29 abril, 2010

El final de la guerra carlista

Tras la derrota en Monte Muro las acciones bélicas quedaron congeladas, pero, apenas unas semanas más tarde, la incomunicación con Vitoria obligaba a los republicanos a tomar Oteiza, que había sido fuertemente fortificada por los carlistas. Mi tatarabuelo Antonio López marchaba en la retaguardia, pero al llegar a dos kilómetros del pueblo, su batallón pasó a la vanguardia del ataque, siendo los primeros en recibir, a las once de la mañana, el fuego adversario. Una hora y media más tarde, el Regimiento de Zamora, que ocupaba el ala derecha, estaba a sólo cincuenta metros del enemigo. Las fuerzas republicanas arrollaron a cuatro compañías rivales, lo cual decidió el éxito de la jornada porque éstos ya no pudieron restablecer la línea de frente.

A principios de Septiembre los carlistas mantenían el bloqueo de Pamplona. La ciudad carecía de víveres, lo cual obligaba a los republicanos a romper el sitio con el objetivo de llevarles provisiones, pero si querían llegar a la ciudad tenían que atravesar antes El Carrascal, un desfiladero donde los enemigos habían colocado fuertes defensas. Morriones, que era el Jefe del Ejército Liberal, no quería desgastar a sus soldados en otro combate frontal e ideó una estrategia que levantara el asedio con las mínimas bajas posibles. Ordenó simular un ataque a Estella, la capital del carlismo, que hizo que éstos abandonaran el desfiladero y fueran en su socorro, momento que aprovecharon los republicanos para llegar hasta Pamplona con provisiones. El batallón del tatarabuelo no entró en la ciudad, sus órdenes eran proteger la retaguardia en Unzué, un pueblo cercano. Cuando los adversarios se dieron cuenta del engaño, volvieron a lanzar a sus tropas, que fueron retenidas por el regimiento donde se encontraba Antonio. Como ya había pasado en la batalla de Monte Muro, se mantuvieron conteniendo la embestida contraria hasta que los últimos soldados republicanos cruzaron el puente sobre el río Cidacos y todos pudieron regresar.


Languidecía el año 1874, los combates habían sido duros todo el año y ambos bandos necesitaban tiempo para reorganizarse y proseguir la lucha. La toma de Oteiza y el levantamiento del bloqueo la capital navarra, ofrecieron pequeñas victorias que apenas dieron un respiro porque, en los últimos días del año, derribaron la republica y volvió a instaurarse la monarquía. Con la llegada del nuevo rey, Alfonso XII, los carlistas se debilitaron, los monárquicos que habían abandonado la república, dejaron ahora el bando del carlismo, que poco a poco comenzaría a perder la guerra.

El 26 de enero el nuevo rey pasaba revista a sus tropas que desfilaron en una parada militar en las afueras de Peralta. El plan se centraba en el levantamiento definitivo del sitio de Pamplona, ciudad que, por su parte, pretendían conquistar los carlistas. El combate se libró duramente en los alrededores del Monte Esquinza. Antonio participó en el ataque a Puente la Reina, que fue conquistado en presencia del rey. Los liberales conseguían así levantar el asedio, pero, en un último esfuerzo desesperado del enemigo, en la batalla de Lácar, Alfonso XII estuvo a punto de ser hecho prisionero y los liberales sufrieron muchas bajas.


Los combates cesaron. Era invierno y el clima no permitía desarrollar ninguna maniobra coherente. Alfonso XII, escarmentado por sus experiencias en el frente, marchó a Madrid, desde donde ordenó una leva de soldados con el objetivo de reforzar el ejército y acabar de una vez con la guerra. En Navarra mientras tanto, tras la liberación de su capital, las tropas se dedicaron al servicio de trincheras y fortificaciones, labor a la que, según su expediente militar, también se dedicó el tatarabuelo. Un temporal de nieve, hielo y un fuerte viento glacial dificultó estas tareas. El 24 de Junio le fue concedida a Antonio, la Cruz sencilla del Mérito Militar con distintivo rojo por sus acciones en trincheras.

En el verano de 1875 languidecía la contienda en el norte porque el esfuerzo bélico se concentraba en el este. Allí, tras el sometimiento de los carlistas en Cataluña, éstos trataron de desplazar sus divisiones hacia el frente de Navarra. Los batallones liberales marcharon hacia el norte de esta región. El 3 de septiembre Antonio participó en la toma de Aoiz, que había sido fortificada por el enemigo. Esta vez su batallón permaneció en las alturas de Villabeta, en el flanco derecho de la batalla sin tomar parte en las acciones más duras de la misma. Posteriormente se acantonaría en Huarte y en el Monte Esquinza, donde permaneció prestando sus servicios hasta final de año.

Con el fin de la contienda en el este, estaba cantado que la resistencia del carlismo en el norte no podía durar mucho tiempo y, a principios de febrero de 1.876, el estado de su moral anticipaba la derrota. Nevó durante varios días y los caminos quedaron impracticables, parando cualquier actividad. El siguiente objetivo de los liberales era controlar el valle del río Deva y para ello debían atacar el puerto de Elgueta, defendido no sólo por la orografía, sino también por la artillería e infantería enemiga. Fue la última batalla del tatarabuelo en esa contienda. Los carlistas se retiraron, pero a diferencia de otras veces, varias unidades empezaron a desintegrarse por la deserción de sus soldados. Antonio participó entonces en las operaciones bajo la división del rey en Tolosa, permaneciendo en Guipúzcoa hasta el final de la campaña. Con la derrota, los carlistas marcharon a sus casas y su aspirante al trono, el príncipe Carlos, al exilio, después haber renunciado a la corona. Pero las ideas ultrconservadoras y tradicionalistas del carlismo siguieron existiendo y sesenta años después de haber luchado contra un régimen republicano, volverían a levantarse en armas contra la Segunda República.

Con el fin del conflicto, Antonio pasó a Vitoria y se acantonó en Haro, donde fue licenciado, abonándosele un año de servicio que extinguía su empeño. Ya no era necesario mantener una tropa tan numerosa, pero él, que había participado en duras batallas como soldado raso en tiempo de guerra, seguramente creyó conveniente, a sus veintidós años, amortizar ese esfuerzo continuando su carrera en el ejército, esta vez como oficial y en tiempo de paz. Ingresó en el cuerpo de Administración Militar e inició así una ardua promoción que le fue llevando, a lo largo de diferentes ciudades, de soldado a obrero y luego a cabo, a sargento y finalmente a teniente, en todos los grados posibles de segunda y de primera categoría, dentro de los escalones más humildes de la oficialidad. Veintiún años más tarde, Antonio López, tuvo que marchar a otra guerra, esta vez en la caribeña y lejana isla de Cuba, para ascender a teniente. Pero esa es otra historia.

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