16 septiembre, 2015

La descripción de lo inimaginable

Presumir del hartazgo provocado por las novelas que narran nuestra guerra es algo muy español. Hay personas a las que les incomoda el recuerdo, cansadas por las historias desgarradoras. Más allá de la moda, la Guerra Civil española, como todos los momentos convulsos, es un campo ideal para la narrativa. Ya lo dije en otra entrada de este blog: una de las reglas básicas de la novela es que deben suceder acontecimientos que transformen a sus personajes.

La “moda”, como tienden a enfatizarla algunos con desprecio, ha rebasado nuestras fronteras. Si semanas atrás comentaba La abuela civil española, de la argentina Andrea Stefanoni http://bit.ly/1CSOFZ1, hoy quiero hablar del libro No llorar, con el que la novelista Lydie Salvayre ha ganado el último Premio Goncourt, uno de los más prestigiosos de Francia. Ambas ofrecen una mirada diferente: la del recuerdo destilado por el exilio y la lejanía.

Ciertos escritores españoles, al tratar el tema, a veces se acartonan por el miedo de que les tilden de maniqueos. Para evitarlo sólo hay que dejarse llevar por la naturalidad de los hechos pequeños: una conversación oída en una cafetería basta para bajar los hermosos ideales a la tierra sangrienta, basta llamar a las cosas por su nombre: “Facha es una palabra que, pronunciada con la che española, se arroja como un escupitajo. Los fachas en el pueblo, que no son muchos, coinciden  en considerar que: NO HAY MEJOR ROJO QUE UN ROJO MUERTO”.

“Ya estamos otra vez con la típica historia de rojos y fachas” dirán los campeones de la desmemoria. Que digan lo que quieran. “No llorar” es una buena novela. Y no lo es cuando nos relata la historia de George Bernanos, el escritor francés que “se declara monárquico, católico y heredero de las tradiciones” y que, como veremos en una trama paralela de la novela, se desencanta de su apoyo inicial por los nacionales para describir todo el horror de sus asesinatos en su obra Los grandes cementerios bajo la luna. Tampoco es una buena novela cuando nos suelta, de sopetón y casi sin venir a cuento, todo un contexto histórico que puede ser desconocido y necesario para un lector francés, pero que nada aporta en nuestro país. En cambio, es una novela maravillosa cuando se centra en la visión poderosísima de su propia madre. “Sufre trastornos de memoria, y la impronta de todos los acontecimientos que vivió entre la guerra y el momento presente se han borrado para siempre. En cambio conserva totalmente intactos los recuerdos de aquel verano del 36 en que tuvo lugar lo imaginable”.

La descripción de lo inimaginable que hace Lydie Salvayre es un bello ejercicio sobre cómo expresar sentimientos a través de las imágenes y palabras. Curiosamente las palabras toman forma en la grandilocuencia, en los “tópicos efímeros”, en la mente libertaria del hermano de la protagonista: “palabras tan nuevas y audaces que enardecen su ánimo juvenil. Palabras inmensas, palabras rimbombantes, palabras ardientes, palabras sublimes, palabras para un mundo que comienza: revolución, libertad, fraternidad, comunidad, esas palabras que, acentuadas en español en la última sílaba, suenan como un puñetazo en la cara”.

Sólo alguien que no tiene el castellano cómo su primera lengua puede darnos un punto de vista como ése. Sólo alguien que ha escuchado muchas veces una historia maravillosamente contada puede transmitirla con esa fuerza, con la fuerza de los recuerdos de aquel verano que perviven en su madre, la fuerza que fue más allá de los grandes ideales y “la embaucadora propaganda de los comisarios políticos con acento ruso y gafas redondas” y se manifestó a través de las imágenes más sencillas, más naturales y, sin duda, las más poderosas para el recuerdo: “Y todo cuanto vive, los minúsculos eventos que conforman el tejido ordinario de la vida, el agua saliendo del grifo, una cerveza fresca en la terraza de un café, se convierten de pronto en otros tantos prodigios”.

Porque aquel verano del 36 fue el “tiempo de las grandes frases”, el de los crímenes más sanguinarios e impunes, el de las esperanzas arruinadas, pero también el verano de los prodigios que permitieron, a adolescentes como Montse, la protagonista, escapar de la cerrazón pueblerina y descubrir las puertas giratorias de los hoteles, los cines gratuitos, las terrazas en las que podían beber gratis un vaso de agua, los váteres con cisterna y tapa abatible, las bombillas en las habitaciones y el agua corriente.

Es ahí cuando el lector se siente atrapado por el personaje, cuando vive con todo detalle su historia, la transformación necesaria. No ya la de los grandes personajes conocidos de los libros, sino la de los hombres y mujeres humildes, los que son como nuestra madre o nuestra abuela o nuestros tíos, los que nos contaron historias similares, los que apenas pudieron disfrutar de los prodigios para ser arrojados sin piedad a una vida de horror, guerra y dictadura.

A los campeones de la desmemoria no les gustará No llorar, pero con esta novela yo he descubierto una voz nueva. Como ya dije en este blog, hay tres categorías de escritores: los que cuentan historias, los que te hacen vivirlas y los que te las susurran al oído porque están tan cerca que describen vivencias inolvidables. Las imágenes que pervivieron en el recuerdo de la protagonista siguen susurrando en mis oídos.


Esta tarde habrá en el Institut Français de Barcelona un encuentro con la autora, donde espero seguir disfrutando de esos susurros.


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