Cada vez estoy más
convencido que escribir una novela es, al menos en mi caso, un entrecortado
proceso de obsesiones. Tras pasar muchos meses retocando los dos primeros
capítulos de la mía y decepcionado por el grado de avance, decidí dar un salto
hasta el capítulo siete, el que probablemente sea el más complejo de todos y
uno de mis mayores retos. Narra la huida de mi abuela, acompañada por mi madre,
que entonces aún no tenía dos años, ante la ofensiva del ejército de Franco
para conquistar la ciudad de Málaga. Esa “desbandá” fue uno de los hechos más
dramáticos, y a la vez más silenciados, de la guerra civil.
María se ve obligada a dejar
su casa en Jayena, un pueblo del sur de Granada. Al mismo tiempo, sus hermanos
Ángeles y Pepe escapan de la capital por la misma carretera por la que días más
tarde se producirá el avance enemigo. Y mientras, su marido sale de Málaga para
buscarla entre esa marabunta de desgracia. Y yo trato de contarlo de forma
sucesiva a través de los ojos de los diferentes personajes que comparten su
miedo y su desgracia con la multitud que los rodea.
A veces un escritor puede
enfrentarse a los retos más inesperados, los que se cuelan por los agujeros más
pequeños de la trama. Al tratar de reproducir una historia que ocurrió muchas
décadas atrás, aparecen miedos que frenan la escritura, preguntas que no tienen
respuesta fácil. Ocurre sobre todo en los detalles más pequeños, los más
cotidianos. ¿Qué comerían? ¿Cómo hablarían en la intimidad de las casas? ¿Qué
ropas vestirían? ¿Cómo serían las armas de aquella guerra?
Ahí la labor de
documentación toma un papel fundamental, pero nunca alcanza a la hora de sentarse
sobre el papel y enfrentarse a los detalles de una escena. Por eso, jamás
termina, nunca es suficiente, siempre se corre el riesgo de despeñarse por el
precipicio, de caer en un anacronismo que todo lo destruya, una palabra, un
objeto fuera de tiempo que haga que la escena entera se caiga como un castillo
de naipes.
En una de las escenas a las
que debía de enfrentarme, los aviones ametrallaban a los refugiados que huían
por la carretera. Me había documentado a conciencia. Visité una exposición
donde se exponían las pocas fotos que pudieron tomarse de aquella desgracia,
leí libros con testimonios de las personas que estuvieron allí. Leí los
silencios que aparecieron en los periódicos de ambos bandos durante esos días. Descubrí
detalles mínimos que me parecieron reveladores.
Pero, cuando intenté
describirlo, llegó el miedo. No veía los aviones. No sabían cómo eran. Sólo
podía dibujar una mentira. Cuando empecé a narrar, pensaba que era un escritor
ciego, incapaz de entrar a fondo en una escena si no podía verla con mis
propios ojos. El antídoto para mi angustia lo encontré en una entrevista que
leí del maestro Marsé: “Yo trabajo con imágenes. No con ideas. Yo
no digo voy a hacer una novela de derrotados de mi barrio. Yo tengo una imagen
en la memoria, y esa imagen me sugiere una historia.” En esa misma entrevista, Marsé explicaba
que trabajaba con los sentimientos y las emociones porque las ideas son lo
primero que se pudre en una novela.
Yo
he notado en demasiadas ocasiones cómo se me pudrían las palabras cuando detrás
de ellas no reflejaba los sentimientos de los personajes. Yo quería ver esos
aviones.
Fueron
los aparatos de la Legión Cóndor alemana los que ametrallaron a la población
civil en esa carretera. Más concretamente los Junkers 52. Desconozco como sería
el oficio de escritor antes de la llegada de internet, pero no tengo vergüenza
al confesar que sin Google yo no podría escribir mi historia. Encontré unas
fotos a color de esos aviones con la cruz blanca y negra en el fuselaje y tonos
amarillos junto a las hélices. Y así empecé a describirlos, pero había algo que
no acababa de resultarme creíble, me parecían demasiado “alemanes”, demasiado “nazis”.
Luego seguí indagando y descubrí que los aviones que volaron por los cielos
españoles durante la guerra habían sido muy diferentes, llevaban dibujados
varias aspas y un enorme punto negro.
Varias imágenes de los Junkers 52, la última de la ficha que manejaban
las tropas republicanas para poder identificarlos
Se
trata de un matiz minúsculo, un cambio cromático que apenas aparece en dos líneas
de mi texto, una obsesión ridícula para cualquiera que lea mi explicación. Pero,
más allá del escaso protagonismo de una veintena de palabras, yo necesitaba la
imagen para poder escribir este boceto sobre el que aún tengo que dar varias
pasadas…
Los aviones cruzaron el cielo varias veces a lo largo del
día. Sobrevolaban a una altura considerable, como rapaces al acecho. Se perdían
entre las nubes y al rato sentían el regreso de su presencia lejana. Parecían
más interesados en lo que ocurría al otro lado de los montes, junto a la costa.
Después de dibujar grandes círculos descendían en picado y se perdían de la
vista. El aire traía a veces el sonido de la masacre, el tableteo de las
ametralladoras descargando su ira sobre otros seguramente tan inocentes como
ellos. Ángeles, Pepe y el Chico Pericas seguían caminando, persiguiendo un
objetivo que se antojaba cada vez más difícil mientras unos kilómetros más
adelante otros morían.
No fue hasta el mediodía cuando vieron el resultado de la
cacería. Ya habían apartado los cadáveres de la carretera, pero las cunetas
eran testigos de lo que había sucedido. No les quedaba más remedio que huir
hacia adelante y eso fue lo que hicieron durante horas.
Fue
el instinto que antecede a la catástrofe el que les salvó las vidas. A última
hora de la tarde Ángeles decidió detenerse junto a un bancal para poder
descansar un momento. Su cuerpo estaba tan fatigado que se negaba a seguir
adelante, sus pies ya no le obedecían por mucho que su hermano y el Chico
Pericas, que a fuerza de caminar encontró el ánimo que le faltó durante los
primeros días, le suplicaran que no se detuviese, que continuara avanzando.
Estaba sentada sobre la tierra, apartada unos metros del camino, intentando
aliviar con masajes sus pies doloridos, cuando regresó el ronroneo. Fue
entonces cuando los vio, desgarbados, con varias aspas y un punto negro pintado
sobre el fuselaje verduzco y unas manchas marrones junto a las hélices. La
escuadrilla apareció tras un barranco. Los junkers pasaron sobre la carretera
en vuelo rasante. Segundos más tarde, la metralla segó los cuerpos de los que
corrían por ella. Uno de los tres trimotores giró, los otros dos despreciaron
la presa. El que lo hizo se ensañó, sobrevoló una y otra vez sobre sus cabezas
trayendo la muerte por oleadas. Todos corrieron hacía un enorme cañaveral que
se encontraba a su espalda y se internaron en él sin pensarlo un momento. Decenas
de cuerpos se apretujaron entre las cañas.
Nota.- Las historias orales de mi familia
cuentan del miedo que sintieron mis tíos abuelos Pepe y Ángeles a lo largo de
la huida por la Carretera de la Cabra, que lleva desde el interior de la
provincia de Granada hasta Almuñécar, en la costa. El detalle de la escena
forma parte de la ficción, pero está tomado de la realidad de muchos otros testimonios.
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