Lo primero que hice cuando decidí escribir la novela fue entrevistarme con mis tías, con algunos primos, con mi madre. En aquel momento desconocía que existieran documentos, perdidos en viejos archivos, que contarían detalles de la historia de mi familia, que explicarían, con una minuciosidad asombrosa, el detalle de su dolor. Entonces pensaba que la única fuente de información sería volver a aquellos relatos orales que siempre me habían interesado desde niño, tomar aquellos retales de memoria y darles un orden. Las historias contadas en voz baja acaban desordenándose por la fantasía de los años. Volví a escuchar aquellas anécdotas que mi tía Resu sabe describir con la misma gracia con la que le había oído algunos cuentos que me había contado de niño. Aún me sigue sorprendiendo su capacidad para explicar, con una alegría contagiosa, las travesuras con las que se enfrentó a aquella infancia dura de hospicios y conventos. En los relatos de mis primos volví a sentir el orgullo de los hijos que han sentido de cerca el sufrimiento de sus padres. Mi primo Ernesto me enseñó el diploma con el que la Junta de Andalucía le reconocía a su madre, muchas décadas después, su lucha por las libertades. Lo único que lamentaba es que, cuando eso ocurrió, ella ya no tenía la capacidad para entenderlo.
Pero de todos los testimonios, el más aterrador fue el de mi madre. El dolor confunde los recuerdos, trata de esconderlos de la memoria, los duerme en el cajón del olvido. Ella me seguía susurrando aquellas historias, me pedía que hablara con un tono de voz más bajo, como si aquellos hombres aún pudieran oírnos. A los pocos minutos, sus ojos se llenaron de lágrimas, su voz se entrecortó y decidí, de forma inmediata, apagar la grabadora y acabar con su padecimiento. Intentaba describir el momento en el que se llevaron a mi abuela detenida, en el que los guardias civiles entraron en la cueva en la que vivían y comenzaron a darle golpes, a interrogarla, a preguntarle por el paradero de su marido. Ella vio como se la llevaban presa. La dejaron abandonada, sola y, a sus casi siete años tuvo que cruzar toda la ciudad de Granada buscando refugio en casa de su tía Feliciana. Durante estos meses me he preguntado cientos de veces qué puede pasar por la mente de una niña de seis años, la mayoría de ellos vividos durante la guerra y la más cruda derrota, cuando ve cómo unos hombres desconocidos entran en tu hogar y se llevan a tu madre.
Los manuales y los profesores de creación literaria recomiendan comenzar los libros con un momento álgido, que atrape al lector para toda la novela. Durante meses estuve dudando como me gustaría comenzar la mía. Mi madre no leerá este blog. Su vista ya no se lo permite. Pero más allá de la visión, la pena sería demasiado grande.
En la quietud de las paredes grises la espera es larga, tensa. María tiene esa sensación de azar de los que se saben condenados de antemano, dependientes de la voluntad de sus verdugos. Pierde la mirada en aquellas manchas, que dibujan formas extrañas sobre la cal desconchada, borrones de sufrimientos anteriores de otros desconocidos, no sabe si pintados por la humedad o por la sangre, que ahora le parecen testigos que silencian lo que vieron. Como también callarán lo que ella ha sufrido en esa celda pequeña del cuartel donde la llevaron detenida, en la que lleva muchas horas con todos sus minutos y sus segundos, que ya no es capaz de contar, aunque sólo han pasado poco más de dos días desde que la guardia civil apareció en su cueva. Recuerda la mirada de su hija mientras a ella comenzaban a pegarle, a preguntarle donde se escondía su marido. En las últimas horas se lo han preguntado cientos de veces. A cada pregunta le respondía el silencio y le acompañaba otro puñetazo que le hacía sentir un dolor inacabable.
No olvida el miedo que había en el rostro de su pequeña, un miedo tan inmenso como nunca había visto en aquellos ojos, acostumbrados a temer durante la mayoría de sus casi siete años de vida. Tampoco su expresión de desamparo mientras los guardias la retenían, aferrando sus brazos débiles y les chillaba que no se llevaran a su madre. En todo este tiempo no ha cesado de pensar en su hija, de preguntarse qué habrá sido de ella. Mientras comenzaban a darle patadas y a tirarle de los pelos, apenas pudo gritarle la última indicación: que buscara la casa de su tía. No puede imaginarla cruzando toda la ciudad de Granada. Tan pequeña y tan sola, caminando en la mañana fría de febrero. Atravesando unas calles que apenas conoce, desvalida como un pajarillo sin nido en mitad del invierno. Durante un tiempo que le parece interminable, no ha parado de pensar en ella, en la niña que canturreaba nanas para no oír los bombardeos durante la guerra, a la que la derrota apartó de su padre durante catorce meses, la que ha vivido el hambre y la miseria que trajeron los vencedores. Ahora quizá estará a resguardo en casa de su tía, o se habrá perdido buscando un abrazo donde calmar su pena.
Dentro de dos días abrazaré a mi madre. Un largo viaje en tren la traerá contenta porque podrá pasar la navidad con su nieta. Volveré a ver sus largos silencios. Yo aún la imagino desvalida, sólo un mayor que mi hija, cruzando Granada en mitad del frío.dormidasenelcajondelolvido by José María Velasco is licensed under a Creative Commons Reconocimiento-No comercial-Sin obras derivadas 3.0 España License.
Me gusta.
ResponderEliminar¡¡Feliz Navidad !! espero que lo paseis muy bien todos juntos y que el año que está por llegar venga cargado de cosas buenas.
Muchos besos de todos nosotros.