18 junio, 2012

El escritor ciego


Cada vez estoy más convencido que escribir una novela es, al menos en mi caso, un entrecortado proceso de obsesiones. Tras pasar muchos meses retocando los dos primeros capítulos de la mía y decepcionado por el grado de avance, decidí dar un salto hasta el capítulo siete, el que probablemente sea el más complejo de todos y uno de mis mayores retos. Narra la huida de mi abuela, acompañada por mi madre, que entonces aún no tenía dos años, ante la ofensiva del ejército de Franco para conquistar la ciudad de Málaga. Esa “desbandá” fue uno de los hechos más dramáticos, y a la vez más silenciados, de la guerra civil.

María se ve obligada a dejar su casa en Jayena, un pueblo del sur de Granada. Al mismo tiempo, sus hermanos Ángeles y Pepe escapan de la capital por la misma carretera por la que días más tarde se producirá el avance enemigo. Y mientras, su marido sale de Málaga para buscarla entre esa marabunta de desgracia. Y yo trato de contarlo de forma sucesiva a través de los ojos de los diferentes personajes que comparten su miedo y su desgracia con la multitud que los rodea.

A veces un escritor puede enfrentarse a los retos más inesperados, los que se cuelan por los agujeros más pequeños de la trama. Al tratar de reproducir una historia que ocurrió muchas décadas atrás, aparecen miedos que frenan la escritura, preguntas que no tienen respuesta fácil. Ocurre sobre todo en los detalles más pequeños, los más cotidianos. ¿Qué comerían? ¿Cómo hablarían en la intimidad de las casas? ¿Qué ropas vestirían? ¿Cómo serían las armas de aquella guerra?

Ahí la labor de documentación toma un papel fundamental, pero nunca alcanza a la hora de sentarse sobre el papel y enfrentarse a los detalles de una escena. Por eso, jamás termina, nunca es suficiente, siempre se corre el riesgo de despeñarse por el precipicio, de caer en un anacronismo que todo lo destruya, una palabra, un objeto fuera de tiempo que haga que la escena entera se caiga como un castillo de naipes.

En una de las escenas a las que debía de enfrentarme, los aviones ametrallaban a los refugiados que huían por la carretera. Me había documentado a conciencia. Visité una exposición donde se exponían las pocas fotos que pudieron tomarse de aquella desgracia, leí libros con testimonios de las personas que estuvieron allí. Leí los silencios que aparecieron en los periódicos de ambos bandos durante esos días. Descubrí detalles mínimos que me parecieron reveladores.

Pero, cuando intenté describirlo, llegó el miedo. No veía los aviones. No sabían cómo eran. Sólo podía dibujar una mentira. Cuando empecé a narrar, pensaba que era un escritor ciego, incapaz de entrar a fondo en una escena si no podía verla con mis propios ojos. El antídoto para mi angustia lo encontré en una entrevista que leí del maestro Marsé: Yo trabajo con imágenes. No con ideas. Yo no digo voy a hacer una novela de derrotados de mi barrio. Yo tengo una imagen en la memoria, y esa imagen me sugiere una historia.En esa misma entrevista, Marsé explicaba que trabajaba con los sentimientos y las emociones porque las ideas son lo primero que se pudre en una novela.

Yo he notado en demasiadas ocasiones cómo se me pudrían las palabras cuando detrás de ellas no reflejaba los sentimientos de los personajes. Yo quería ver esos aviones.

Fueron los aparatos de la Legión Cóndor alemana los que ametrallaron a la población civil en esa carretera. Más concretamente los Junkers 52. Desconozco como sería el oficio de escritor antes de la llegada de internet, pero no tengo vergüenza al confesar que sin Google yo no podría escribir mi historia. Encontré unas fotos a color de esos aviones con la cruz blanca y negra en el fuselaje y tonos amarillos junto a las hélices. Y así empecé a describirlos, pero había algo que no acababa de resultarme creíble, me parecían demasiado “alemanes”, demasiado “nazis”. Luego seguí indagando y descubrí que los aviones que volaron por los cielos españoles durante la guerra habían sido muy diferentes, llevaban dibujados varias aspas y un enorme punto negro.



Varias imágenes de los Junkers 52, la última de la ficha que manejaban
 las tropas republicanas para poder identificarlos

Se trata de un matiz minúsculo, un cambio cromático que apenas aparece en dos líneas de mi texto, una obsesión ridícula para cualquiera que lea mi explicación. Pero, más allá del escaso protagonismo de una veintena de palabras, yo necesitaba la imagen para poder escribir este boceto sobre el que aún tengo que dar varias pasadas

Los aviones cruzaron el cielo varias veces a lo largo del día. Sobrevolaban a una altura considerable, como rapaces al acecho. Se perdían entre las nubes y al rato sentían el regreso de su presencia lejana. Parecían más interesados en lo que ocurría al otro lado de los montes, junto a la costa. Después de dibujar grandes círculos descendían en picado y se perdían de la vista. El aire traía a veces el sonido de la masacre, el tableteo de las ametralladoras descargando su ira sobre otros seguramente tan inocentes como ellos. Ángeles, Pepe y el Chico Pericas seguían caminando, persiguiendo un objetivo que se antojaba cada vez más difícil mientras unos kilómetros más adelante otros morían.
No fue hasta el mediodía cuando vieron el resultado de la cacería. Ya habían apartado los cadáveres de la carretera, pero las cunetas eran testigos de lo que había sucedido. No les quedaba más remedio que huir hacia adelante y eso fue lo que hicieron durante horas.
Fue el instinto que antecede a la catástrofe el que les salvó las vidas. A última hora de la tarde Ángeles decidió detenerse junto a un bancal para poder descansar un momento. Su cuerpo estaba tan fatigado que se negaba a seguir adelante, sus pies ya no le obedecían por mucho que su hermano y el Chico Pericas, que a fuerza de caminar encontró el ánimo que le faltó durante los primeros días, le suplicaran que no se detuviese, que continuara avanzando. Estaba sentada sobre la tierra, apartada unos metros del camino, intentando aliviar con masajes sus pies doloridos, cuando regresó el ronroneo. Fue entonces cuando los vio, desgarbados, con varias aspas y un punto negro pintado sobre el fuselaje verduzco y unas manchas marrones junto a las hélices. La escuadrilla apareció tras un barranco. Los junkers pasaron sobre la carretera en vuelo rasante. Segundos más tarde, la metralla segó los cuerpos de los que corrían por ella. Uno de los tres trimotores giró, los otros dos despreciaron la presa. El que lo hizo se ensañó, sobrevoló una y otra vez sobre sus cabezas trayendo la muerte por oleadas. Todos corrieron hacía un enorme cañaveral que se encontraba a su espalda y se internaron en él sin pensarlo un momento. Decenas de cuerpos se apretujaron entre las cañas.

Nota.- Las historias orales de mi familia cuentan del miedo que sintieron mis tíos abuelos Pepe y Ángeles a lo largo de la huida por la Carretera de la Cabra, que lleva desde el interior de la provincia de Granada hasta Almuñécar, en la costa. El detalle de la escena forma parte de la ficción, pero está tomado de la realidad de muchos otros testimonios.

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