oí en los labios de mis familiares. Hace un par de años, tuve una larga
conversación con mi primo Ernesto. Fue una de esas tardes en las que el otoño
se niega a abandonar el verano. Estábamos sentados en la cocina de su casa (resulta
curiosa la fijación que tenemos en mi familia por contar nuestras historias en
las cocinas) cuando me proporcionó algunos detalles sobre la huida de su madre.
De entre todas las sensaciones: hambre, frío, cansancio, desesperación, miedo…
que asolaron a Ángeles, a su hermano Pepe y al Chico Pericas, un amigo de la
familia, en su huida desesperada por las carreteras del sur de Granada, ella
guardaba una imagen que le contó mucho tiempo después a sus hijos, una que
Ernesto puso sobre la mesa, junto a los vasos de agua fresca, la tarde que me
contaba su historia.
Tras un día entero caminando, a la llegada de
la noche pudieron cruzar la línea del frente a la altura de La Malahá. En mitad
de la oscuridad se encontraron con los primeros soldados republicanos, que intentaron
calmar el hambre que arrastraban. Fue una rodaja de pan con mantequilla lo
primero que comieron, pero ella nunca la había visto de ese color: un azul muy
intenso que se quedó en su memoria durante décadas. A la mañana siguiente, pudo
comprobar la agitación del campamento y vio los suministros rusos que acababan
de recibir los soldados… y mi imaginación empezó a modelar aquella imagen…
La mantequilla azul fue la primera imagen que
le vino a Ángeles a la mente nada más despertarse. Nunca había visto que
tuviera ese color tan extraño, un azulado intenso, casi celeste, muy distinto
del amarillo limpio y claro al que estaba acostumbrada. Le llamó la
atención las letras rojas del papel que la envolvían. Estaban escritas en ruso.
Con la luz del día, pudo ver con precisión todos los detalles que habían
quedado ocultos en la oscuridad de la noche, la agitación del campamento, los
enormes fardos con caracteres incomprensibles pintados en la arpillera, que
debían contener los suministros enviados por los soviéticos, algunos fusiles
modernos tan diferentes a las armas viejas que llevaban la mayoría de los
soldados, los sacos de leche en polvo, las cajas de municiones con la madera
recién desclavada, donde se podía ver el brillo de las balas aún alineadas,
preparadas para la muerte, los bidones de combustible, todo rodeado de un
cierto desorden que indicaba bien a las claras que no habían tenido tiempo de
inventariar. La escasez de medios había acelerado el reparto y los soldados
transmitían una cierta sensación de urgencia, como si presintieran el peligro
que se acechaba sobre ellos, un sexto sentido que les ponía nerviosos frente a
un futuro espeso, confuso.
No podían saber que, sólo un día más tarde,
el enemigo iba a tomar la decisión que cambiaría su suerte para siempre. En ese
momento ya estaba concretando los últimos detalles del ataque que desbordaría
las escasas líneas defensivas sin demasiado esfuerzo. Las órdenes se empezaban
a escribir en los cuarteles de Granada: “La marcha se hará lo más rápidamente
posible, a fin de lograr el objetivo principal, Alhama, en una jornada. Caso
contrario, las columnas armonizarán su desplazamiento a fin de coincidir ante
este objetivo”. Un tabor de Larache, un batallón de Lepanto, dos compañías de
milicias, dos escuadrones, dos baterías y una sección de zapadores estaban a la
espera de recibirlas. Los mecánicos hacían los últimos preparativos para que
estuvieran a punto los camiones que debían acompañar a la mezcolanza de
cuerpos. Los oficiales esperaban nerviosos, con ansias de gloria, conscientes
de la superioridad de sus fuerzas. La Carrera del Genil y el Paseo del Salón se
iban a llenar de madrugada con la columna dispuesta para la marcha.
Al otro lado de las líneas difusas que dividían
los mapas, otros soldados se preparaban para enfrentarse a lo desconocido, a lo que llevaban esperando semanas, lo que
pensaban tal vez no se produciría nunca, aunque todo estaba ya decidido.
Ángeles miraba sus rostros y veía el cansancio, pero no podía imaginar la
derrota, percibía el sufrimiento, pero no la muerte. Los preparativos de esas
últimas horas no iban a ser suficientes para detener a un enemigo mejor armado,
más numeroso. Cuando se giró por última vez para ver el campamento, no podía
imaginar lo que les iba ocurrir a los combatientes republicanos. Como un
ejército de insectos laboriosos, el batallón se movía por el campamento
acarreando pertrechos y municiones. Permanecerían ocupados en la intendencia
hasta la llegada del enemigo.
−Tenemos que seguir adelante. Nos espera
todavía un buen trecho –las palabras de su hermano la despertaron de sus
pensamientos.
− ¿Qué será de esos hombres, Pepe?
− ¿A qué te refieres?
−Me estaba preguntando cuántos de ellos
seguirán vivos al final de la guerra, cuántos volverán a ver a sus mujeres, a
sus novias, cuántos podrán abrazar a sus hijos.
−Ahora preocúpate de ti, que bastante tenemos
nosotros con seguir con lo nuestro, como para pensar en otras cosas.
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