02 agosto, 2012

El calor del verano indigesta los sueños


Siempre imaginé que escribir una novela requería de algo más que oficio y que, cuando se carece de él, se convierte en algo cercano al imposible. Ahora no lo imagino. Ahora lo puedo afirmar. Cuando miro el camino recorrido (ya va para tres años) y la larga distancia que queda por delante, tiendo al desaliento. Las páginas que me parecían brillantes de madrugada se vuelven mediocres con la luz de la mañana. Las palabras se gastan si conseguir el resultado que pretendo y no alcanzan a abrigar toda la historia que se revuelve en mi cabeza. “Es una historia demasiado ambiciosa, demasiado compleja” me han aconsejado ya varias personas que entienden de esto mucho más que yo. Pero es la que yo quiero contar, la que tantas veces oí, fragmentada, en los labios de los hombres y las mujeres de mi familia, la que cuenta el sumario del consejo de guerra que siguieron contra mi abuela, su expediente penitenciario, la auditoria de guerra de mi abuelo o la historia militar de mi tatarabuelo.

Hace ahora un año acabé los dos primeros capítulos, los que luego estuve retocando durante más de seis meses. Desanimado, salté al que posiblemente será el capítulo séptimo porque quería enfrentarme a una larga sucesión de escenas difíciles, por el mero hecho de que algo dentro de mí me llamaba a contarlas. Al principio fluyeron rápidas, luego la mano se detuvo porque no encontraba en la cabeza la tranquilidad que pudiera escribirlas. No es fácil emborronar párrafos de noche después de una jornada de trabajo y los trenes de cercanías siempre llegan a su destino en el peor momento, cuando los garabatos manuscritos vuelan sobre la página en blanco y el reloj de acerca a las nueve de la mañana.

Por ello, a veces necesito de la brevedad de un cuento que me aleje de la cansada distancia de los recorridos largos, pero hasta eso es mentira. Éste nació de la ansiedad de los sueños, del pesimismo de las noticias, pero también se quedó varado en una orilla perdida, lejos de todo puerto. Como la fruta madura que se pudre en las ramas, las páginas llenas de tachaduras se duermen en el cajón del olvido. Ésta vez me negué a que así fuera y, apenas sin limpiarlo de polvo e imperfecciones, decidí tenderlo al sol de mi blog para que le diera la claridad. Hay veces en que la luz de la mañana también rebela que la madrugada dejó un resto de esperanza, tres frases aceptables, una idea pintada a medias que, al menos, van sirviendo para tratar de aprender el oficio.

Y el cuento breve se titula…

El calor del verano indigesta los sueños

−Ten mucho cuidado.

La frase aún resonaba en su interior mientras perdía la mirada en la luz roja del semáforo. Fue lo último que le dijo antes de salir del sótano dónde habían estado escondidos durante los últimos días. La voz parecía suave, recordaba más a súplica que a advertencia. Luego la claridad de la mañana le cegó los ojos y los malditos tacones la obligaron a ir detrás de su compañero. Hacía mucho tiempo que no usaba ese calzado tan incómodo y no lograba entender los motivos que llevan a otras mujeres a ver el mundo diez centímetros más arriba, pero los zapatos negros formaban parte del camuflaje, también la falda gris marengo -sólo unos centímetros por encima de la rodilla-, las medias y la chaqueta oscuras. Hasta se había recogido el pelo en una cola bien peinada.

La luz se puso verde esperanza dibujando a un peatón que camina. La espera en los semáforos era ahora más breve y una de las pocas ventajas de la nueva época: el número de coches había descendido en picado en los últimos meses, de forma proporcional a la subida de los impuestos de la gasolina. La gente prefería quedarse en sus casas consumiendo el tiempo frente a las pantallas de una televisión intervenida. Habían matado sus sueños.
Caminaron a los largo de dos calles antes de llegar a la avenida sin tráfico. Ya no le asaltaban las dudas. ¿Qué nos ha llevado hasta aquí? ¿Cómo pudimos dejar que ocurriera? ¿Qué hicieron los políticos por evitarlo? Los escaparates estaban tristes. Una maniquí calva y desnuda la miró de reojo al otro lado del cristal. Muchas tiendas habían cerrado en los últimos meses con la contracción del consumo y en la mayoría de los locales se repetía el mismo cartel: “Se vende. Se alquila”, siempre acompañado por un número de teléfono al que nadie llama.

Tras una esquina, la silueta del rascacielos de dibujó a contraluz. El nerviosismo se hizo insoportable al pasar bajo el arco detector que les citó tras las enormes puertas.

− ¡Que tristes son las corbatas grises! –pensó al reflejarse el rostro de su compañero en la bruñida puerta del ascensor.

Entonces el miedo se convirtió en una ola enorme que avanzaba a gran velocidad. El cuello blanco de la camisa estaba impoluto, bien planchado, pero no ocultaba el tatuaje. Una pequeña clave de fa grabada en el cogote podía delatarle. Los analistas de mercados no se graban en la piel algo así, ni aman tanto la música como él. Pero ya no había tiempo para dar marcha atrás. En el ascensor de gran capacidad podían apilarse hasta una docena de personas. Diez hombres y dos mujeres apenas se miraban. Entonces recordó un verso que había leído mucho tiempo atrás: Un traje abandonado pesa tanto en los hombros que muchas veces el cielo los agrupa en ásperas manadas.

Cuando las puertas se abrieron el número trece parpadeaba sobre todos los demás. Era la última planta. Lo primero que vio al salir fue el logotipo en letras doradas: Bradbury & Associates. Rating Services. Los puntos eran demasiado grandes y, debajo, el calendario digital proponía la fecha en letras rojas: 15 Mayo 2014.

Era la fecha elegida. Según le habían contado, otros comandos estaban preparados en diversas ciudades del planeta. La misión era silenciar el oráculo de las mentiras con el que los ricos imponían la pobreza. Antes de la medianoche los temporizadores lo harían saltar por los aires.

Cuando dieron sus nombres inventados a la recepcionista, una rubia de uñas y dientes perfectos, ésta les respondió con una sonrisa.

−Pasen. Les estaban esperando.

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