Alonso Quijano se convirtió en Don Quijote de tanto leer novelas. Por lo que sabemos y lo que podemos imaginar, en esa locura fue más feliz que oyendo las tertulias del bachiller y el barbero en una casona de la Mancha.
Ahora sé que un escritor de novelas también puede llegar a convivir con una locura parecida, una enfermedad que se va inoculando muy despacio, pero que estalla de repente con todas sus fiebres. Con el paso de los meses, me he ido sorprendiendo de cómo reparaba en cosas a las que, hasta ese momento, no le había prestado la más mínima atención.
De entre los cientos de rostros parecidos y aburridos que se cruzan por nuestra vida cada día, en ocasiones sobresale alguno que llama la atención. Lo suele hacer por el detalle más absurdo, más pequeño, más inesperado. Esta mañana en el vagón del cercanías vi uno que no paraba de hablar. Sostenía una conversación con su vecina del asiento de enfrente, aunque más que una conversación era un monólogo en el que iba narrando sus historias irrelevantes. Vestía un traje oscuro, que parecía barato; una camisa blanca, con los picos del cuello muy pequeños, sin duda insuficiente para que le quedara bien una corbata mal anudada, muy larga del lado ancho, demasiado corta del lado estrecho que no debiera verse. Aunque, en su caso, no lo había hecho pasar por la costura interior y también era visible, de tal forma que, más que una corbata parecía un trapo colgado sin gracia al cuello. A través de la música de mi ipod, el tipo hablaba de cosas banales, de juergas que suelen acabar en borracheras, de una vida que no destacaba por sus muchas luces. Al marcharse de despidió de la chica con unas de esas frases que ya indican que no va a ocurrir lo que se está diciendo:
―Bueno, a ver si un día quedamos y hacemos un café aunque sea.
En cuanto bajó del vagón, la joven suspiró mirando a otro chico que iba al lado del que se había marchado y que, aunque era evidente que también la conocía, apenas había participado de la conversación. No le dijo nada, pero la sonrisa indicaba la liberación que le había producido esa marcha.
Ayer disfrutaba de una terraza después de la comida. Como las sombras del mediodía eran agradables, lo que debía ser un café rápido y solitario se alargó varios minutos. A unos metros, se sentaban cuatro muchachas de poco más de veinte años, pero sólo una hablaba. Las demás se limitaban a oír lo que les explicaba y, sólo de vez en cuando, hacían algún comentario. La que charlaba lo hacía con el tono alto de voz de quien quiere realzar lo que está contando, tal vez porque no estaba acostumbrada a tanta atención. Explicaba historias de sus romances. Al parecer salió unas semanas con un medio novio que era egipcio. Aunque, según contaba, era muy atento y muy divertido, acabó dejándolo.
―En el mundo árabe, cuando un hombre te está invitando siempre es que quiere irse a la cama contigo.
La respuesta que le dio una compañera entre risas fue antológica.
―En el mundo árabe y en Barcelona los comportamientos de los hombres son siempre los mismos.
Detrás de cada detalle late el espacio para la narración. Antes pasaba por ellos sin fijarme. Ahora comienzo a sentir esa enfermedad de la que hablan algunos escritores, voy entrenando mi capacidad narrativa con las cosas que suceden a mi alrededor. Imagino las vidas que puede llevar las personas a través de lo que me dicen sus caras. Guardo atención a sus conversaciones que nunca, desde mi sentido de la privacidad, me importaron, con la intención de que tal vez me ayuden a escribir diálogos más naturales y creíbles.
De esa forma empiezo a vivir esa locura que siente el escritor cuando trata de imaginar sus historias a través de trozos dispersos de realidades que son muy diferentes a lo que quiere contar. Sigo siendo un hombre al que le pesa la corbata y que, de lunes a viernes, marcha cada mañana al trabajo en una oficina. Quizás algún día descubra que siempre fui un escritor que aceptó otros trabajos para pagar la hipoteca. Aunque todo eso son sólo tonterías, debe ser otro síntoma más de esa fiebre.
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