El veintiuno de abril de 1944
María Álvarez López fue trasladada a la Prisión de Mujeres de Málaga. La hoja
de conducción, que firmaron el director y el subdirector de la Prisión de
Granada, atestigua que vestía traje “del país” y estaba “vacunada y
desinfectada”. Casi tres meses antes, el veintisiete de enero, la habían
condenado a diez años de prisión por un delito penado en artículo 55 de la Ley
de Seguridad del Estado. Una vez dictada la sentencia debía cumplir el resto de
la condena –para entonces ya llevaba más de dos años presa- en uno de los cinco
Penales Centrales de Mujeres que había en España: el de Málaga era uno de de
ellos. Alejar a las presas de sus familias y enfrentarlas a un nuevo escenario
desconocido formaba parte de la política represiva de la dictadura.
En mi imaginación he tratado de
dibujar muchas veces cómo debió ser aquel traslado y la despedida de los seres
queridos, que refleja el inicio del posible capítulo nueve que ayer publique en
el blog. Ese 21 de abril fue viernes, pero la lluvia forma parte de mi
imaginación. Golpeaba el vagón de cercanías, camino de la oficina, dibujando
caprichosos regueros de agua en el
cristal mientras lo imaginaba y quise aprovechar esa imagen para arrancar la
escena.
Siempre que he viajado a Granada
desde Málaga me gustaba ver el paisaje de la vega, especialmente sus
choperales, que parecían alineados por la mano de un delineante, y me apetecía
mucho incluir también esa imagen. En la llegada a Málaga, en cambio, cometí un
error garrafal pues la describía siguiendo el curso del río Guadalmedina -como
sucede desde hace más de 40 años que yo la conozco-, pero en 1944 el acceso era
a través de la vieja carretera de los montes. Solo reparé en el error varias
semanas y relecturas más tarde.
Lo más difícil de todo fue
escribir ese diálogo totalmente imaginado entre María y su madre. Desconozco
cómo fue esa despedida y si fue con la bisabuela Antonia, con el bisabuelo José
o con alguna de sus hermanas, pero mi imaginación lo visualizó maternal, breve,
apresurado y lo quería lleno de sentimiento, pero alejado de la sensiblería.
Creo que aún no he conseguido lo que pretendía.
Toda mi familia materna es
granadina. Yo era -soy- “el malagueño”, algo así como un ”elemento extraño”
para las burlas cariñosas, pero años más tarde descubrí que la matriarca, la
bisabuela Antonia, aunque había nacido en Melilla, había sido bautizada en
Málaga y allí vivió los años de su infancia, mientras esperaba el regreso de su
padre de la Guerra de Cuba. Sus nietos aún recuerdan cómo le brillaban los ojos
cuando hablaba de Málaga para explicar los felices recuerdos de su infancia. El
mar, las palmeras y los jardines de la Ciudad del paraíso -como la llamaba
Vicente Aleixandre, otro no nacido en Málaga cautivado por su infancia allí-
quedaron para siempre en el recuerdo de la bisabuela Antonia -también en los
míos- y ya sabemos que los recuerdos de la niñez se conservan, tras años y
kilómetros de distancia, tamizados a través de la idealización. No obstante me
pareció una buena idea contrastar esa imagen idealizada con la realidad gris
que debió sentir María ese día, camino de la cárcel en la que continuaría
penando su condena.
Las narraciones orales que pasan
a lo largo de las generaciones de la familia se basan en pequeños detalles, a
veces desordenados, que a mí me parecen maravillosos para dotar a la narración
de una voz creíble. Al final se trata de un trabajo de orfebrería que avanza
lento por la falta de oficio y de la dedicación necesaria. Yo también llevo
meses preso de ese capítulo 9 que narra los casi cinco años que permaneció María
Álvarez López –no puede haber nombre y apellidos más comunes- reclusa en
aquella cárcel y aún encuentro muchos detalles en el texto que siguen sin
convencerme, pero ayer volví a acordarme de mi abuela en el último día de agosto
y no se me ocurrió mejor homenaje que recordarla, hacerla vivir en esa escena y
volverme a sentir orgulloso, muy orgulloso, de ella.
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