Ayer acabé el primer capítulo de mi novela. Según el contador de palabras del procesador de textos, el ordenador me responde que he necesitado de 11.783, agrupadas en 161 párrafos. Los casi sesenta y ocho mil caracteres con espacios se traducirían en un libro impreso a unas cuarenta y ocho páginas. Contando lo que tengo ya escrito del segundo capítulo, ese número subiría hasta las setenta páginas de ese libro imaginario en el que pienso cada día.
Después de cerrar la trama y de pintar la escaleta que contiene todas las futuras escenas de la novela, calculo que estoy a la mitad del camino, que aún me quedan aproximadamente otros dos años, como mínimo, para llegar al final. Eso si antes el camino no se pierde en un laberinto de miedos. Haciendo cuentas, ese libro con el que sueño podría pasar de las seiscientas páginas, demasiadas para un escritor novel que se enfrenta a su primera novela.
Ese primer capítulo sigue siendo sólo un borrador. En el futuro volveré a él decenas de veces, casi tantas como la corrección ya realizada de las sucesivas versiones de sus fragmentos.
De entre todos sus párrafos, el destino me ha ayudado a seleccionar éste:
El frío de la mañana comenzaba a ceder cuando el teniente se dirigía hacia el hospital provincial, donde había sido ingresado el hombre al que pretendía interrogar. Conforme el automóvil se alejaba de la cueva, iba repasando todos los datos, releyendo, una vez más, el informe de la Guardia Civil. Algo le escocía en el bolsillo derecho del pantalón, el roce del mechero le producía una incomodidad extraña. El hecho de que no hubieran encontrado ningún arma era algo que le mosqueaba. La imagen de la vieja colgada del techo, el aspecto desolado de la vivienda, la mirada de los vecinos que callaban a su paso, todos los detalles continuaban hirviendo de tal forma en el interior de su cabeza que, cuando el aire de la calle le devolvió a la realidad frente a la imponente fachada de San Juan de Dios, entró decidido a aclarar aquella situación de inmediato.
Una de las historias con las que suelo dormir a mi hija es el cuento de la lechera. Cuando le apago la luz, pienso en ello. Ojala nunca se me rompa esta pequeña cántara de leche.
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Ese párrafo me sabe a poco, me gustaría seguir leyendo.
ResponderEliminarRecuerda que a la lechera se le cayó la cántara porque no estaba prestando atención a lo que hacía en ese momento.
Hay que tener paciencia: Roma no se construyó en un día.
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