Siempre imaginé que escribir una novela
requería de algo más que oficio y que, cuando se carece de él, se convierte en
algo cercano al imposible. Ahora no lo imagino. Ahora lo puedo afirmar. Cuando
miro el camino recorrido (ya va para tres años) y la larga distancia que queda
por delante, tiendo al desaliento. Las páginas que me parecían brillantes de
madrugada se vuelven mediocres con la luz de la mañana. Las palabras se gastan
si conseguir el resultado que pretendo y no alcanzan a abrigar toda la historia
que se revuelve en mi cabeza. “Es una historia demasiado ambiciosa, demasiado
compleja” me han aconsejado ya varias personas que entienden de esto mucho más
que yo. Pero es la que yo quiero contar, la que tantas veces oí, fragmentada,
en los labios de los hombres y las mujeres de mi familia, la que cuenta el
sumario del consejo de guerra que siguieron contra mi abuela, su expediente
penitenciario, la auditoria de guerra de mi abuelo o la historia militar de mi
tatarabuelo.
Hace ahora un año acabé los dos primeros
capítulos, los que luego estuve retocando durante más de seis meses.
Desanimado, salté al que posiblemente será el capítulo séptimo porque quería
enfrentarme a una larga sucesión de escenas difíciles, por el mero hecho de que
algo dentro de mí me llamaba a contarlas. Al principio fluyeron rápidas, luego
la mano se detuvo porque no encontraba en la cabeza la tranquilidad que pudiera
escribirlas. No es fácil emborronar párrafos de noche después de una jornada de
trabajo y los trenes de cercanías siempre llegan a su destino en el peor
momento, cuando los garabatos manuscritos vuelan sobre la página en blanco y el
reloj de acerca a las nueve de la mañana.
Por ello, a veces necesito de la brevedad
de un cuento que me aleje de la cansada distancia de los recorridos largos,
pero hasta eso es mentira. Éste nació de la ansiedad de los sueños, del
pesimismo de las noticias, pero también se quedó varado en una orilla perdida,
lejos de todo puerto. Como la fruta madura que se pudre en las ramas, las
páginas llenas de tachaduras se duermen en el cajón del olvido. Ésta vez me
negué a que así fuera y, apenas sin limpiarlo de polvo e imperfecciones, decidí
tenderlo al sol de mi blog para que le diera la claridad. Hay veces en que la
luz de la mañana también rebela que la madrugada dejó un resto de esperanza,
tres frases aceptables, una idea pintada a medias que, al menos, van sirviendo
para tratar de aprender el oficio.
Y el cuento breve se titula…
El calor del verano indigesta los sueños
−Ten mucho cuidado.
La frase aún resonaba en su interior
mientras perdía la mirada en la luz roja del semáforo. Fue lo último que le
dijo antes de salir del sótano dónde habían estado escondidos durante los
últimos días. La voz parecía suave, recordaba más a súplica que a advertencia.
Luego la claridad de la mañana le cegó los ojos y los malditos tacones la
obligaron a ir detrás de su compañero. Hacía mucho tiempo que no usaba ese
calzado tan incómodo y no lograba entender los motivos que llevan a otras
mujeres a ver el mundo diez centímetros más arriba, pero los zapatos negros
formaban parte del camuflaje, también la falda gris marengo -sólo unos
centímetros por encima de la rodilla-, las medias y la chaqueta oscuras. Hasta
se había recogido el pelo en una cola bien peinada.
La luz se puso verde esperanza dibujando a
un peatón que camina. La espera en los semáforos era ahora más breve y una de
las pocas ventajas de la nueva época: el número de coches había descendido en
picado en los últimos meses, de forma proporcional a la subida de los impuestos
de la gasolina. La gente prefería quedarse en sus casas consumiendo el tiempo
frente a las pantallas de una televisión intervenida. Habían matado sus sueños.
Caminaron a los largo de dos calles antes
de llegar a la avenida sin tráfico. Ya no le asaltaban las dudas. ¿Qué nos ha
llevado hasta aquí? ¿Cómo pudimos dejar que ocurriera? ¿Qué hicieron los
políticos por evitarlo? Los escaparates estaban tristes. Una maniquí calva y
desnuda la miró de reojo al otro lado del cristal. Muchas tiendas habían
cerrado en los últimos meses con la contracción del consumo y en la mayoría de
los locales se repetía el mismo cartel: “Se vende. Se alquila”, siempre
acompañado por un número de teléfono al que nadie llama.
Tras una esquina, la silueta del rascacielos
de dibujó a contraluz. El nerviosismo se hizo insoportable al pasar bajo el
arco detector que les citó tras las enormes puertas.
− ¡Que tristes son las corbatas grises!
–pensó al reflejarse el rostro de su compañero en la bruñida puerta del
ascensor.
Entonces el miedo se convirtió en una ola
enorme que avanzaba a gran velocidad. El cuello blanco de la camisa estaba
impoluto, bien planchado, pero no ocultaba el tatuaje. Una pequeña clave de fa
grabada en el cogote podía delatarle. Los analistas de mercados no se graban en
la piel algo así, ni aman tanto la música como él. Pero ya no había tiempo para
dar marcha atrás. En el ascensor de gran capacidad podían apilarse hasta una
docena de personas. Diez hombres y dos mujeres apenas se miraban. Entonces recordó
un verso que había leído mucho tiempo atrás: Un traje abandonado pesa
tanto en los hombros que muchas veces el cielo los agrupa en ásperas manadas.
Cuando las puertas se abrieron el número
trece parpadeaba sobre todos los demás. Era la última planta. Lo primero que
vio al salir fue el logotipo en letras doradas: Bradbury &
Associates. Rating Services. Los puntos eran demasiado grandes y, debajo, el
calendario digital proponía la fecha en letras rojas: 15 Mayo 2014.
Era la fecha elegida. Según le habían contado,
otros comandos estaban preparados en diversas ciudades del planeta. La misión
era silenciar el oráculo de las mentiras con el que los ricos imponían la
pobreza. Antes de la medianoche los temporizadores lo harían saltar por los
aires.
Cuando dieron sus nombres inventados a la
recepcionista, una rubia de uñas y dientes perfectos, ésta les respondió con
una sonrisa.
−Pasen. Les estaban esperando.
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